Sección digital Otras reseñas Abril de 2008

Luis de Eleizalde y los orígenes del nacionalismo vasco [*]
A propósito de Luis de Eleizalde, Países y razas. Las aspiraciones nacionalistas en diversos pueblos (1913-1914)

Edición de Esteban Antxustegi Igartua, Universidad del País Vasco, Bilbao, 1999, 202 págs.

Antonio Rivera García | Universidad de Murcia

 

Esteban Antxustegi nos ofrece una exquisita edición de la obra Países y razas, salida de la pluma de uno de los padres del nacionalismo vasco conservador, Luis de Eleizalde. Como otros destacados miembros de esta ideología, Eleizalde comenzó dentro de las filas del carlismo, pero pronto se desengañó de los pleitos dinásticos y cuestiones legitimistas por considerarlos alejados de la verdadera causa vasca. Nos encontramos ante uno de los primeros seguidores de Sabino Arana y de los más destacados políticos nacionalistas. Sin él, como nos ha explicado el editor de este libro, no se puede comprender los orígenes del nacionalismo vasco. Eleizalde es quien dirige, a partir de 1911, la revista Euzkadi, verdadero centro de difusión de las ideas nacionalistas, y donde publicará durante los años 1913 y 1914 los artículos que componen el libro Países y razas; es también quien impulsa, junto a Landeta, la escuela vasca; y quien promueve el cambio de nombre de la organización política nacionalista por el de “Comunión Nacionalista Vasca”. Pero quizá el rasgo que más le caracterice sea su versión posibilista y moderada del nacionalismo.

Esteban Antxustegi, en su necesaria introducción al texto, nos ha informado de los debates que, en el seno del partido vasco, se producen entre los posibilistas, los hombres más flexibles que, como Eleizalde o Aranzadi, logran en 1908 que el partido nacionalista vasco abandone la idea de separatismo, y los radicales o “aberrianos” que, como Eguileor, consideraban irrenunciable, ni siquiera momentáneamente y por cuestiones estratégicas, “el ideal político de absoluta independencia”. Debates que, sin duda, se repetirán en fechas posteriores. Eleizalde es así el gran defensor, a comienzos del siglo XX, de un nacionalismo integrado dentro de la legalidad del Estado español, y el gran enemigo de la “pureza doctrinal”, del “coranismo”, del “nacionalismo-isla” o del “todo o nada” que predican los aberrianos. El autor de Países y razas es consciente de que la causa vasca exige tiempo para triunfar, y que por ello resulta necesaria una progresiva construcción nacional. Se trataba, en aquel momento, de apostar –como hace desde Cataluña la Lliga de Prat y Cambó– por el autonomismo, y no por el independentismo (p. 62). La “sabinolatría” de los aberrianos, que para Eleizalde no era más que una deformación del pensamiento incompleto –dada su prematura muerte– del fundador, constituía uno de los principales escollos para lograr mayores cotas de autonomismo.

El nacionalismo de Eleizalde, como nos explica una vez más Antxustegi, otorga una importancia primordial a la lengua vasca. Sin la restauración de la lengua, no es posible que surja una conciencia nacional, es decir, no es posible despertar la aletargada “alma nacional” del pueblo vasco, que, en el fondo, constituye un “agregado de elementos psicológicos, afectivos y morales, observable en todos los individuos de una raza” (p. 17). La reconstrucción de la comunidad nacional depende en gran medida de la restauración de la lengua. Para Eleizalde, la lengua es “la verdadera y genuina tradición nacional”, y “la más exacta representación del carácter y de la civilización nacionales”. Su léxico “nos da preciosas indicaciones sobre la mentalidad, la moralidad, la suma de conocimientos y las etapas de la evolución del pueblo” (p. 19). Según nuestro nacionalista, “desde el punto de vista moral, un pueblo que pierde su idioma está fatalmente condenado a degradarse por el contacto del utilitarismo y del materialismo de la sociedad industrial” (p. 16). De esta critica a la materialista sociedad industrial parece deducirse que el nacionalismo de Eleizalde es menos moderno que el de la Lliga, cuyo catalanismo se halla íntimamente unido a Barcelona y al rechazo de ese ruralismo católico defendido por los reaccionarios Mañé y Flaquer y Torras y Bages.

La decadencia del euskera es sobre todo responsabilidad, según Eleizalde, de las clases superiores, las cuales ignoraron en el pasado su idioma materno, hasta el punto de que durante un tiempo se estimó que la lengua vasca sólo era cultivada por la clase inferior. Como buen nacionalista conservador, Eleizalde también confía en las mismas “clases distinguidas” para que inicien la “revasquización del País euzkaldun” (p. 20). Esta construcción del nacionalismo desde arriba es coherente con su insistencia en la necesidad de una literatura escrita y de una burocrática Academia de la Lengua, la cual debe unificar la diversidad propia de un idioma que hasta entonces coincidía básicamente con la lengua oral del pueblo. Todo ello pone de manifiesto que el nacionalismo, a diferencia del federalismo, siempre ve en la variedad un obstáculo que es preciso superar para crear la homogénea comunidad nacional. De ahí la función fundamental que se atribuye a la escuela euzkérica, especialmente a la primaria y secundaria. El mismo Eleizalde es autor de manuales en vasco, en concreto de un manual de Aritmética y de un Silabario. Asimismo opina que se debería disponer de una universidad nacional, mas es consciente de las querellas que se plantearán entre las cuatro capitales vascas sobre cuál de ellas debe tener la sede. La mejor fórmula para eludir este problema consiste, a juicio de nuestro nacionalista, en distribuir las facultades o escuelas entre las distintas localidades.

