Araucaria. Revista Iberoamericana de Filosofía, Política y Humanidades | Sección digital
Sección digital Otras reseñas Abril de 2008
Villacañas Berlanga, José Luis: Kant y la época de las revoluciones
Madrid, Akal, 1997, 96 pp. [*]
Antonio Rivera García
En este denso ensayo sobre las mitologías producidas por la Revolución Francesa, Villacañas ha demostrado la íntima conexión entre mito y filosofía política. En la raíz del pensamiento sobre el mito se halla la escisión weberiana entre el científico y el político, entre la mirada teórica, indiferente, neutral e incapaz de impulsar la acción, por un lado, y la mirada práctica, mitologizante, interesada, entusiasmada y capaz de hallar motivos, valores o supuestos que orienten la praxis, por otro. Pero José Luis Villacañas enriquece la tesis weberiana con la Historik de Koselleck: el ser del hombre se constituye gracias a la estructura antropológica, práctica o cualitativa de la historia o, lo que es lo mismo, gracias a que los hombres pueden tener experiencias y expectativas. Ontología e historia resultan así indiscernibles porque nuestro ser depende de las creencias pasadas y de las predicciones futuras (prognosis). Este tiempo construido sobre el olvido selectivo (Nietzsche) o la elipsis, sobre la elevación de algunos acontecimientos a experiencias iluminadoras del presente, y, por tanto, ajeno al continuum temporal de las ciencias naturales, coincide con la estructura discontinua del mito y de la conciencia individual (Freud).
Pues bien, la Revolución Francesa sería una de esas experiencias decisivas, un mito que da sentido a nuestra vida y suministra un programa, una tarea, para el futuro inmediato. La modernidad, la penúltima, pues Villacañas comparte la extendida opinión de que no existe post-modernidad, ha vivido del mito revolucionario. En todo caso, el post sería el índice de la precariedad de nuestra época, suspendida entre la pérdida del viejo mito, el cual condujo finalmente a una masificación social que hizo posible la más peligrosa forma de teología política, y la fallida adquisición de otra mitología. No obstante, Villacañas apunta, propone, un mito para la última modernidad: una nueva Babel (una memoria adecuada a la compleja realidad; una memoria sensible a los contrarios) que, en mi opinión, parece incorporar lo mejor del politeísmo weberiano y de la sociedad policéfala de Bataille.
Pero ni siquiera la mirada científica, la mirada sin perspectivas del historicista, escapa al mito. En el fondo, la desmitificación absoluta de la ciencia o la neutralidad técnica, en tanto libera al político de su responsabilidad, ha sido el más peligroso de los mitos modernos. Pues el secreto de este método teórico, caracterizado por neutralizar el potencial práctico de cualquier experiencia, empezando por la Revolución Francesa, es una voluntad de verdad al servicio de las posturas más conservadoras. De ahí el carácter teórico (índice) y práctico (factor) de todo discurso social o histórico. Kant es el primero que, a juicio de Villacañas, apreció esta diferencia y se propuso conciliar la voluntad de verdad y la voluntad de moral. Para ello analizó la Revolución Francesa como suceso y como mito: supo discernir la verdad histórica, sus patologías y secuelas fanáticas, del mito republicano que confirmaba las teorías de la razón práctica, esto es, la unión de naturaleza y libertad.
El núcleo de este valioso libro expone las diversas mitologías sobre el presente, el pasado y el futuro engendradas por la Revolución Francesa. En nuestra reseña apenas podemos esbozar la complejidad de este capítulo: mitos de un presente purificador que abre las puertas del paraíso político (Paine) o económico (el comunismo distributivo de Babeuf), de un presente corrompido en las obras de los contrarrevolucionarios De Maistre y Bonald, o de un presente burgués (Guizot, Constant) que coincide con el momento desapasionado, sin mito, de Termidor; mitos de un pasado legitimador (la constitución ancestral de los francos en Mably) o deslegitimador (Burke, Gentz) de la Revolución; y, por último, el mito de las ciencias sociales, positivistas (Saint-Simon, Comte) o marxistas, que llevan a término la promesa revolucionaria y conciben un futuro sin mito. Pero esa ciencia que cierra la historia atenta contra la naturaleza misma del mito: su repetición (Blumenberg), pluralidad o apertura infinita. O en otras palabras, niega la esencia del hombre como ser histórico.
El libro concluye explicando por qué el mito kantiano de la Revolución Francesa, edificado a partir de las categorías de la Crítica del Juicio (Zuschauer, Spiel), careció de fuerza suficiente para extender la paz por toda Europa. Como es sabido, Kant vinculaba el problema estatal e internacional: sólo la expansión de la constitución republicana podía generar un nuevo ius publicum europeum basado en el federalismo de Estados libres. Según Villacañas, el lúcido diagnóstico de Tocqueville proporciona la clave del fracaso de este programa: el despotismo monárquico o la soberanía subjetiva del monarca no fue sustituido por un régimen republicano, sino por un despotismo revolucionario o por una soberanía objetiva del Estado contraria a la separación de poderes. En realidad, y esto no había sido apreciado por los pensadores tradicionalistas (Burke), el soberano seguía siendo el mismo, pero con el agravante de que la homogeneidad revolucionaria, la afirmación de una sola clase de ciudadanos o la idea de nación, conducía a una sociedad de masas que favorecía la centralización administrativa y el ejercicio del poder. En este contexto, se impone el balance de Humboldt: el incremento revolucionario del poder estatal era incompatible con el valor infinito de los individuos. La Revolución podía ser interpretada de esta manera como la continuación de la política uniformadora de Richelieu y servir a la lógica de la razón de Estado.
Ahora bien, 1789 rompía el sistema de equilibrios del Ancien Régime al innovar en la forma de la guerra. Junto a la lucidez de Tocqueville, Villacañas añade la perspicacia de Clausewitz. El prusiano sabía que el Estado revolucionario defendido por las masas nacionales en armas concedía a Francia la supremacía continental. Prusia intentará superar este desequilibrio racionalizando o burocratizando el aparato estatal y, sobre todo, en una segunda fase, utilizando una idea reducida de nación. La tarea de Bismarck fue precisamente instaurar un nacionalismo sin republicanismo, sin el interregno revolucionario, sin poner fin al ejercicio absolutista del poder ejecutivo. Todo ello hará posible que en Alemania arraiguen las dos herencias radicales de la filosofía idealista de Fichte y Hegel (nacionalismo y Estado total), las cuales contribuirán a levantar un Estado nacional que, en el siglo XX, se metamorfoseará en el peor de los Leviatanes.
Sólo me resta añadir que la brillante y clara exposición de este -como reconoce el propio Villacañas- mínimo ensayo de valoración contribuye a que el lector espere con impaciencia su próximo despliegue en monografías sobre el republicanismo kantiano y el nacionalismo alemán.
[*] Reseña publicada en Daimon, n.º15, 1997, pp. 220-22.