Araucaria. Revista Iberoamericana de Filosofía, Política y Humanidades | Sección digital
Sección digital Otras reseñas Diciembre de 2008
“¡Esto sólo se le podría ocurrir a un abogado!”
Sobre La letra y el espíritu de la ley [*]
Leonardo García Jaramillo [**]
Sería una reiteración inocua afirmar el grado de influencia que en nuestro contexto, con importante repercusión en el Iberoamericano, han ejercido las “obritas anteriores” (como las denomina en algún lugar del libro) del profesor López Medina: El derecho de los jueces y Teoría impura del derecho, tanto así que incluso la cuasi-unanimidad de la recomendación hacia su obra produce entre los profesores extranjeros visitantes una cierta injustificada sospecha, tal como por ejemplo lo manifestó Roberto Gargarella en su reseña a Teoría impura [1] .
Haciendo uso en el título de un tópico retórico en la teoría de la interpretación, común también al interior de diversos escenarios propios de la fenomenología jurídica y el cual conocíamos por haber titulado previamente un importante libro [2] , López procura rescatar en su último libro la discusión que se ha desarrollado en relación con los “métodos de interpretación” en derecho del estancamiento en el que se encuentra, pues aunque la interpretación es y seguirá siendo una cuestión cardinal en el estudio del derecho desde cualquier perspectiva que se observe, a juicio de López, por largo tiempo no se han presentado argumentos “genuinamente novedosos” sobre la manera correcta de proceder hacia un análisis riguroso.
En este libro, que constituye el aporte más reciente a nuestra literatura jurídica (pues abandonó la imprenta hace pocos días), y cuya genealogía puede rastrearse hasta la tesis de maestría que defendiera el autor en la Universidad de Harvard en 1995 [3] , se procura reabrir el debate sobre la interpretación jurídica en América Latina. Puntualmente, López considera que su libro señala las posibles direcciones en las que se podría cambiar el marco conceptual básico en el cual se desarrolla la discusión sobre la interpretación jurídica. El libro se ubica en un área de intersección entre la teoría del derecho y la filosofía del lenguaje, reconociendo como antecesores celebérrimos a Hart y Kelsen, así como a sus sucesores en la materia (menciona en particular a Dworkin, Raz, Moore y Marmor).
Si bien los 4 capítulos mantienen un hilo dialógico coherente y una estructura argumentativa diáfana, llama la atención que el libro carezca de un Introducción general en la cual se exprese el propósito de escribir el libro, se plantee de antemano el problema académico trazado y se presente también su naturaleza y alcance; asimismo donde se justifique la pertinencia de los análisis sobre el tema, y en este sentido, se suministren algunos antecedentes pertinentes para que el lector esté en capacidad de comprender y evaluar los resultados del estudio sin tener que reconstruir un estado del arte que el autor conoce. Uno espera encontrar una Introducción en la cual se anticipen algunos de los principales resultados de la investigación y se mencione la conclusión más importante sugerida por los resultados. En los Agradecimientos y en apartes de los dos primeros capítulos se encuentran diseminados algunos de estos elementos. Para expresar esta necesidad en otras palabras, Ratnoff decía que leer un artículo científico no es como leer una novela policíaca: ¡Queremos saber desde el principio que quien lo hizo fue el mayordomo!
Al inicio presenta el clima cultural y jurídico en el cual se fueron configurando desde el siglo XIX las herramientas para aplicar el derecho, lo cual es debido, tanto a la teoría jurídica que legó la Revolución Francesa, madre como se sabe de la escuela de la exégesis, como a la construcción científica de la dogmática jurídica y su aplicación por parte de los alemanes. Estos dos contextos adjudicaron a la historia dos concepciones de la interpretación, respectivamente, el “legalismo” para el cual la interpretación constituye un riesgo para la estabilidad y previsibilidad jurídicas, y una metodología en clave filológica para la interpretación de los textos jurídicos. A partir de estas concepciones, López habla del “discurso hermenéutico moderno”.