El nacionalismo conservador de Eleizalde se sustenta sobre tres pilares: Dios y leyes viejas (Jaungoikua eta Lege zarrak), religión y fueros, y la defensa de la lengua. Es un nacionalismo que desprecia los intereses materiales, pero que, como el de Fichte –nombre invocado con razón por Antxustegi en varias ocasiones, está unido a la idea ilustrada de progreso, como podemos apreciar en este significativo fragmento de Países y razas: “el nacionalismo no es una cuestión de tarifas, ni de aduanas, ni de privilegios, ni de exenciones. El nacionalismo aspira a que cada grupo nacional, cada nación, viva su propia vida y desarrolle sus modalidades peculiares, para que el progreso de la humanidad resulte del progreso armónico de todos sus grupos nacionales” (p. 193). En Eleizalde encontramos, por un lado, las bases de la nación romántica y cerrada, esto es, de la comunidad que está unida a las tradiciones seculares y al rechazo de una emigración española que forzosamente ha de introducir un elemento extraño en la homogénea nacionalidad vasca: “para que vayamos realizando ese ideal nacional, aún sin Estado propio, [...] es preciso que aumentemos la población vasca cortando la emigración, repoblando, con un racional sistema agrario, las casi desiertas comarcas de nuestro país” (p. 56). Mas, por otro lado, no faltan en su obra algunas de las bases ilustradas de la nación, aquellas que conducen a un progreso armónico y en paz de todas las naciones. Esta mezcla romántica e ilustrada quizá sea uno de los rasgos más peculiares del nacionalismo de Eleizalde, y, en cierto modo, explica la razón de ser de Países y razas, subtitulado “las aspiraciones nacionalistas en diversos pueblos”. Pues este libro también puede ser leído, como nos recuerda el editor, en el contexto de oposición al grupo radical o integrista, el aberriano, que quería separar completamente la nacionalidad vasca de las demás. Y es que, para Eleizalde, el progreso armónico de las naciones no sería posible si todas ellas no tuvieran parecidos problemas. De ahí que las soluciones adoptadas en otras partes con el objeto de restaurar nacionalidades en peligro sean muy útiles para el despertar de la nacionalidad vasca: “en las aludidas nacionalidades se han realizado y se realizan actualmente labores en todo análogas a las que el vasco debe emprender y proseguir [...] si realmente desea que su antiquísima nacionalidad sea conservada” (pp. 75-6). El epígrafe general de la obra, “Arotzak doguz aoan; baña Euzkadi gogoan” (“Hablamos de extranjeros, pero en nuestra mente está Euzkadi”), no puede ser más explícito.

La mayor parte del libro está dedicado, reconoce el propio Eleizalde en la introducción, a las comunidades nacionales eslavas, por dos razones: por el “mayor desconocimiento que acerca de esas nacionalidades existe entre nosotros”; y porque “en el seno del mundo eslavo” “se puede observar todas las gradaciones y matices de la evolución, así cultural como política, de las nacionalidades”: desde una cultura muy adelantada como la de la nación polaca, hasta la que muy recientemente ha conseguido la reconquista de su idioma propio como es la croata. Son dignos de reseñar los capítulos dedicados a Polonia, en donde el catolicismo aparece como la principal fuerza del nacionalismo. A pesar de la prohibición de las “escuelas indígenas”, la iglesia polaca es la institución nacional que no tiene miedo de proseguir con la instrucción clandestina y que impide el triunfo del pangermanismo, de la “cultura exótica” alemana.

Aparte de las nacionalidades eslavas, el otro gran protagonista de este libro es la Irlanda celta. Como en el caso polaco, el clero irlandés ha asumido un papel muy destacado en la reconstrucción nacional, pues a él se debe en gran medida la recuperación de la lengua propia. “La lengua gaélica” –escribe Eleizalde– “es para los irlandeses el mejor medio de conservación de su fe religiosa, la mejor defensa contra el agnosticismo y el paganismo de los tiempos presentes” (p. 159). De esta manera, con la asociación de lengua y religión, el nacionalista invita al clero vasco a que asuma la tarea de reconstrucción nacional. Para acabar, haré referencia al capítulo que quizá más impacte al lector contemporáneo, el dedicado a los sinn feiners, a los que Eleizalde llama “fenianos” (pp. 173-8), “la fracción más avanzada de la tendencia revolucionaria del nacionalismo irlandés”, o, incluso, “los terroristas del nacionalismo”. Como buen católico, el nacionalista vasco sostiene que “el crimen es siempre crimen y jamás se justifica”. Pero a continuación añade que “los legistas y aun los moralistas admiten en ciertos casos los atenuantes” de la violencia terrorista, esto es, las situaciones de “opresión excesiva” o de “hipócrita opresión legalizada” en las que se desprecia sistemáticamente el “derecho natural”. El ambiguo discurso de Eleizalde se parece en estas páginas al ofrecido desde el siglo XIX por los reaccionarios españoles sobre la revolución. Según el autor de Países y razas, el terrorismo que sufren los ingleses como “un rayo caído del cielo sereno” es, ciertamente, un mal, un medio condenable, pero del que se deriva un bien: el castigo de los gobernantes ingleses que se oponen a la nacionalidad irlandesa. Pues “según todas las apariencias, quien abrió para Irlanda la tardía era de las concesiones y de las reformas fue el fenianismo”. “¡Buena enseñanza –concluye Eleizalde– para los gobernantes, tanto como mala para los gobernados!”. Tras leer este capítulo, uno no puede dejar de reconocer –parafraseando a Eleizalde– que hablamos del pasado, pero en nuestra cabeza está el presente.



 

[*] Esta reseña ha sido publicada en Espinosa, revista de Filosofía, n.º 7, 2007, pp. 229-232.

 

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