Sección digital Otras reseñas Abril de 2008

La subjetividad del norte y la institución [*]
A propósito de Arsenio Ginzo Fernández: Protentatismo y filosofía. La recepción de la Reforma en la filosofía alemana

Universidad de Alcalá, Madrid, 2000, 309 páginas.

Antonio Rivera García

 

1.

Luteranismo, la religión de la subjetividad. Este libro aborda un tema casi infinito, la recepción de Lutero, y del luteranismo, por los principales filósofos alemanes. Del amplio catálogo de autores tratados por Ginzo, parece ser Hegel el filósofo que mejor ha entendido la esencia y los retos del protestantismo alemán. Su obra contiene una honda reflexión sobre los dos conceptos, subjetividad y libertad, que Ginzo ha encontrado en la mayoría de esa pléyade de pensadores, desde Leibniz hasta Nietzsche, que pueden ser incluidos dentro de la tradición luterana.

Todos los grandes pensadores de Alemania han destacado que el luteranismo, a diferencia de la religión católica, ha concedido más importancia a la fe o a la intención (Gesinnung) que a la dimensión externa o visible de la Iglesia. La esencia del protestantismo se halla en el realce dado a la subjetividad, al sentimiento y al amor que no siempre se traduce en obras. Como señalan Lessing, Fichte y tantos otros, el luteranismo nos ofrece una visión joánica del cristianismo: se acerca más al Evangelio de Juan que al pensamiento de Pablo de Tarso. Pues la clave de la religión no radica en la institución eclesiástica, sino en lo que Hegel denomina la “subjetividad del norte”, es decir, en esa experiencia interior o relación directa entre el cristiano y Dios.

El luteranismo aparece de este modo como una religión del yo, de la persona, antes que de la comunidad. El apoliticismo inicial de la Reforma de Lutero resta como un obstáculo, pese a las mediaciones de Hegel, difícil de salvar. Tan individualista resulta esta confesión, que Feuerbach, traicionando el pesimismo antropológico de Lutero, acabará considerando que el protestantismo no se centra en Dios, sino en el sentimiento de la divinidad experimentado por el hombre. Para el autor de La esencia del cristianismo, la historia de la religión es la “historia de un error”, la del espíritu humano que ha puesto su esencia fuera de sí, en Dios, antes de encontrarla en sí mismo. No obstante, el protestantismo significó un paso adelante en relación con el catolicismo, pues Lutero no se refería a Dios en sí mismo, sino a lo que es para los hombres. De ahí que, a juicio de Feuerbach, la teología esté condenada a desaparecer convertida en antropología.

Arsenio Ginzo también nos ha recordado que, a partir de Lessing, se generaliza la convicción de que la filosofía alemana desarrolla el “núcleo íntimo” de la Reforma: el principio de la libertad. Lutero, el mayor enemigo de la tiranía del Papa y del derecho canónico, será considerado por los pensadores alemanes el gran valedor de la libertad de conciencia. Mientras su defensa del sacerdocio universal, o de la igual dignidad de todas las profesiones a los ojos del Creador, hacía inevitable la desvalorización de la jerarquía y de la tradición católicas; el libre examen exigido por el teólogo de Wittemberg se alzaba como uno de los principios fundamentales de una comunidad cristiana que ya no necesitaba la tutela de los clérigos. Todo ello explica por qué los ilustrados, Lessing, Herder o Kant, pondrán de manifiesto la convergencia que existe entre el libre examen, la libertad de conciencia, y la crítica ilustrada. Por lo demás, la entronización del principio de la Sola Scriptura en detrimento de las tradiciones eclesiásticas obligaba a que todo cristiano leyera la Biblia, necesariamente traducida al alemán, e hiciera uso de su propia razón. Esta traducción de las Escrituras permitió, según muchos de los filósofos abordados por Ginzo, dar un paso decisivo para elevar la cultura (Bildung) alemana a la cabeza de Europa. En esta línea de pensamiento, el autor de la Fenomenología del Espíritu sostenía que el protestantismo consistía fundamentalmente “en el espíritu de reflexión y de una formación superior, más racional”. De manera que el papel desempeñado por la elite clerical en el catolicismo debía corresponderle en el protestantismo a la escuela y a la Universidad.

2.
Los déficit institucionales del luteranismo.
El joven Hegel y la izquierda hegeliana son quienes mejor han tratado el problema político o institucional de la religión de la subjetividad. Para ellos, la libertad cristiana defendida por el reformador alemán era una libertad de marcado cariz gnóstico que, tras refugiarse en el espíritu, en el corazón de cada uno o en el interior de sus conciencias, no ofrecía una salida al exterior. El problema de la visión joánica, de centrar exclusivamente la religión en la experiencia interior de la divinidad, radicaba en que se olvidaba el lado jurídico, legal o externo de la ecclesia. El luteranismo llevado hasta sus últimas consecuencias debía conducir a un extremo debilitamiento de la institución mundana en donde los cristianos se reúnen bajo los mismos lazos jurídicos. Esta tendencia del luteranismo podemos rastrearla en los espiritualistas de la Reforma radical, en el pietismo y en gran parte de las críticas posteriores a la ortodoxia luterana.

