Sección digital Otras reseñas Abril de 2008

Agamben sobre la biopolítica moderna
A propósito de Giorgio Agamben, Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida; y Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo. Homo sacer III (A)

Respectivamente: Trad. Antonio Gimeno, Pre-Textos, Valencia, 1998 (HS), 268 pp.;
y trad. Antonio Gimeno, Pre-Textos, Valencia, 2000, 188 pp

Alfonso Galindo Hervás

 

La politización y exclusión de la dulce e inocente ‘vida natural’ (HS, p. 21), aunque esencial a la política, adquiere a partir de la Modernidad una radicalidad inusitada. Desde tal horizonte biopolítico debe interpretarse tanto la figura del campo de concentración como la vida en las modernas democracias occidentales. En ambos, la vida entra a formar parte de la política sólo a través de su exclusión y sacrificabilidad. Será preciso, en consecuencia, postular una política más allá de la imposición del bando soberano sobre la vida; una política no estatal; una política contra el Estado.

Ésta es la tesis central de Homo sacer, que incluye una argumentada exposición de las claves teóricas desde las que el autor las desarrolla: la asunción y superación del diagnóstico biopolítico foucaultiano, el uso de la definición schmittiana de soberanía, el elogio de la Ereignis heideggeriana y de las tesis benjaminianas sobre derecho y violencia, o la crítica a la noción batailleana de sacrificio. Lo que queda de Auschwitz prolonga, mediante un análisis de los testimonios de los supervivientes, la tesis del campo de concentración como ‘espacio biopolítico absoluto’, estructuralmente análogo a la vida en las modernas ciudades. Y esto es lo que justifica nuestra pretensión de examinarlos conjuntamente.

En estas páginas expondré las tesis básicas de HS ilustrándolas con las aportaciones que nos ofrece A y relacionándolas con las de los autores que conforman su marco conceptual de referencia. Agamben ofrece un interesante esquema para interpretar unitariamente diversos fenómenos socio-políticos. Nuestro objetivo es una presentación del mismo que avale un diagnóstico de impoliticidad para el autor italiano.


1. El diagnóstico biopolítico. Para Agamben, la esencia de la política moderna se revela al comprenderla desde su voluntad de reducir la vida humana a mera vida abandonada y necesitada de ser formada por la política (HS, pp. 9-23) que, en consecuencia, la hará objeto de sus estrategias: “...la producción de un cuerpo biopolítico es la aportación original del poder soberano” (HS, p. 16). Totalitarismo y sociedad de masas sólo serán diferenciados por su forma de resolver el mismo problema: cómo ‘politizar’ la zoé. La tesis es afín a los diagnósticos foucaultianos desarrollados en La voluntad de saber [1] y a los de Benjamin a propósito de la indistinción entre vida y ordenamiento jurídico [2] . Al hacer de la vida objeto de cálculo, el Estado moderno mostraría el vínculo entre poder y nuda vida.

El autor se pregunta entonces porqué la política occidental descansa en la exclusión (y, en esta medida, implicación) de la nuda vida: “¿cuál es la relación entre política y vida, si ésta se presenta como aquello que debe ser incluido por medio de una exclusión?” (HS, p. 16). Dicha exclusión-conservación de la nuda vida que exige la entrada en la polis es para él análoga a la de la phôné que exige la ‘entrada’ en el lógos, de ahí que la considere como el momento de discriminación del paso naturaleza-cultura. Por ello es la ‘tarea metafísica por excelencia’, propia de nuestra tradición, que continúa la Modernidad.

La originalidad de Agamben es, en este punto, doble: supera un déficit de Foucault al poner en relación sus análisis sobre el poder en el paso de la soberanía tradicional a la moderna con los dedicados por Arendt al totalitarismo. Por otro lado, lo trasciende ‘benjaminianamente’ al considerar que lo característico de la política moderna, más allá del esencial abandono de la vida que exige la entrada en la polis, es que la nuda vida más que ser incluida se confunde ahora con lo jurídico, resultando ya indiferenciables bíos y zoé, derecho y hecho.


2. La paradoja de la soberanía. El diagnóstico biopolítico agambeniano halla en la definición schmittiana de soberanía una magnífica apoyatura de cara a su crítica impolítica de la forma estatal. Y ello por un doble motivo: la definición de soberanía como decisión sobre el estado de excepción apunta al lugar en el que la política y el derecho se confunden con la vida. En otro sentido, sus vínculos con las visiones acerca del origen violento e infundado de todo ordenamiento jurídico explican que, anclado en las tesis más impolíticas de Zur Kritik der Gewalt, acuda a quien mejor ha expuesto el origen del Estado a partir de la decisión excepcional [3] .

