Sección digital Otras reseñas Abril de 2008

Ramiro de Maeztu: biografía intelectual del caballero de la Hispanidad[*]
A propósito de José Luis Villacañas Berlanga, Ramiro de Maeztu y el ideal de la burguesía en España

Espasa, 2000, 494 páginas.

Antonio Rivera García

 

Este libro de José Luis Villacañas, la obra de un filósofo y no la de un historiador, asume el reto de trazar el itinerario vital e intelectual de un hombre de la generación del 98, Ramiro de Maeztu, sin el cual no se podría comprender el pensamiento político del franquismo y de la derecha española de los últimos sesenta años. De algún modo en Maeztu y Ortega cifra el autor el origen de las dos más importantes fuerzas intelectuales del régimen de Franco: el Nacionalcatolicismo y la Falange. Sin duda, para Villacañas, el contradictorio y, a veces, confuso pensamiento del escritor vasco constituye el mejor observatorio para otear las bases teóricas del nacionalcatolicismo español.

Pero antes de sus conocidas apologías de la Hispanidad y del Espíritu, antes de que este caballero católico pierda todo el sentido de la realidad y luche por el regreso a una quimérica Edad de Oro, la de nuestro Imperio, el Maeztu más apegado a la realidad, el periodista, mostró ser uno de los españoles más lúcidos de su época. Villacañas ha señalado en su libro que la esfera de acción de Maeztu no era la estética, sino la ética. Lejos del arte por el arte del decisionismo fascista, este literato, influido por el Nietzsche ético, cultivó “un patriotismo ético, que confiaba en la sociedad, no en el Estado; en los deberes, no en los derechos” (p. 97). Sabía así que el gran problema de España consistía en “hacer de un populacho muerto y abúlico algo parecido a un pueblo moderno y activo” (p. 61). Para ello se precisaba acabar con la nefasta influencia de la Iglesia católica, la cual había asumido durante siglos el papel de director educativo y espiritual del pueblo español, y asimismo reducir las dimensiones y la burocracia de un Estado desmesurado que frenaba el desarrollo del capitalismo.

Hacia otra España es la obra de un escritor liberal que opone el recio individualismo del dinero al Estado dilapidador y a la Iglesia católica. Ciertamente, el capitalismo de Maeztu, como ha puesto de relieve Villacañas, le impidió caer en la tentación totalitaria del falangismo, la otra corriente intelectual que influyó sobre las elites franquistas. No olvidemos que, a pesar de los profundos cambios experimentados por este nuevo caballero de la fe, Maeztu siempre intentó reducir la importancia del Estado. Ahora bien, sus críticas iniciales a la Iglesia desaparecerán con el tiempo. Hasta el punto de que, tras su muerte, acabará siendo la guía intelectual de muchos miembros del Opus Dei.

Según Villacañas, una de las claves de la obra de Maeztu radica en que fue uno de los primeros españoles en leer seriamente a Max Weber. Por eso no debe extrañar que, para este escritor de la generación del 98, el gran reto consista, primero, en crear un ethos profesional y extender la confianza en el trabajo, y, segundo, generar una burguesía productiva y emprendedora, esto es, una elite económica, pero también política y cultural, en un país, España, dominado por el dogma católico. Inicialmente, Maeztu creía que esta misión, llevar la revolución burguesa al resto de nuestro país, debía ser obra de la periferia española, en particular del País Vasco y Cataluña. Más tarde, en El sentido reverencial del dinero, conjunto de artículos publicados cuando ya se ha convertido en un teórico de la dictadura conservadora y en un católico integrista, volverá, una vez más, a Weber con el objeto de buscar una nueva elite directora, compuesta por hombres profesionales y virtuosos (p. 264). Maeztu deseaba para España un burgués católico que, como el norteamericano, poseyera las virtudes urbanas y burguesas de “la capacidad, la laboriosidad y el carácter” (p. 274). Ahora bien, difícilmente se podía imitar la constitución social de los Estados Unidos, como deseaba Maeztu, si al mismo tiempo se prescindía de su democracia política (p. 278).