Resulta interesante –en sí mismo y por lo poco que ha sido explorado– el que se destaque el advenimiento en Europa del positivismo y su influencia en Francia, como la génesis crítica de la aplicación tradicional del Código napoleónico. Una apretada caracterización del positivismo (elaborada por nuestra cuenta) permite determinar las principales concepciones que merecieron críticas en el país galo: la ley es igual al derecho y exclusivamente por ésta se entiende y aplica, existen respuestas únicas para todos los problemas que se le presentan a los jueces para su composición y debe hallarlas en la fuente del derecho codificado, los dictámenes de los jueces y de los doctrinantes no tienen fuerza vinculante, el juez ideal es el que no valora ni pondera porque el único facultado para crear derecho es el legislador, y el ordenamiento jurídico es completo, coherente y claro [4] . Puntualmente, tal como para el luteranismo no debía haber un sacerdote que intermediara entre la persona y Dios, para la teoría jurídica de la Revolución no era necesario (y, es más, era perjudicial) que un juez intermediara entre el texto de la ley y su sentido frente al caso concreto.
La reacción en Alemania a tal influencia del positivismo jurídico, señala también López, fue distinta, ya que permitió el surgimiento de un tipo de positivismo que denomina “lógico” el cual desacreditó el debate sobre la metodología de la interpretación. Aquí se dio un alejamiento del discurso jurídico, respecto de las filosofías histórica y cultural, hacia el lenguaje, para cuya explicación se vale López del concepto de “giro lingüístico” al cual se alude en la filosofía cuando hay un viraje y el lenguaje pasa a ocupar el lugar central que por épocas enteras ocupara la razón.
Eludiendo el enfrentamiento entre la filosofía del lenguaje y la hermenéutica para avanzar en su cometido, López analiza algunos trabajos recientes en dicha rama de la filosofía para proponer una reconceptualización del debate sobre la interpretación. Privilegia dentro de tales trabajos la obra de un autor poco conocido en nuestro medio, el filósofo inglés Herbert Paul Grice [5] , para sustentar la importancia de retomar dicho debate en el contexto latinoamericano.
Si bien se inscribe en la tradición de la filosofía jurídica del lenguaje, procura ofrecer una primera reconstrucción pragmática de los métodos de interpretación en el derecho, para fundamentar así la racionalidad del proceso comunicativo y argumentativo en nuestra disciplina con ayuda del dispositivo teórico de Grice. El estado del arte venidero le dará o no la razón en la medida en que investigaciones y estudios iusfilosóficos y teórico-jurídicos transiten en dichas direcciones. Por lo pronto, podemos decir que la originalidad e importancia de tal cometido radica, bien entre otros aspectos, en el hecho de que señala nuevos caminos para investigar y nuevas formas de aproximarse a la teoría jurídica, e indica asimismo otras formas de recorrer los caminos existentes, en el estudio de una cuestión tan compleja y que transversaliza todo el discurso jurídico como el de la interpretación de las normas. Contribuye en este sentido a desmitificar la relevancia que por largo tiempo se le ha otorgado a asuntos que han reducido las controversias jurídicas a perogrulladas y falsos dilemas, tal como la disputa entre iusnaturalistas e iuspositivistas, la cual López ya había denunciado en su presentación al libro Libertad y restricción en la decisión judicial, de su profesor Duncan Kennedy [6] .
A partir de las herramientas otorgadas por la filosofía del lenguaje y la lingüística, particularmente de la versión sustentada por Grice, López argumenta que debe atemperarse el optimismo por la defensa de la especialidad del lenguaje del derecho que viene desde el positivismo jurídico (para el cual desde lo gramatical y lógico es posible sustentar que el lenguaje jurídico es un tipo de lenguaje especializado). Igualmente recurre a la “pragmática lingüística” de Grice para reanimar la discusión académica y práctica sobre la interpretación, después de que el iuspositivismo con sus presupuestos teóricos, y desde la misma filosofía del lenguaje, influyó negativamente sobre la hermenéutica jurídica.