“La paradoja de la soberanía se enuncia así: ‘El soberano está, al mismo tiempo, fuera y dentro del ordenamiento jurídico’” (HS, p. 27), ya que éste le reconoce el poder de suspender la ley (situándose, pues, fuera de ésta), para decir que no hay un afuera de la ley. La estructura de la soberanía es la de la excepción, que ostenta el elemento jurídico de la decisión sobre la implicación de la vida en el derecho. Lo decisivo para Agamben es que la excepción no es sino una especie de la exclusión (HS, p. 30). En la relación de excepción se incluye algo al excluirlo: un caso individual se excluye de la norma sin perder la relación con ella: con relación en la forma de la suspensión. “La norma se aplica a la excepción desaplicándose, retirándose de ella” (HS, p. 30). Mediante tal excepción soberana se crea el espacio de vigencia del orden jurídico: “sólo porque la validez del derecho positivo queda suspendida en el estado de excepción, puede éste definir el caso normal como el ámbito de la propia validez” (HS, p. 30).

Para Agamben, esta excepción soberana es la estructura político-jurídica originaria. La vida es implicada en el derecho sólo en la excepción, y “el derecho no tiene otra vida que la consigue integrar dentro de sí a través de la exclusión inclusiva de la exceptio” (HS, p. 42). Soberanía es, entonces, el umbral en el que la vida está dentro y fuera de la ley (excepción). La decisión soberana renueva ese umbral. Será una tesis de Agamben que el estado de excepción ocupa cada vez más el primer plano en nuestro tiempo y tiende a convertirse en la regla (HS, p. 54). Es lo que le permitirá considerar nuestro mundo como un gigantesco campo de concentración (HS, p. 223), y a todos sus habitantes como homines sacri.

3. La vida sagrada del homo sacer. La vida del sacer es nuda vida aislada de lo humano (HS, p. 130), vida “a quien cualquiera puede dar muerte pero que es a la vez insacrificable” (HS, p. 18), vida abandonada por la ley (“la relación originaria de la ley con la vida no es la aplicación, sino el Abandono. La potencia insuperable del nomos, su originaria ‘fuerza de ley’, es que mantiene a la vida en su bando abandonándola”; HS, p. 44). En A, nos la concreta en la vida del ‘musulmán’ de los campos de concentración, el auténticamente abandonado por todos (A, p. 56).


Pero esta vida constituye el fundamento de la soberanía y el Estado modernos [4] . Es la vida del homo homini lupus hobbesiano que cede su derecho natural. Que Agamben la denomine vida sacer se explica por sus vinculaciones con Benjamin. Considera que el dogma hipócrita de la sacralidad de la vida no elimina el aludido bando sobre la misma. Una figura del derecho romano arcaico que vincula sacralidad y vida humana [5] , y que parece encerrar una contradicción por declarar la sacralidad de una persona y la impunidad de matarla a la vez que prohíbe su muerte ritual, le permite considerar la sacralidad -contra Bataille- como un concepto-límite autónomo, inexplicable desde el ius divinum o el ius humanum sino más bien iluminador de sus límites. Lo que define al sacer es la doble exclusión y violencia a que está expuesto, coincidente con la esfera de decisión soberana: “el homo sacer ofrece la figura originaria de la vida apresada en el bando soberano y conserva así la memoria de la exclusión originaria a través de la cual se ha constituido la dimensión política (...). Soberana es la esfera en que se puede matar sin cometer homicidio y sin celebrar un sacrificio; y sagrada, es decir, expuesta a que se le dé muerte, pero insacrificable, es la vida que ha quedado prendida en esta esfera” (HS, p. 108). Según Agamben, es “como si la vida sólo pudiera entrar en la ciudad bajo la doble excepción de poder recibir la muerte impunemente y de ser insacrificable” (HS, p. 117).

4. El campo de concentración. Agamben titula la tercera parte de HSEl campo de concentración como paradigma biopolítico de lo moderno’. Su tesis central es que la política convertida en biopolítica legitima y exige una política de dominio total de la nuda vida (HS, p. 217). Ésta halla su cima en el campo de concentración, lugar de máxima producción de nuda vida abandonada.


