Araucaria. Revista Iberoamericana de Filosofía, Política y Humanidades | Sección digital
Sección digital Otras reseñas Abril de 2008
José Luis Villacañas, Los latidos de la ciudad. Una introducción a la filosofía y al mundo actual
Ariel, Barcelona, 2004, 277 págs.
Alfonso Galindo Hervás
Los latidos de la ciudad puede ser considerado, por los difíciles equilibrios que logra, un libro ambicioso. El propio autor no esconde los retos a los que pretende enfrentarse, pues ya el título del ensayo anuncia el primero: “Una introducción a la filosofía y al mundo actual”. Su mérito, como veremos, es haber logrado atender ambos frentes (filosofía y mundo actual) sin limitarse a yuxtaponer temas, sino mostrando la íntima afinidad (en cierto modo, la identidad) entre ambas empresas.
El otro reto es mencionado en el breve preámbulo: el valor pedagógico pretendido. Y es que se trata de un texto dirigido preferentemente a estudiantes y, muy especialmente, a quienes cursan estudios de bachillerato. En este sentido, no es un ensayo como los que habitualmente publica Villacañas, en los que las herramientas conceptuales y la prudencia científicas exigen al lector una mayor competencia filosófica. Se trata de un texto mucho más amable y fácil de leer, también mucho más franco y directo. Éstas son las líneas con las que se inicia: “La filosofía no es ni un asunto erudito, ni una enciclopedia de saberes antiguos. Es más bien una forma de reflexionar sobre los intereses de la vida cotidiana de una manera carente de prejuicios, abierta y persuasiva”. El éxito del autor ante este reto pasa por haber logrado sortear la banalización y los tópicos en los que suelen incurrir muchas de las obras divulgativas de filosofía. Por decirlo brevemente: es un libro que respeta la inteligencia del público al que se dirige. En este sentido, no es sólo un texto para acompañar el desarrollo de un curso de bachillerato, sino que constituye un sólido ensayo con el que cualquier lector puede adentrarse en una visión de la vida y el mundo humanos decididamente persuasiva.
Junto a los retos señalados, tres convicciones vertebran el desarrollo de Los latidos de la ciudad. La primera es la de los insuperables vínculos entre filosofía y ciudad, verdad y política. El mérito de Villacañas es haber sorteado los habituales unilateralismos en la comprensión de dicho vínculo. Así, ni concibe la filosofía como crítica radical de los fundamentos de nuestras sociedades y sus instituciones, ni tampoco hace de ella una mera ideología al servicio de aquéllos, ya sea para reforzarlos ya para condicionarlos. La filosofía es comprendida en este libro como índice de la sociedad en la que emerge, pero también como factor decisivo de la misma. De esta manera se evita el reduccionismo solipsista del quehacer filosófico, que queda esencialmente vinculado a la acción social.
El vínculo entre filosofía y mundo actual es pedagógicamente mostrado al dotar a esta introducción a la filosofía de la forma de un imaginario paseo por la ciudad. Tras un capítulo de carácter introductorio, en el que se ofrecen argumentos para superar la concepción de la filosofía como teoría desde la que deducir una praxis, y en el que se inscribe su especificidad en la acción social democrática (como índice y factor de un habitar la ciudad más consciente), el autor teje un relato que, sin llegar a alcanzar la textura de novela, adquiere un valor literario en virtud del itinerario que nos invita recorrer. La ciudad democrática, el gran bazar, la ciencia, eros, polis, los lugares de la belleza, las viejas y las nuevas iglesias o, por último, la casa, son los jalones de ese itinerario que Villacañas describe y analiza con argumentos procedentes de grandes tradiciones filosóficas, que no son habituales en este tipo de textos, pero en un lenguaje directo, comprometido y asequible.
La propia lista de “lugares” visitados por el autor torna innecesario explicitar la dependencia principal de sus argumentos. Que ésta pase por la tradición kantiana que perfeccionó Max Weber (en concreto, en su teoría de las esferas de acción y de sentido), constituye un suficiente aval de su pertinencia, así como un frente para la discusión. Igualmente, nos permite presentar la segunda convicción del autor de este ensayo. En efecto, premisa central de la conocida teoría weberiana es la pluralidad de las necesidades y los deseos humanos, así como su catalogación en diversos ámbitos y esferas que, a su vez, se visualizan y concretan en instituciones sociales. Dichos ámbitos, índice de la riqueza de lo humano, poseen una reglas, también unas élites. En el respeto a las primeras y en el control democrático de las segundas estriba, en gran medida, la consecución de una vida equilibrada, “pues en cada uno de estos ámbitos institucionales, las relaciones humanas son de una manera, están reguladas por unas reglas diferentes, suponen actitudes distintas y acaban exigiéndonos un juego distinto de deberes y derechos, un ethos peculiar” (p. 71). Es ésta la tesis desde la que Villacañas reflexiona sobre esos lugares de la ciudad.