En sus escritos de juventud, Hegel acertaba en su diagnóstico cuando recriminaba al cristianismo luterano por no lograr vincular las distintas esferas de la existencia humana. Al entender del filósofo, la Reforma alemana no había restaurado la más auténtica religión, por cuanto acababa separando Iglesia y Estado, culto y vida, acción espiritual y acción mundana. La justificación por la fe y la libertad cristiana conducían finalmente a un amor inactivo y a una mera actitud privada. En su obra El espíritu del cristianismo y su destino había notado que la unión entre el ciudadano y el cristiano resultaba muy difícil cuando la religión se oculta en el corazón del elegido, y la verdadera Iglesia, la de los santos, se hace invisible. No hay armonización de estas dos esferas mientras el subjetivismo del amor cristiano no se materialice de alguna manera en una institución jurídica, en algo objetivo o sustantivo. Pero la deslegitimación de la Iglesia católica, para la cual carecía de sentido separar entre Iglesia visible e invisible, supuso al mismo tiempo la imposibilidad de que una organización o institución humana pudiera estar ordenada de acuerdo con los principios de justicia verdaderos. Por otro lado, la religión luterana del amor no favorecía la homogeneidad material y espiritual sin la cual no es posible el Estado. El cosmopolitismo del amor cristiano, de la caridad, conducía a un “ensanchamiento antinatural” de las condiciones del Estado. Además, el sacerdocio universal introducido por Lutero únicamente hacía a los hombres iguales en el plano espiritual, no en el objetivo, cultural y material. Se trataba, en definitiva, de un cristianismo que no podía hacerse público o visible, y cuya Iglesia se parecía a una familia unida por lazos éticos y no jurídicos, como señalaba el Kant de La Religión dentro de los límites de la mera razón. En el fondo, la comunidad ética, la Iglesia verdadera, estaba regida por un padre invisible que se dirigía al interior y solicitaba una obediencia voluntaria.

En mi opinión es el joven Hegel quien más se ha acercado al Lutero histórico. La diferencia del teólogo alemán con el otro gran reformador, Calvino, radica en que el primero no supo establecer las bases de una estable institución, eclesiástica y estatal, fundada en el principio de la libertad de conciencia. Por un lado, el pesimismo antropológico le impedía construir una institución de base democrática y afirmar que todos los cristianos disponen del entendimiento suficiente para ponerse de acuerdo en los dogmas; y, por otro, ya no podía aceptar una autoridad jurídico-moral, como la del Papa o la del derecho canónico, que decidiera sobre las diferencias doctrinales. Dado que ya no existía una santa y jerarquizada Iglesia visible, resultaba prácticamente imposible detener las desviaciones doctrinales. Es más, todo intento de levantar una institución eclesiástica, con su disciplina, había de ser inmediatamente contestado y criticado como una regresión papista del luteranismo.

3.
El protestantismo político. Arsenio Ginzo ha tenido el acierto de prestar especial relevancia en su libro a ese “protestantismo político” que buscaba conciliar la libertad evangélica con la libertad política. Pero, a mi juicio, han resultado baldíos los dos intentos que dentro del contexto cultural luterano, el revolucionario o milenarista y el hegeliano, han pretendido armonizar las instituciones jurídicas y la reformada libertad de conciencia. Pues tanto el milenarismo gnóstico o revolucionario como la filosofía hegeliana anularon la distinción entre la sociedad temporal y la sociedad espiritual, entre la legalidad y la moralidad kantianas, sobre la cual se asienta la política moderna menos patológica, la republicana, que ha inspirado al actual Estado democrático de derecho (Böckenförde).

Ciertamente, Lutero rompió la unidad católica existente entre los dos libros, el de Dios y el del mundo (Blumenberg). Pero esta ruptura, a diferencia de lo que sucedió con Calvino, no le llevó a analizar los dos reinos y jurisdicciones, la temporal y la espiritual, en sí mismos, sino que siempre mostró un continuo desinterés por las cosas de este mundo. Como sabe todo buen lector de Lutero, la libertad evangélica del reformador conducía a la indiferencia ante los asuntos temporales. De ninguna manera pensaba que la libertad del cristiano debiera traducirse en libertad pública. Sin embargo, no todos los reformadores y filósofos posteriores lo entendieron así. Y es que la misma teología de Lutero había introducido, muy a su pesar, una serie de dogmas con un ostensible significado subversivo: el sacerdocio universal, tras equiparar a todos los hombres en su servicio a Dios, debilitaba los fundamentos de la estructura jerarquizada feudal; la sola Escritura acababa con la función estabilizadora desempeñada por la tradición en la Iglesia católica; y, por último, la libertad en el examen de las Sagradas Escrituras abría el camino a nuevas interpretaciones del cristianismo y a todo tipo de herejías y desórdenes.

