El filósofo Marcello Pera es conocido por haber sido Presidente del Senado italiano (2001-2006) y por sus investigaciones acerca de la identidad cultural europea y el diálogo entre el pensamiento no creyente (laico en italiano) y el cristianismo. La presente obra ha contado con un intercambio de pareceres con Benedicto XVI, con quien el autor ya había escrito Sin raíces (Península, Madrid 2006). Continúa las reflexiones presentadas en Por qué debemos considerarnos cristianos (Encuentro, Madrid 2010) y preludia un libro dedicado a Kant y San Agustín.
Nos encontramos ante un ejercicio filosófico de primer orden, ya que filosofía es la interrogación permanente sobre todas las cosas, también las aparentemente indiscutibles, como los derechos humanos. Pera asume el reto con audacia y la consciencia de que puede ser tachado de hereje desde lo que se ha convertido, a su modo de ver, en una religiosidad secular, cuando no dictadura: precisamente esa que invoca los derechos humanos como fundamento indiscutible de las sociedades liberales.
No obstante, cree que el cuestionamiento que plantea es necesario, y lo desarrolla con rigor en sus argumentaciones y en las fuentes que utiliza. Mientras que es habitual que un filósofo cite abundantes fuentes filosóficas, es infrecuente que un no creyente maneje con tanta precisión la Biblia y los textos específicos de la enseñanza católica. Más allá de la erudición, se agradece el esfuerzo de comprensión y reflexión que hace el autor. Desde su posición independiente, el autor cuestiona también a las dos instancias implicadas: el Estado liberal, garante supremo y autoproclamado de los derechos humanos, y la Iglesia, que ha incluido en su predicación este lenguaje, para hacerse más inteligible al mundo secularizado. Las respuestas de Pera no son complacientes con ninguna de las dos.
En la primera parte del libro, la cuestión se aborda desde el punto de vista histórico. Durante siglos, en las sociedades cristianas predominaba el lenguaje de los deberes, que era originario de la Iglesia. Imperaba la conciencia del origen en un Creador, que había establecido un orden en el mundo y las relaciones, entre seres humanos y con él mismo. Respondía también a la experiencia de que la persona conoce antes los deberes que los derechos, porque crece en el contexto de una filiación y necesita recibir educación.
Es difícil determinar el momento del cambio hacia el lenguaje de los derechos. No obstante, estaba consolidado en la época de Hobbes (1588-1679) y Locke (1632-1704). La Ilustración fue su principal propulsora y Kant (1724-1804) su exponente más destacado. La primera actitud de la Iglesia fue de cierta hostilidad, perceptible en los escritos de León XIII, principalmente la encíclica Rerum Novarum (1891). Aparecía como señuelo de un poder temporal que relegaba el poder de la Iglesia. Pero, sobre todo, dependía de un ideal de autonomía humana contrario a los derechos de Dios Creador sobre el mundo. En opinión de Pera, los Papas del siglo XIX se equivocaron en los modos con que trataron la primera cuestión, pero demostraron una gran amplitud de miras respecto a la segunda, y a los problemas que genera todavía hoy.
El punto de inflexión en la actitud de la Iglesia se sitúa en la encíclica Pacem in terris (1963) de Juan XXIII, y en el concilio Vaticano II, principalmente en la constitución pastoral Gaudium et Spes (1965). Desde entonces, el lenguaje de los derechos humanos se ha integrado en el de la Iglesia. Invirtiendo de alguna forma la argumentación anterior, se reconoce que los derechos humanos defienden a la persona en su integridad, con un respeto a la dignidad que pertenece a la esencia del cristianismo. El giro se contextualiza en el diálogo con el mundo moderno secularizado, y se propone acercar posiciones con este. No obstante, Pera se pregunta si el precio que debe pagar por ello la Iglesia no es demasiado elevado.
Por ejemplo, la Iglesia se ha pronunciado en ocasiones a favor de la democracia como salvaguardia de la dignidad humana. Pero con ello se ha introducido en un ámbito ajeno al principio de distinción entre los poderes temporal y espiritual. Una contradicción similar puede estarse produciendo en cuanto a los derechos humanos: es posible que la Iglesia esté adoptando un lenguaje que la empobrezca en su presentación ante el mundo secular. Para resolver la cuestión, es necesario atender a los argumentos antropológicos que Pera expone en la segunda parte del libro y que se exponen a continuación.