De manera interesante López, distinguiéndose de tentativas similares como las acometidas por Dworkin, recurre a la filosofía del lenguaje –y como se dijo específicamente al planteamiento griceano– para rehabilitar dicha discusión. Lo particular radica en que se recurra a esta rama de la filosofía, ya que fue precisamente ésta la herramienta que utilizó el positivismo para menoscabar la importancia de la hermenéutica jurídica. Quizás entonces la teoría de Grice se aleja del núcleo común de tal versión de la filosofía del lenguaje –en la lectura sugerida por López– para que pueda ser rescatada ahora desde el derecho para defender un tipo de interpretación jurídica que no pierda de vista el contexto en la determinación del “significado” de las normas.
Este abordaje que se dirige hacia la construcción de una teoría de la interpretación que atienda el contexto en el cual debe regir, está en capacidad de ofrecer nuevas perspectivas, de las cuales algunas se exploran en el libro, que pretenden enriquecer debates en diversas áreas del derecho donde sus cultivadores aun no toman conciencia que, conforme a la teoría neoconstitucionalista a este respecto, el pretendido sentido objetivo de las normas no puede llegar a ser más que el uso común de los mismos en sus propios contextos.
Al sustentar que el sentido del lenguaje es dependiente también del contexto, el concepto (de difícil traducción) “implicature” de Grice permite entender que una de las maneras en las cuales nos comunicamos lingüísticamente, pero no la única, parte del hecho de concebir los conceptos desde la mera semántica ligada al convencionalismo de los patrones con los cuales nos movemos entre ellos. La otra manera vincula también la pragmática, es decir, el entendimiento de los conceptos tal como el contexto delinea en situaciones particulares, o generalizadas, acepciones distintas o formas de expresión que no necesariamente corresponden con su semántica. Se observa cómo rivalizan la pretensión de tecnificación del lenguaje jurídico con la forma en la cual son entendidos los conceptos desde el lenguaje ordinario. Sobresale también el hecho de que muchas veces es ésta, en lugar de aquella, la forma de entendimiento que debe primar en la interpretación jurídica.
Tal concepto, pues, pretende ilustrar tal dependencia en la medida en que la interpretación jurídica como el proceso de determinación del sentido de los textos legales, exige la observancia del contexto en la medida en que no sólo causan conflictos interpretativos situaciones de vaguedad o polisemia lingüística, sino el hecho mismo de aplicar normas a casos que resultan ser difíciles por los mismos supuestos de hecho. La síntesis de un ejemplo tomado del libro ilustra el punto: si en un conjunto residencial se prohíbe el ingreso de taxis, pero un residente es propietario de uno ¿debe prohibírsele el ingreso en su vehículo porque es un taxi? Surge aquí una controversia a pesar de que el concepto “taxi” es más preciso que “vehículo”.
La recepción de argumentos filosóficos generales en el discurso jurídico para constituir teorías particulares de la interpretación jurídica, la denomina López “jurística de la interpretación”. Hacia dicho concepto, así como al de “Prácticas interpretativas de juristas y ciudadanos” con las cuales contribuyen a sistematizar el derecho o resuelven casos concretos, pretende lanzar un ataque –utilizando como arsenal el filtro de recepción que ha realizado de la obra de Grice– a las gramáticas, semánticas y hermenéuticas “especializadas y ficticias” que los abogados imponen a los ciudadanos cuando no es atendida la comunicación cotidiana al considerar los problemas relativos a los significados.
En los tres primeros capítulos se sitúan los fundamentos conceptuales de su análisis luego de precisar un conjunto de ideas propias de la teoría filosófica del significado de Grice, para articularlas con una teoría legal de la interpretación y del significado en el cuarto capítulo. La brevedad de estos tres capítulos contrasta con el cuarto, cuya extensión iguala a los antecedentes en conjunto.