El campo es considerado matriz oculta del actual espacio político, en el que la excepción soberana de la vida natural se ha convertido en la regla y todo ciudadano es sacer (HS, íd.): “el campo de concentración es el espacio que se abre cuando el estado de excepción empieza a convertirse en regla” (HS, p. 215), y hay campo cada vez que esto ocurre. No obstante, en Lo que queda de Auschwitz, Agamben considera que sigue siendo un enigma su significado ético-político, ensombrecido por el proceso de Nuremberg. Hay en el campo algo que no puede ser testimoniado, ya que los supervivientes testimonian de lo que sólo ha vivido quien ha llegado a la condición de musulmán, nombre de lo intestimoniable (A, p. 41). Privado de la dignidad de la muerte y de la vida, el musulmán es el no hombre que se presenta como hombre, lo humano indisociable de lo inhumano. Y los supervivientes que testimonian por él, muestran por ello que es lo no humano lo que testimonia sobre el hombre, en un movimiento de desubjetivación y subjetivación análogo al acto de habla (cf. A, p. 127) y a la posesión del lenguaje por parte del viviente.

Desde la descripción de Auschwitz y el musulmán, Agamben resitua el lugar de lo humano: “el hombre es el no-hombre; verdaderamente humano es aquél cuya humanidad ha sido íntegramente destruida” (A, p. 140). Esto significa que “el hombre tiene lugar en la fractura entre el viviente y el hablante, entre lo no-humano y lo humano. O dicho de otra forma: el hombre tiene lugar en el no-lugar del hombre, en la frustrada articulación entre el viviente y el logos. El hombre es el ser que se falta a sí mismo y consiste sólo en este faltarse y en la errancia que con ello se abre” (A, p. 141).

5. Una política libre del bando soberano: la comunidad que viene. Si la relación política originaria es el bando soberano, que produce la nuda vida, y no el pacto o un tipo de pertenencia, se entiende que Agamben proponga pensar una política libre del bando soberano y su excepción. Esto pasa por una heideggeriana instalación en la facticidad de la vida que revela su carácter de ilimitada apertura y potencialidad: “¿tiene ésta verdaderamente necesidad de ser politizada o bien lo político está ya contenido en ella como su núcleo más precioso?” (HS, p. 21). La política adecuada a ello es una que permanezca potencia absoluta. El autor la concreta como política ‘no estatal’, la de una comunidad cuyo esbozo se nos sugiere en un texto anterior, La comunidad que viene [6] (CQV).


Que la crítica de la teología política en su acepción hobbesiana, es decir, como valoración teológica de lo político, conduzca a Agamben a pensar una política más allá de la forma estatal, permite situarlo en la tradición impolítica que afirma la quiebra de la relación entre derecho y justicia. En ella estarían Nietzsche, Broch, Barth, Canetti, Weil, Benjamin, Blanchot o Derrida, entre muchos otros. En el autor italiano se hace explícita desde el inicio de Lo que queda de Auschwitz, donde denuncia la confusión entre ética y derecho: “el derecho no tiende en última instancia al establecimiento de la justicia. Tampoco al de la verdad. Tiende exclusivamente a la celebración del juicio, con independencia de la verdad o de la justicia” (A, p. 16). En el mismo sentido, en HS hay constantes referencias al Benjamin más impolítico a propósito de las relaciones entre violencia y derecho: “el hecho de haber expuesto sin reservas el nexo irreductible que une violencia y derecho hace de la Crítica benjaminiana la premisa necesaria, y todavía hoy no superada, de cualquier indagación sobre la soberanía” (HS, p. 84).

Pero es la crítica a Bataille lo que nos permite adentrarnos brevemente en la superación agambeniana de la forma estatal así como en la consiguiente postulación de una comunidad de contornos impolíticos. En la demonización agambeniana del sacrificio no será difícil intuir una lógica análoga a la que anima la crítica benjaminiana del mito legitimador de la culpabilidad de la vida natural [7] .

Según Agamben, Bataille no llegó a reconocer el carácter biopolítico que posee la nuda vida, remitiendo la experiencia de la misma a la esfera del sacrificio. Esto, como también ha destacado Roberto Esposito [8] , prolonga el bando soberano. Si la superación de la narcisista inmunización al miedo al contacto, tal como se da en la política moderna, sólo es posible mediante el sacrificio, se reproduce el bando. Aunque Bataille matizara el carácter anti-dialéctico de dicho sacrificio, también con él se recupera una identidad, aunque sea la de la nada. Bataille no llega a descubrir en la vida lo insacrificable mismo. Y sólo un pensamiento que lo haga supera realmente a Hobbes.