El primer motivo de preocupación se refiere a la fundamentación de los derechos humanos. Es necesario determinar en qué forma la dignidad remite a la persona. Si se invoca la razón, entonces el ser humano reconoce los derechos por sí mismo, se los confiere y los desarrolla en la plena autonomía que invoca el liberalismo ilustrado. Pero en ese supuesto, Dios es irrelevante por lo menos, y puede convertirse en superfluo. En cambio, si dependen de la condición de criatura, imagen de Dios, redimida por Cristo, entonces es necesaria cierta actitud religiosa –hoy desprestigiada– para realizar los derechos. En este segundo caso, es necesario reconocer que la modernidad se ha equivocado en sus pretensiones de autonomía absoluta, y que las religiones son aportaciones positivas a la vida social. En el fondo, late una pregunta crucial: ¿puede el ser humano alcanzar la salvación solo, o necesita la ayuda de su Creador?
También son dudosas las concreciones. El liberalismo restringe los derechos humanos a los llamados “de libertad”: derechos individuales a actuar libremente, buscando el pleno desarrollo personal. Pero con ello se ignoran los derechos sociales (a recibir salario, trabajo, educación, asistencia), de los cuales la Iglesia es una de las principales defensoras. Desde la novena enmienda a la Constitución de los Estados Unidos, se reconoce que los derechos humanos son indeterminados, lo que abre permanentemente una puerta a nuevos reconocimientos. Se produce, en consecuencia, una alarmante multiplicación de derechos pretendidamente fundamentales: a tener un hijo, a nacer en ciertas condiciones, a una vida digna, etc. Pera señala una tendencia a la autofagia que se vuelve especialmente acuciante cuando afecta a la vida: por ejemplo, el aborto implica un conflicto entre los derechos a la vida y al bienestar, en cuya solución ambos deberían quedar garantizados. Para resolver estas cuestiones, sería necesario aclarar el contenido del adjetivo “fundamental”, aunque suponga limitar los derechos, exponiéndose a la incorrección política.
Otro interrogante concierne a la relación entre derechos humanos y justicia. A este respecto, Pera remite a una distinción del derecho clásico romano. Justo (iustus) es aquello que debe ser porque se ajusta al orden real de las cosas. Presupone aceptar un orden externo al que atenerse, dado por un Creador, y se opone al criterio de autonomía absoluta. El ius, en cambio, es la formulación positiva de la ley, que en principio debería atenerse a lo justo. No obstante, desde Hobbes, la tendencia moderna convierte el ius en iustus, por predominio del derecho positivo, pero eso conduce fácilmente a la imposición del poder del más fuerte. La cuestión se plantea al aplicar la correlación entre derecho de una parte y deber de otra. En situaciones naturales, el principio es claro: para que un niño realice su derecho al desarrollo, los padres tienen el deber de proporcionarle los medios. Pero en los derechos sociales no está claramente definido el titular del deber: ¿quién debe dar al inmigrante su derecho al alimento, al trabajo, al bienestar? En este aspecto, como señala Pera, habría que invocar la caridad como mandato, y eso le conduce de nuevo a la aportación positiva del cristianismo a la sociedad.
Tras argumentar estos motivos de preocupación, Pera defiende la necesidad de contrarrestar el lenguaje de los derechos humanos con un renovado lenguaje de los deberes. En esto se hace eco de una observación repetida por Juan Pablo II y Benedicto XVI, y critica a algunos teólogos (Kasper) defensores a ultranza los derechos humanos, que postulan la llegada de un día en que se encuentre una formulación de estos realmente común a cristianos y no creyentes. El filósofo italiano admite que el ideal sería bueno, pero no cree posible realizarlo, debido a los presupuestos antropológicos y a las aporías del lenguaje de los derechos.
La propuesta de Pera pasa por aceptar el principal deber enunciado por el cristianismo como principio de acción común: la caridad. Concuerda con Agustín en la convicción de que, aun en el supuesto de que se encontrara la fórmula de la sociedad perfectamente justa, faltaría algo al desarrollo humano, ese principio de gratuidad e iniciativa para asistir a otro, por reconocerle como imagen de Dios, que tiene su expresión paradigmática en la parábola del Buen Samaritano. Entiende que esta es la contribución más importante que el cristianismo ha dado y puede dar a este mundo secularizado.
Las reflexiones de Marcello Pera terminan con dos conclusiones en forma de propuesta a las instituciones. Quizá la sociedad secular haría mejor en reconocer que el cristianismo ha legado importantes aportaciones a la construcción de su cultura, por lo que ha errado al pretender cancelar esa huella de la vida pública. También es posible, por otra parte, que el cristianismo deba replantearse los términos del diálogo entre fe y razón, Iglesia y mundo secularizado, y sopesar mejor que algunas acomodaciones pueden desvirtuarla, por crear un pacto demasiado estrecho con quienes no aceptan el Dios que ella predica, ni siquiera como posibilidad. De la lectura de este libro se desprende que la mejor contribución que la Iglesia puede hacer a la sociedad secular, también a ojos de un laico, es ser ella misma.