Una ciudad que es presentada tomando como referencia Nueva York, pues ella es símbolo privilegiado de la capacidad de integración de gentes diversas que constituye lo específico de la urbe. La vida en la ciudad es despiadada e impersonal, pues lo que une a sus habitantes no es una homogeneidad cultural o afectiva, sino el servicio que puedan ofrecerse unos a otros. “Llamamos a esta relación humana basada en el trabajo profesional una sociedad civil” (p. 43). Lo decisivo es que una sociedad civil, regida por la competencia profesional, es una sociedad de iguales y una sociedad regida por la exigencia de responsabilidad profesional. De esta manera se explicitan los fundamentos normativos de esa unión tan aparentemente frágil, igualdad y ethos profesional, que consittuyen a la par la guía para respetar la especificidad de su funcionamiento. Ello muestra la atención a los retos a los que responde este ensayo, ya que el autor reclama el carácter filosófico de la pregunta por la conducta adecuada en el seno de las instituciones de la ciudad. Se trata de un interrogante habitualmente subestimado en los manuales de bachillerato, que siguen en su mayoría anclados en una visión de la filosofía como teoría desde la que deducir una praxis. En efecto, que nuestra vida está atravesada por instituciones, y que ello exige formular planteamientos éticos que tengan en cuenta tal circunstariedad, es algo en lo que no suele insistirse en el tratamiento escolar de las cuestiones éticas, aún deudoras de cierto platonismo desgajado de la acción social, que sólo aparece al modo de ejemplo de la teoría explicada. Muy al contrario, “casi todo en nuestra vida –dice el autor— está sometido a una estructura institucional” (p. 56), de ahí que la bondad no sea definible en términos privados, sino que implique el sometimiento a ciertas estructuras y reglas, que deben ser públicas y claras. Y, para evitar la tensión entre considerar imprescindibles o limitantes dichas reglas, Villacañas propone una atractiva etiología de las instituciones sociales a partir de los deseos y las necesidades humanas. De manera sencilla, el lector puede acceder a un esbozo de teoría social sostenido por una teoría de la acción y una antropología. La tesis antinaturalista, y republicana, pasa por defender que las instituciones producen la igualdad y la libertad que suponen, así como que es imprescindible un control de las mismas que evite su heterogeneidad (pp. 62ss.). El capítulo dedicado a la ciudad democrática termina con una coherente, aunque quizá algo optimista (dada la situación de millones de personas que jamás serán escuchadas ni podrán participar en una acción social íntegra), defensa de la acción pública: “no tenemos excusa. No podemos decir que, puesto que todo está organizado, nadie reclama nuestra participación. Que el mundo sea tolerable, y que se asiente en valores democráticos sólidos, depende de nuestra decisión a la hora de luchar para llegar a ser escuchados (...) Nunca estamos completamente indefensos ante los sistemas sociales” (p. 73).
El anclaje antropológico y normativo de las instituciones sociales es presentado de manera sencilla desde el inicio del capítulo dedicado a la economía: “economía es siempre, y ante todo, administración de los propios deseos respecto de aquellas cosas que se pueden vender y comprar” (p. 75). Es administración, pero administración de deseos. Que tal empresa haya acabado en la emergencia de complejísimos mercados, exige una clara conciencia tanto de la eficacia del mercado, como de su incapacidad para producir igualdad sin ciertas condiciones sociales y políticas. El análisis realista y las sugerencias equilibradas del autor acerca de fenómenos anejos al mercado, como la globalización o la publicidad (que analiza trascendiendo los habituales tópicos sobre su finalidad meramente consumista), termina con cierta salida clásica, típicamente republicana: el vínculo entre nuestra libertad y la prudencia, consquistable merced a la determinación de las propias necesidades desde el marco de un contexto temporal amplio o un proyecto integral, así como con el respeto a las reglas de la institución social. Villacañas lo expone de manera clara: “el mercado no puede solucionar mis problemas de autoestima, de seriedad profesioinal o de vida amorosa” (p. 95).