Mucho antes de esta involución, Maeztu estuvo muy cerca del pensamiento socialista. En aquel periodo inicial de su carrera consideraba que la España pre-capitalista de comienzos del siglo XX no podía modernizarse ni industrializarse sin el apoyo del movimiento obrero. Aunque durante algún tiempo sintonizó con las ideas socialistas, sobre todo con la corriente fabiana, siempre criticó duramente a los anarquistas. A su juicio, la clave para entender la pujanza del anarquismo español se hallaba en la religión católica. “En el fondo –escribe Villacañas, la tesis de Maeztu era la siguiente: el anarquismo no era sino el fiel reflejo del catolicismo español y de su historia doctrinaria. Su dogmática era tanto respuesta como continuación de la vieja dogmática. Su pereza intelectual no era sino el efecto de la vieja apatía que el catolicismo había inyectado en el alma hispana” (p. 92).

En los artículos de 1910, todavía antes de la conversión católica, Maeztu defiende la alianza de liberales y socialistas. Ahora bien, mientras la idea liberal debía tener un carácter hegemónico porque había de señalar los fines, la idea socialista debía conformarse con indicar “el camino y los medios” (p. 140). Villacañas, uno de los más reconocidos especialistas en la filosofía de Kant, añade que Maeztu hace uso de la terminología del filósofo de Königsberg para explicar esta síntesis. El siguiente fragmento de nuestro hombre del 98 no deja la menor duda: “Un socialismo que no sea liberal, es decir, que no deduzca sus ideales de igualdad y de fraternidad del ideal de libertad, como los liberales los deducimos por juicio sintético a priori, sino que reconcilie sus postulados de Igualdad y Fraternidad con el de obediencia pasiva, no es el socialismo del que estamos hablando” (cit. en pp. 140-141).

Éste es el Maeztu, el lector de Kant y Weber, más próximo a José Luis Villacañas. Así, en el intenso debate político entre Maeztu y Ortega, muy presente a lo largo de las páginas de este libro, casi siempre da la razón al primero. Sólo a partir de 1914, cuando el escritor vasco comienza a buscar la solución de los problemas presentes en el pasado, en el gremialismo u organicismo medieval, se vuelve extraño para un lector contemporáneo de convicciones democráticas y liberales. Maeztu propone en esta época un nuevo sistema político, en donde se “funden los principios abstractos del derecho político de la Edad Moderna, con las realidades sociales de los gremios, que reconocía mejor que nosotros la Edad Media. Y precisamente por el reconocimiento de la distinción entre el principio democrático y el profesional nos dirigimos hacia una síntesis suprema de la Razón y de la Historia” (cit. en p. 158). El gran texto de este período organicista, ya anticipado por algunos artículos publicados en los años anteriores como el decisivo Los principios gremiales: limitación y jerarquía de 1915, es sin la menor duda Authority, Liberty and Function de 1916 –el año de su conversión al catolicismo–, más conocido entre nosotros por su título en español, La crisis del humanismo. El capítulo IV del libro de Villacañas, con el magnífico título de El caballero encuentra su Edad Media: “La crisis del humanismo”, está dedicado íntegramente a esta obra que marca el inicio de la etapa católica y organicista de Ramiro de Maeztu.

Este organicismo o funcionalismo aparece básicamente como una reacción contra Rousseau y, en general, contra toda esa política moderna centrada en los conceptos de voluntad y derecho subjetivo. Desde este punto de vista, la modernidad, vinculada estrechamente a la Reforma protestante, se caracteriza por imponer conceptos jurídico-políticos que giran en torno a la voluntad, ya sea general o del pueblo si se trata de una democracia liberal o republicana, ya sea del príncipe o del representante soberano si se trata de una teoría absolutista. De este modo, a las interpretaciones subjetivas del origen del Estado, a la idea de un pacto individual cuyo contenido resulta contingente, Maeztu opondrá la necesidad y objetividad de la meta perseguida en común: “esta meta objetiva –escribe Villacañas siguiendo al autor La crisis del humanismo– es más relevante que la voluntad que cada uno de los asociados pone en perseguirla, voluntad que, en último caso, es un suceso psíquico. «Son las cosas las que unen a los hombres. Y esta es la causa de que frente a las voluntades dominadoras sea posible aún la democracia» (CH, 110)” (p. 182). Por tanto, con este libro Maeztu deja de ser moderno, aunque todavía no se ha despedido definitivamente del ideal democrático.