En el cuarto capítulo, donde radica la mayor aportación del libro por su poder explicativo respecto a la pretensión anunciada, López articula los conceptos de la filosofía del lenguaje con el uso que las expresiones “significado” y “significar” tienen dentro del lenguaje jurídico. Explora algunos aspectos de la teoría del derecho enfatizando en las consecuencias teóricas que tiene la teoría de Grice para las aproximaciones más tradicionales de la jurística de la interpretación. Posteriormente sustenta que las teorías predominantes del significado (las naturales) deben ser rechazadas en el lenguaje del derecho pues originan un excepcionalismo gramatical, semántico y pragmático en el lenguaje que le resta gran parte de su legitimidad social.
El problema denunciado por López de la falta de legitimidad social del derecho por el uso, podríamos decir, “excéntrico” que muchas veces le confieren los abogados al lenguaje jurídico al llevarlo al extremo mismo de la comprensión (no sólo natural sino incluso) sensata de sus sentidos posibles, se ilustra mejor con la síntesis de otro ejemplo: si una ley obliga que las droguerías estén cerradas a las 10 p.m. y el dueño de una la cierra a las 9:55 p.m. pero, por indicación de su abogado, la vuelve a abrir a las 10:05 p.m. para seguir trabajando sin, supuestamente, violar el precepto de la ley ¿Debe ser sancionado el dueño de la droguería?
Su sugestivo ataque se dirige puntualmente a la arraigada idea (tan arraigada que poco se controvierte) de que el lenguaje del derecho es técnico y que posee una hermenéutica jurídica especializada. Sostener tal excepcionalidad lingüística deriva en la generación de un déficit de legitimidad del derecho frente a la comunidad de hablantes en la medida en que, como en el caso señalado, algún miembro de la misma puede llegar perfectamente a exclamar en tono de queja y reproche “¡esto sólo se le podría ocurrir a un abogado!”. El énfasis es entonces que el sentido natural y obvio de las expresiones no es necesariamente su sentido literal, sino que el sentido ordinario determinado por el contexto debe atenderse para orientar así la labor de interpretación jurídica.
Para López es artificial la concepción especializada y técnica del lenguaje jurídico que defienden los abogados, la cual se fundamenta en una equivocada teoría acerca del significado que la aleja de las expectativas de los ciudadanos. Cuando, como estrategia de defensa, los abogados recurren a formas excéntricas de atribuciones de sentido a los textos legales desde un literalismo a-pragmático, no hacen más que (contribuir a) socavar la confianza social en el derecho como mecanismo idóneo de regulación comunitario. Se describen en el cuarto capítulo las características que distinguen la práctica lingüística del derecho respecto del lenguaje ordinario para analizar, ilustrado con casos extractados de diversas fuentes (históricas, literarias y jurisprudenciales), las reglas de interpretación jurídica, destacando su función y su validez, así como sus vacíos en términos de una teoría del significado que no omita el componente pragmático del discurso. López “mapea” la recepción de la pragmática griceana en la jurística de la interpretación y nos invita, no sin provocadora argumentación, a repensar algunos de los axiomas cardinales de la forma en la cual los abogados utilizamos el lenguaje jurídico con pretensión de objetividad al atender la letra más que el espíritu.
La vaguedad no es sólo una característica idiosincrásica del lenguaje jurídico sino una necesidad imperativa de la ciencia del derecho, en la medida en que un lenguaje como el propio de la aritmética o la lógica formal no permitiría vislumbrar los matices de la cotidianidad humana que el derecho pretende regular y a partir de la cual también evoluciona. Y es por esto que los juristas recurren a “definiciones estipulativas” que tienen el cometido de, digamos, particularizar determinadas acepciones de conceptos propios del lenguaje ordinario (culpa, sanción…) para dotarlas, a nivel de su semántica y terminología, de una rigurosidad tal que la aleja del uso ordinario. Esta práctica usual de los juristas puede considerarse una pretensión, tanto de solidificación del uso técnico del lenguaje para disminuir su textura abierta, como de igualación del derecho con otros saberes científicos para que no se ponga en entredicho la adscripción de la denominación de “ciencia” al derecho. Al criticar la especialidad técnica de la hermenéutica jurídica, López reafirma la importancia de otras disciplinas en las actividades propiamente jurídicas. Un estudio del derecho con mayor amplitud panorámica deriva también en una mayor conciencia sobre sus posibilidades de transformación social.