Agamben busca tal superación. Su propósito es postular una política libre de bando, y esto exige pensar una política más allá de la idea de vínculo. Y hace residir su posibilidad en extremar el primado ontológico de la potencia sobre el acto, en pensar la potencia sin ninguna relación con el ser en acto (HS, p. 66). Como afirma en La comunidad que viene, una política que no sea biopolítica sólo será posible haciendo de la facticidad de la nuda vida ‘forma de vida’, haciendo del propio ser que se es vacío permanentemente disponible (CQV, p. 71). Y ello porque una política que escape de lo biopolítico debe enraizarse en la dimensión de apertura o posibilidad que encierra la facticidad. El autor ilustra la propuesta vinculándose al último Heidegger por haber pensado a la vez el fin del Estado y de la historia mediante la idea de apropiación última del ser mismo (Ereignis), así como por pensar el ser sin referencia al ente (HS, p. 82). En el mismo sentido, las referencias a la soberanía del voyou désoeuvré kojèviano o la batailleana del instante apuntan a los contornos de las futuras singularidades cualsea [9] .

La comunidad que forman dichas singularidades es definida en La comunidad que viene como ‘solaz’. La nota de irrepresentabilidad, como en el caso de la batailleana comunidad de la muerte, le otorga un marcado perfil impolítico. Junto a ello, la capacidad de sustitución: cada ser es en-el-lugar-del-otro, y ello permite la apertura de un espacio de hospitalidad que se define como “lugar del amor” (CQV, p. 21). En CQV se describe este rasgo de la singularidad ya perfecta en su cualquieridad: puede amar, verdadera y única actitud ética, ya que ella implica un querer que prescinde absolutamente de las propiedades que posea su objeto (CQV, p. 10). El espacio generado al asumir el propio carácter potencial sirve de morada a otro singular.

Pese a que puede situarse en el mismo contexto, Agamben se distancia del diseño comunitarista batailleano [10] y blanchotiano [11] (CQV, p. 54). Comparte con ellos el elogio de la soberanía de la inacción, que el autor italiano entiende como una genérica existencia en la potencia, la irrepresentabilidad y la incompatibilidad con la forma estatal (CQV, p. 52). Las singularidades cualsea ‘hacen’ comunidad sin condiciones de pertenencia representables, sin reivindicar una identidad (CQV, p. 14). Pero Agamben incluye una referencia positiva que define la comunidad: ‘Humanidad’ (CQV, p. 54). Se trata de una identidad irrepresentable, un sujeto previo y potencial que el Estado parcela violentamente pero que, en ocasiones, se manifiesta espontáneamente [12] .


6. Conclusiones. El pensamiento impolítico puede caracterizarse a partir de tres rasgos: la crítica a la acción y al sujeto, la crítica a la representación (tras la que se esconde la denuncia de la violencia de cualquier ordenamiento jurídico así como la negación de toda valoración teológica o ética de las formas y procedimientos políticos -teología política en su acepción hobbesiana-) y la propuesta de una comunidad irrepresentable y cuestionante de la legitimidad de las ‘representadas’. Entre otros, han propuesto un pensamiento de estas características autores, en muchos aspectos distantes, como Barth, Benjamin, Weil, Broch, Bataille, Blanchot o Derrida.

El elogio agambeniano de la caracterización benjaminiana del derecho a partir de su origen y fundamento violentos, la alabanza de la inacción batailleana y la Ereignis heideggeriana, su uso de las tesis schmittianas sobre la soberanía -fácilmente interpretables en clave de arbitrario decisionismo-, el heideggeriano establecimiento de continuidad entre los hitos de la Modernidad y el fenómeno totalitario, la demonización de todo gesto político y de toda mediación, la antropología optimista subyacente -especialmente en las páginas de La comunidad que viene-, son todos ellos rasgos de un pensamiento que parece haber renunciado a toda voluntad de reforma política en aras de la llegada de una comunidad que, sin explicársenos cómo (pero esto es, obviamente, imposible), advendrá tras apropiarnos de todo el mal existente (CQV, p. 15).