Asimismo, su objetivismo funcional le obliga a rechazar los derechos subjetivos e inalienables del liberalismo, y a postular derechos objetivos vinculados a la función social de cada uno. Lo importante es que esta nueva idea “implica una transferencia de la fuente del derecho desde el Estado hacia la sociedad [...]. El derecho objetivo sólo puede concederlo aquella instancia respecto a la cual se va a prestar un servicio. Si el derecho se entrega sólo para cumplir con una función, entonces es la sociedad la que debe conceder los derechos” (p. 192). Por lo demás, José Luis Villacañas señala que este organicismo español no se inspira en la moderna ciencia biológica o en las teorías evolutivas, sino el organicismo medieval. Según el alemán Otto von Gierke, el organicismo es una teoría que hunde sus raíces en la imitación de la unidad o armonía divina, ya que la sociedad toma al organismo universal creado por Dios como prototipo de los principios supremos que han de regir la constitución de grupos humanos.

Villacañas reconoce que, si bien lo mejor de La crisis del humanismo se halla en la crítica de los déficit de la subjetividad moderna, en la denuncia del narcisismo moderno, Maeztu se equivoca en propugnar una ingenua vuelta a la Edad Media. En cualquier caso, este resto de lucidez contrasta con la pérdida de independencia y de capacidad analítica que sufre Maeztu a partir de su etapa de escudero del dictador Primo de Rivera. Desde 1927, el escritor toma partido por un organicismo antidemocrático y por la Contrarrevolución. Todavía en 1923 Maeztu defendía la democracia, la cual, a pesar de sus limitaciones, se identificaba con la manifestación de la voluntad nacional, y propugnaba organizar la vida política alrededor de dos grandes partidos, uno de izquierdas y otro de derechas. En esta parte del libro de Villacañas, nuestro atípico demócrata se muestra muy superior al Ortega más elitista, a uno de los padres espirituales de José Antonio, al filósofo que, además de despreciar al pueblo, “quiere hacer sufrir pedagógicamente en las carnes del pueblo su indisciplina”. Sin embargo, a partir de 1927, Maeztu, arrastrado por los vientos de la historia, por la aceleración moderna, ya no es capaz de tomar con respecto a los acontecimientos históricos la distancia necesaria que requiere un análisis mesurado. En este contexto de crisis, defiende vigorosamente la dictadura y olvida el papel positivo que, anteriormente, había atribuido a la actitud crítica de la oposición. Ya no comprende que la teoría resulta incapaz de determinar la compleja realidad de la práctica política.

En concreto, el error de Maeztu consistió, a juicio de Villacañas, en pensar que la dictadura de Primo no sólo “era un punto de consenso y de pacto capaz de moderar los partidos radicales en lucha” (p. 241), sino también la forma política idónea para “configurar un centro político”, “situarse más allá de la dinámica de izquierdas y de derechas”, y “sustituir a la Iglesia y al Ejército como poderes espirituales y materiales capaces de sostener al gobierno” (p. 249). Sin embargo, la dictadura, como hubo de reconocer tras su caída, tan sólo supuso el triunfo de una de las partes en liza. Sorprendentemente, el centro buscado por Maeztu debía cumplir en España la función desempeñada por el movimiento fascista en Italia. Mas cuando pronunciaba esta tesis, las posiciones ideológicas del literato ya habían derivado hacia la extrema derecha. Por desgracia, al fundador de Acción española jamás se le ocurrió “seguir buscando, en el nuevo régimen republicano, y sobre bases democráticas, ese centro político” (p. 251). Ahora, España, al igual que fue antaño el último bastión en la lucha contra la Reforma, debía convertirse en el último muro contra la revolución.

Toda la teoría contrarrevolucionaria de Maeztu constituye una confusa mezcla de modernidad y tradicionalismo. En realidad, sus fines y valores eran tradicionales (el catolicismo de la Contrarreforma, la Hispanidad, el Imperio, la monarquía orgánica, etc.), pero los medios, la violencia fascista, tenían un carácter plenamente moderno. Desde Balmes, tan comprensivo con el carlismo, estaba muy clara esa unión entre la Contrarrevolución, o la necesidad de acudir a las modernas fórmulas autoritarias, y los principios católicos de la Contrarreforma. En una fecha temprana, en 1924, el fundador de Acción Española ya sabía que ante la revolución y el fracaso de la vía política, no quedaba más remedio que la contrarrevolución, esto es, la movilización violenta del fascismo. Ciertamente, como señala Villacañas en el capítulo VII, la situación se hacía confusa, pues el grupo de Maeztu defendía una monarquía tradicional de derecho divino, pero sostenida a su vez por un partido único de corte autoritario y vencedor en la batalla contra la revolución. Mayor confusión si cabe podía apreciarse en el periódico hermano de Acción Española, La Época, cuando uno de sus editorialistas escribía que “la Contrarrevolución es una doctrina, un sistema de ideas y no un procedimiento, ni una táctica […]. La Revolución, en frase de León XIII, es el derecho nuevo. La Contrarrevolución, el derecho cristiano, producto de la cultura católica”.