Con su reconstrucción teórica de la oposición entre la “letra” y el “espíritu” de la ley, por tanto, procura demostrar que, en oposición a como usualmente se considera, y por tanto se enseña, los significados de las normas son contextualmente determinables, dependientes de las situaciones en las cuales se deben aplicar.
Uno de los méritos que le encuentro al libro, compartido con su obra antecedente, es que se caracteriza por la claridad y amenidad en su lenguaje, lo cual naturalmente no va en demérito de la profundidad de los análisis, sino que constituye una evidencia de que la verdadera profundidad filosófica se resuelve en claridad [7] . En este sentido, el libro no es uno de tantos que dan la impresión de que la luz sólo se puede ver después de trasegar un buen rato ente las tinieblas. Sólo el lector despistado confunde sencillez en la prosa con simpleza en el análisis.
Sin embargo, ya sabíamos sus lectores [8] que el profesor López era afecto a extranjerismos [9] y a conservar de forma libre, aparentemente sin necesidad real, expresiones y frases en otros idiomas, así como a utilizar neologismos: “(…) el derecho ha mantenido un cierto diálogo, si bien ralentizado en comparación a su floruit a mediados de siglo (…)”. A mi juicio, este particular estilo [10] crea un distanciamiento artificial entre el autor y las potenciales enseñanzas de su libro, y su prospectivo caudal de lectores integrado, bien por expertos juristas políglotas, pero también por jueces, funcionarios judiciales, profesores de provincia y estudiantes (y estudiantes de universidades públicas que muchas veces no sólo no cuentan con asesoría competente respecto a tales “retos”, sino que carecen hasta de diccionarios adecuados en sus bibliotecas). No me parece exagerado reclamarle al autor que (como lo hace con acierto cuando transcribe un pasaje de El mercader de Venecia en su idioma original, una vez lo ha citado en español [p. 134]), facilite su traducción de las frases y citas que utiliza en otros idiomas, así como la forma usual de las expresiones que nominan escuelas, instituciones jurídicas o momentos históricos. Si bien se adolece de criterios objetivos para determinar la calidad de un texto sobre este punto, los estudiosos gramáticos han señalado algunas características que claramente lo afean, dentro de las que, además del extranjerismo, se encuentran la anfibología, la cacofonía y el pleonasmo.
Quiero precisar para que no parezca contradictorio el mérito que destaco con el vicio de estilo que denuncio. Es claro que López considera y aplica en su obra el que la profundidad y la claridad no se oponen en tanto virtudes intelectuales (sino que más bien constituyen el deber ser conjunto de los textos académicos). Pero desafortunadas características puntuales de estilo (extranjerismos y frases en sus idiomas originales) restan diafanidad a la narrativa general y constituyen escollos que, con una dosis previa de benevolencia del autor, podrían fácilmente franquearse.
La vertiente anti-teórica o anti-intelectual del derecho que López combate implícitamente en su obra (es decir, en este libro y en los anteriores) comporta la concepción del derecho como un oficio eminentemente mecánico que consiste en saber en cuales códigos se debe buscar para encontrar los artículos que se les debe citar al juez que tiene en sus manos el destino de los clientes. La obra de López contribuye también a corregir tal error al situar el derecho en el contexto correcto, es decir siguiendo a Dworkin, no sólo en el contexto de las ciencias sociales sino en el de las humanidades en general, reconociendo que la interpretación jurídica es, por mucho, un arte [11] y que contrario a las perspectivas positivista y naturalista, para las cuales el derecho está integrado, respectivamente, por proposiciones descriptivas o por proposiciones valorativas, debe seguirse una concepción de la interpretación que procure entenderla como una forma específica de conocimiento, pues el hecho de que las proposiciones que hacen parte del lenguaje jurídico sean interpretativas, para Dworkin, quiere decir que no pueden identificarse plenamente con unas ni otras, por lo que debe asumirse una postura ecléctica al tratar con proposiciones jurídicas.