El potente esquema interpretativo de Agamben no puede dejarnos indiferentes. De él debemos rescatar la virtud de cuestionar toda pretensión sublimadora de la acción política, poniendo entre paréntesis su radicalidad y su rechazo a vincularse a cualquier tipo de contexto social. Una crítica que es incapaz de hallar un germen de esperanza se mire donde se mire no puede dejar de parecernos excesivamente teológica en su benjaminiana denuncia del mito. Y es que, aunque no todos son convenientes, los mitos son necesarios para vivir. Es por esto que la higiénica y saludable interrupción del mito -tanto el de la suficiencia del ‘yo’ como el de la completud de la comunidad o la acción- que el pensamiento impolítico propone no debe aplicarse a un tipo de crítica que, en ocasiones, parece conducir, desde el punto de vista de la concreción política, a formas de apolitia anarquista. La descripción agambeniana de la comunidad que viene, realizada a partir de su denuncia biopolítica, encaja con el nouménico reino de los fines o con la comunidad de electi de la Reforma [13] , pero no con una comunidad que quiera reconocerse en situaciones que pueda explicar a partir de las acciones emprendidas en base a convicciones. Sólo una comunidad tal puede sentirse responsable de su situación presente, juzgarla y articular medidas que incrementen el propio bienestar.



 

[1] M. FOUCAULT, Historia de la sexualidad. I. La voluntad de saber, Siglo XXI, Madrid, 1978.

[2] W. BENJAMIN, Para una crítica de la violencia, Taurus, Madrid, 1998.

[3] C. SCHMITT, Teología Política, trad. F. J. Conde, Struhart y Cía, Buenos Aires, 1985. Para Agamben, “el soberano es el punto de indiferencia entre violencia y derecho, el umbral en que la violencia se hace derecho y el derecho se hace violencia” (HS, p. 47). Hallamos  en Heller una crítica a Schmitt por acabar disolviendo la distinción entre normal y excepcional: cf. H. HELLER, La soberanía, FCE, México, 1995.

[4] “La sacralidad es, más bien, la forma originaria de la implicación de la nuda vida en el orden jurídico-político y el sintagma homo sacer designa algo como la relación ‘política originaria’, es decir, la vida en cuanto, en la exclusión inclusiva, actúa como referente de la decisión soberana. La vida sólo es sagrada en cuanto está integrada en la relación soberana” (HS, p. 111).

[5] “Hombre sagrado es, empero, aquél a quien el pueblo ha juzgado por un delito; no es lícito sacrificarle, pero quien le mate, no será condenado por homicidio (...). De aquí viene que se suela llamar sagrado a un hombre malo e impuro” (citado en HS p. 94).

[6]   Trad. J. L. Villacañas y C. La Rocca, Pre-Textos, Valencia, 1996.

[7] Cf. J. L. VILLACAÑAS/ROMÁN GARCÍA, Walter Benjamin y Carl Schmitt: Soberanía y Estado de excepción, en Daimon, 13, 1996.

[8] R. ESPOSITO, Communitas. Origine e destino della comunità, Einaudi, Torino, 1998, p. 147.

[9] La forma inherente a la potencia y a la posibilidad es el cualsea, la ‘cualquieridad’ (CQV, p. 26): “el ser que viene es el ser cualsea”. La priorización heideggeriana de la exterioridad de la existencia es evidente en la definición de la singularidad cualsea a partir de su ser tal cual es y no de la posesión de propiedad alguna (CQV, pp. 9s).

[10] G. BATAILLE, El Estado y el problema del fascismo, trad. Pilar Guillem, Pre-Textos, Valencia, 1993.

[11] M. BLANCHOT, La communauté inavouable, Les Éditions de Minuit, París, 1983 [trad. de Isidro Herrera: La comunidad inconfesable, Arena, Madrid, 1999].

[12] Es el caso de Tienanmen. Para Blanchot análoga ‘función’ cumplió Mayo del 68. Cf. J. GREGORIO, La voz de su misterio. Sobre filosofía y literatura en Maurice Blanchot, CETEP “S. Fulgencio”, Murcia, 1995, p. 110ss.

[13] Cf. ANTONIO RIVERA, Desconstrucción y teología política. Una mirada republicana sobre lo mesiánico, en Res Publica, 2, 1998, p. 219. Cf. también Republicanismo calvinista, Res Publica, Murcia, 1999.

 

ISSN 0327-7763  |  2010 Araucaria. Revista Iberoamericana de Filosofía, Política y Humanidades  |  Contactar