El Maeztu de este período solía incurrir en la falacia lógica de la petitio principii: los hechos históricos estaban siempre de acuerdo con sus principios y convicciones porque los primeros se fabricaban y falsificaban de acuerdo con sus teorías. Toda su filosofía de la historia de la revolución inminente y de la Hispanidad estaba llena de este defecto. En cierta forma, Villacañas apunta esta idea cuando escribe que “la pérdida de capacidad analítica hace de él un diletante, obsesionado con su causa, y ya sin posibilidad de reconocer la realidad. De ella sólo le interesa, como a los paranoicos, aquello que refuerza su lógica, que fortalece su obsesión, que le da la razón” (p. 235). Maeztu cada vez más se parecía a ese caballero de la fe que es Don Quijote.

José Luis Villacañas, aparte de ofrecernos uno de los mejores libros que, sobre pensamiento político español, se han escrito en los últimos años, también demuestra ser un excelente crítico literario en los pasajes donde analiza la obra de Maeztu Don Quijote, don Juan y La Celestina. Ensayos en simpatía. Particularmente brillantes son las páginas donde explica que, para Maeztu, el Don Juan de Zorrilla pone en escena la lucha entre el poder mundano (Don Juan) y el poder celestial (Doña Inés), entre el naturalismo y el espiritualismo eclesiástico. La victoria final pertenece a Doña Inés, a la mujer que, de forma similar a la Iglesia católica, siempre capaz de perdonar en nombre de Dios a quienes no lo merecen, consigue la salvación del burlador de Sevilla. De nada sirve el poder de Don Juan o la ciencia –la magia– de Celestina frente a los valores católicos encarnados por la virgen del drama de Zorrilla.

Catolicismo es también la esencia del mito de la Hispanidad. Durante sus últimos años, los dedicados a forjar los mitos del nacionalcatolicismo, Maeztu vuelve a recuperar a Menéndez Pelayo y atribuye, como el sabio santanderino, el origen de los males de nuestro país a la herejía administrativa de los Borbones. La España de los Austrias aparece así como el ideal perdido. Los espíritus alertas –escribe en Defensa de la Hispanidad– han de volver los ojos hacia la España del siglo XVI, hacia una nación que, dominada por el iusnaturalismo de dominicos y jesuitas, aún creía en la verdad objetiva y en la verdad moral. En cambio, los siglos XVIII y XIX, entenderán el derecho “como el mandato de la voluntad más fuerte o de la mayoría de las voluntades, y no como el dictado de la razón ordenada al bien común”. “Ello –añade Maeztu– ha conducido al mundo adonde tenía que llevarle: a la guerra de todos contra todos”. Sin embargo, como insiste Villacañas, el defensor de la Hispanidad colaboró tanto como la izquierda más revolucionaria en la deslegitimación de la República y en el estallido de la guerra.

Ramiro de Maeztu y el ideal de la burguesía en España se cierra con un capítulo dedicado a la “fortuna del caballero en el régimen del General Franco”, en donde se muestra las vinculaciones del Opus Dei, y, especialmente, de Calvo Serer, con el pensamiento del fundador de Acción Española, así como las disputas intelectuales entre el mismo Serer y Laín Entralgo, probablemente los máximos representantes de las dos más importantes tradiciones intelectuales del franquismo. A pesar de que murió fusilado en 1936, al comenzar la guerra civil, Villacañas proyecta la sombra de Maeztu sobre todo el franquismo e, incluso, aunque apenas fuera mencionado su nombre, sobre la transición. De ahí que la aventura del caballero de la Hispanidad sea, como se adivina en las últimas páginas de este libro, la aventura de nuestro siglo XX.



 

[*] Esta reseña fue publicada en la revista Analecta Malacitana, XXIV, 2 (2001), pp. 603-607.

 

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