Otro aspecto por el cual considero que la obra de López es una valiosa excusa para acercarse sin miramientos a la teoría del derecho, es que se aleja de una idiosincrasia frecuente en contextos, como el nuestro, “hermenéuticamente pobres” que son fundamentalmente “receptores de teorías” (según la nomenclatura sugerida en Teoría impura). Me refiero a la tendencia a imitar y a seguir acríticamente la literatura jurídica extranjera y a considerar que, como sucede con los electrodomésticos y los automóviles, todo lo que viene de afuera es mejor por ese sólo hecho [12] . Si bien este libro mantiene un nivel de abstracción propio del tipo de reflexiones sobre las que se ocupa, se caracteriza por procurar situar los debates y parte del canon central de autores y argumentos que analiza (en los tres primeros capítulos) dentro de las necesidades teóricas y académicas propias, en lugar de reproducir (“reencauchar”) debates suscitados en otros países que responden a sus propias necesidades contextuales y realidades sociojurídicas.
Con conocimiento de las teorías precisas sobre las que se ocupa, y de los contextos, lo cual le permite sugerir articulaciones creativas entre realidades teóricas diversas, inscribe sus análisis y desarrolla sus propuestas. Así por ejemplo, cuando en el capítulo III aborda problemas técnicos de análisis filosófico, es claro que, sin perder rigor, no se ocupa de tratar en detalle cuestiones que si bien no son extrañas a su trabajo, sí constituyen profundidades exquisitas que desencadenarían otro tipo de discusión como aquel que se genera dentro de los contextos propios de creación de las teorías, referentes a su consistencia lógica, su estructura y a la validez de sus presupuestos.
Para concluir con un énfasis, este ensayo se titula “Un punto de vista
sobre La letra y el espíritu de la ley” y subrayo el artículo indeterminado
porque se trata de “un” punto de vista entre otros posibles en el cual,
como en cualquier trabajo académico, se expone una visión particular del
asunto –en este caso la mía– a partir de algunos aspectos sobresalientes
de la obra por los cuales considero que sus enseñanzas ameritan discutirse
y enseñarse. Por esta última razón también es por la que me concentré
en someter a su consideración algunos atributos que le encontré al libro,
en lugar de plantear críticas estructurales, lo cual además es un reto
lejos de mis posibilidades.
[*] Diego López Medina, La letra y el espíritu de la ley: reflexiones pragmáticas sobre el lenguaje del derecho y sus métodos de interpretación. Bogotá: Universidad de los Andes, Facultad de Derecho – Temis, 2008, 181 pp. Esta reseña corresponde a una versión depurada respecto de la presentada en el primer lanzamiento nacional del libro, llevada a cabo en el foro internacional “Independencia y autonomía judiciales: pilares de la democracia”, organizado por el Tribunal Superior de Caldas, agosto 29 de 2008. Agradezco al profesor López y al magistrado José Fernando Reyes por la oportunidad de presentar este libro.
[**] Universidad EAFIT, Medellín, Colombia. leonardogj@gmail.com
[1] Roberto Gargarella, Crítica del estado del derecho. Comentario a “Por qué hablar de una ‘teoría impura del derecho’ para América Latina,” de Diego López Medina. Por publicarse. Me baso en la versión manuscrita facilitada por el autor.
[2] Vittorio Frossini, La letra y el espíritu de la ley. Barcelona: Ariel, 1995.
[3] Diego López Medina, The Pointing Finger: Towards a Pragmatic Theory of Legal Interpretation. Harvard University, Law School, 1995. Tutor: William Eskridge.
[4] En Teoría impura muestra que bajo el ropaje del positivismo jurídico, el formalismo aisló al sistema judicial colombiano de las discusiones políticas que se desarrollaban en la época.