Si la prudencia es la guía para participar en este ámbito de acción, en el caso de la ciencia debe serlo el rebajamiento de su pretensión de sustituir a la religión. Ni el afán de omnipotencia, que el autor analiza recreando el mito de Fausto, ni la ingenua concepción del quehacer científico como algo des-interasdo, tienen cabida en un análisis que acerca al lector una comprensión de dicho quehacer en el seno de instituciones sociales y en tanto que producción de instituciones: “la ciencia, como el mercado o la empresa, atiende deseos y necesidades de la gente. Además, lo hace formando equipos de hombres que, en su institución, ejercen su propio trabajo profesional” (p. 126).
La sublimación y la falta de respeto a su especificidad son especialmente visibles en la esfera erótica, intensamente determinada por la estetización romántica. Desde entonces, eros se asocia a apariencia y seducción. Pero el autor reclama aquí igualmente un fundamento normativo en el respeto a la especificidad de este ámbito humano: “allí donde se han de relacionar seres humanos entre sí, como en la satisfacción del deseo sexual, la ética tarde o temprano ha de intervenir” (p. 145). Una presencia de la ética que alcanza de lleno a la política entendida desde la máxima del espíritu cívico “lo que a todos afecta a todos concierne”. El ensayo privilegia el ámbito de lo político. La razón es evidente si recordamos la primera convicción analizada. Desde la insistencia en los fundamentos morales de la política, el autor no evita referirse a aspectos concretos de la vida de las sociedades contemporáneas, deteniéndose en el caso español, y ofreciendo una reflexión acerca de los peligros del nacionalismo –“la política cívica que defiendo debe negar que el derecho de ciudadanía se contraiga por la sangre y sólo esté abierto a los hijos de los que ya son ciudadanos” (p. 180). Esta presencia de la política es evidente incluso cuando analiza los “lugares de la belleza”: “la existencia del Estado se realiza en el hecho del museo: ambos buscan la conservación y tienden a contrarrestar una vida que cambia demasiado rápidamente” (p. 196). Tampoco la estética puede ocultar sus vínculos políticos, de ahí la necesidad de una especial prudencia en las políticas de gasto público en este terreno. Villacañas no elude el espinoso asunto de las redes de influencias en el mercado del arte, denunciando igualmente la actitud fetichista hacia él. Mención aparte merece su reflexión sobre la afinidad entre literatura y ética, que hace accesible al lector enrevesados argumentos de la mejor tradición desconstructiva francesa. Por último, que dedique unas páginas al cine completa el uso que hace de este arte en sus reflexiones a lo largo de todo el ensayo.
El ensayo de Villacañas termina con dos capítulos especialmente reseñables. En ellos se atreve con dos cuestiones que ciertos lectores pueden contemplar con prejuicios. Su acercamiento conforma un discurso sencillo y filosóficamente sólido. Ni lo religioso debe identificarse con las religiones, ni éstas con la dominante en nuestra sociedad, que debe madurar en su separación de la sociedad civil. Pero lo religioso es imprescindible, pues es índice de la radical igualdad que define a los hombres cuando se los despoja de todo otro criterio, índice de una igualdad sólo visible en los momentos del nacer y del morir.
La otra cuestión abordada es la casa o, mejor, el retorno a ella. Que el autor la defina como el “lugar de las conversaciones” es el punto de partida para una reflexión sobre el insustituible papel de la familia en la socialización. También sobre el necesario equilibrio que debe haber entre lo profesional y lo familiar, y donde el autor no duda en calificar de incivilizada la sociedad que priva a sus miembros de espacio y tiempo para la vida familiar.
Con estas ideas concluye el itinerario por los weberianos lugares de la ciudad, también ellos urgidos de cierta mirada irónica que imposibilite su tratamiento como trascendentales de lo humano. Más allá de ello, lo decisivo, como hemos comprobado, es que todos los ámbitos e instituciones analizadas tienen en común sus fundamentos normativos, es decir, su carácter de índice y de factor de igualdad y libertad o, dicho de otra forma, el que sean concreciones de los ideales de igualdad y libertad que ellos mismos deben sostener. Ésta es la tercera convicción presente en este texto. Con ello, el ensayo de Villacañas no sólo muestra una riqueza filosófica inusual en libros análogos, sino también unas evidentes tomas de postura que forzosamente motivarán la reflexión del lector. De esta manera logra mostrar la imbricación entre filosofía y compromiso democrático, que son mediadas por la referencia permanente a la ciudad, protagonista destacada en Los latidos de la ciudad.