La Bauernkrieg y demás movimientos espirituales de los primeros tiempos de la Reforma, la apelación de Lessing a una época en la que ha de imponerse el nuevo Evangelio Eterno o la escatología histórica del idealismo alemán, constituyen diversos ejemplos de esta desviación milenarista del luteranismo. Los líderes campesinos, a los cuales prestaron tanta importancia Marx y Engels, fueron los primeros que malinterpretaron la doctrina luterana de la libertad cristiana y diluyeron las diferencias entre la libertad espiritual y la libertad ética y política. Las revoluciones modernas heredarán esta dimensión escatológica tan próxima a la versión joánica del luteranismo, así como la lucha contra la hipocresía moral. Pues al igual que el Dios de Lutero acortaba los últimos días por amor a los elegidos, las revoluciones deberán hacerse por amor a un pueblo bueno y explotado por individuos podridos en lo más hondo, en su corazón. Por este camino se ahondaba nuevamente en el principio del norte, en la subjetividad moderna, puesto que la solución política residía en el interior de cada hombre y no en la siempre engañosa relación externa o jurídica que mantienen los individuos en el seno de las instituciones. Pero si la desviación milenarista de la Reforma luterana se asentaba sobre una antropología optimista, sobre los elegidos o los buenos, enseguida vamos a encontrar una reacción conservadora, a mi juicio mucho más fiel al Lutero de los opúsculos contra las “bandas asesinas y ladronas de los campesinos”, que destacaba el pesimismo antropológico del reformador, y, en consecuencia, subrayaba la dimensión servil del hombre luterano que, sin la gracia divina, quedaba reducido a la más absoluta impotencia. Esta tendencia contrarrevolucionaria, a la cual se refiere de algún modo Ginzo al explicar el pensamiento de F. J. Stahl, ya no encuentra el fundamento de la política en la libertad, sino en la obediencia a la autoridad (Obrigkeit).

Pero hay otra forma, la hegeliana, de conciliar la libertad espiritual y la libertad política, la religión y la actividad mundana. Como ha señalado Ginzo, la crítica de Lutero a los tres votos de las órdenes religiosas suponía para el Hegel maduro la más clara demostración de esta reconciliación de los dos libros. Pues con la alabanza ética del matrimonio, del trabajo y del libre examen, frente a la castidad, la pobreza y la obediencia de la religiosidad medieval católica, lo ético y lo jurídico en el ámbito del Estado se reconciliaban con los mandamientos divinos. El espíritu libre del protestantismo por fin encontraba su traducción en un Estado racional que consagraba la libertad dentro del mundo. Teniendo en cuenta que el concepto de libertad era el mismo para la religión y el Estado, este último acababa convirtiéndose en la realidad de la idea moral o espiritual. Ahora bien, el Estado organicista hegeliano, cuyo poder y derecho prevalecen sobre todas las convicciones morales del individuo, terminaba alejándose en exceso de la libertad de conciencia defendida por Lutero.

Dentro del marco de esta revalorización de la Reforma, Hegel llegaba incluso a decir que la libertad de la Iglesia Evangélica hizo innecesaria la revolución en Alemania. Sin embargo, Hegel se equivocaba; y, en cambio, Ruge, un autor de la izquierda hegeliana al que también ha prestado atención Ginzo, estaba más acertado cuando señalaba que en Prusia, en el Estado donde parecía conservarse lo mejor de la cultura luterana, la libertad de conciencia no se había traducido en libertad política, y, por tanto, el sujeto moral alemán aún no había logrado convertirse en un ciudadano libre. Sin duda lo más valioso de esta tradición luterana centrada en la subjetividad religiosa, de la cual Ginzo nos ha proporcionado un magnífico resumen, no lo vamos a encontrar en el plano político. En cierta manera, se puede defender que las patologías del Estado alemán se remontan al fracaso del “protestantismo político” que no supo, más allá del milenarismo revolucionario, del nacionalismo orgánico y del Estado formal de derecho (Stahl), proseguir la vía republicana que Kant, atento a otras tradiciones culturales, empezó a diseñar a finales del siglo XVIII.



 

[*] Esta reseña ha sido publicada en Isegoría, n.º 24, 2001, pp. 284-287.

 

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