[5] Los trabajos sobre el tema en Colombia son, Tomás Barrero, “Implicatura y significado”, en: Saga No. 16. Revista de estudiantes de Filosofía. Universidad Nacional de Colombia; Tomas Andrés Barrero “Racionalidad y Lenguaje: a propósito de la obra de Paul Grice”. Proyecto de Tesis de Doctorado en Filosofía, Universidad Nacional de Colombia. Director: Juan José Botero; un pequeño aparte en el libro Aproximación a las perspectivas teóricas que explican el lenguaje, de Mireya Cisneros (U. Tecnológica de Pereira) y Omer Silva (U. de la Frontera, Chile) y una reseña a su libro Aspects of Reason por parte de Julián Trujillo publicada en la Revista Praxis Filosófica No. 26. Cali, Universidad del Valle, Departamento de Filosofía, 2008.
[6] Duncan Kennedy, Libertad y restricción en la decisión judicial. Bogotá: Siglo del Hombre – Universidad de los Andes, 1999. Allí (pp. 10 y 11) había afirmado López que, “Nuestras clases y nuestros textos [de filosofía del derecho] seguían siendo fundamentalmente aburridos. Todo el problema de la filosofía del derecho parecía restringirse a tomar camino en el dilema entre iuspositivismo e iusnaturalismo”.
[7] El libro sobresale también por su calidad editorial, aunque en algunos apartes (notas al pie, fundamentalmente) se encuentran algunos gazapos e inconsistencias en la citación. En la nota 5, p. 4, por ejemplo, López remite a su Teoría impura (respecto a las consecuencias del “giro lingüístico” en la teoría del derecho para América Latina) pero confunde del subtítulo la expresión “cultura” por “conciencia”.
[8] Por caso, en Teoría impura nos comenta que “La nueva doctrina francesa, ya lo sabemos, de hecho proviene de la infiltración de la Rechtswissenchaft alemana en la civilística francesa” (p. 153), y luego que “(…) el magistrado Gaviria brindó una interesante lectura tergiversada cuando aunó la textura abierta de Hart con la doctrina constitucional alemana de la Rechtswessensinhalt” (p. 436).
[9] El extranjerismo, como modalidad del barbarismo, consiste en recurrir sin necesidad a vocablos de origen extranjero, es decir, emplearlos cuando en nuestra lengua existe el concepto adecuado. Profesores formados en universidades extranjeras, así como el propio imperialismo sociolingüístico insertado por los medios de comunicación debido en parte a los procesos de globalización, pueden ser los responsables de la mayoría de extranjerismos que circundan en la literatura jurídica colombiana.
[10] El “estilo filosófico” ha recibido singular atención en contextos de alta producción intelectual (“hermenéuticos ricos”). Consúltense, Berel Lang, The Anatomy of Philosophical Style: Literary Philosophy and the Philosophy of Literature. Oxford: Basil Blackwell, 1990; (ed.) The Concept of Style. Ithaca: Cornell University Press, 1987. Brand Blanshard, On Philosophical Style. St. Augustines Press, 2004.
[11] Sigo aquí a Dworkin en su discurso de condecoración del Premio Internacional Ludvig Holberg. Bergen, Noruega, nov. 28 de 2007. Citado a partir de la versión facilitada por Trine Kleven, de la Fundación Holberg.
[12] Ernesto Garzón Valdés lo expresa así: “En América Latina, y en España también, tenemos otro tipo de problemas que tienen que ver con la tendencia, ya no a acusar a los de afuera, sino a tratar siempre de imitarlos como en una especie de sobre-dimensión de lo foráneo y, consecuentemente, de desprecio hacia el pensamiento propio (…). La gran fascinación que usualmente se siente por escritores y pensadores de segunda, pero que por ser extranjeros gozan de una infundada y maniquea reputación en nuestros países, no puede producir más que desconcierto”. Cfr.: “Leonardo García entrevista al profesor Ernesto Garzón Valdés”, en: Papel Salmón Separata cultural del diario La Patria, Manizales, agosto 24 de 2008.