Sección digital Otras reseñas Abril de 2008

J. S. Villacañas Berlanga, La nación y la guerra. Confederación y hegemonía como formas de concebir Europa

Res publica, Murcia, 1999, 221 páginas. [*]

Antonio Rivera García

 

La nación y la guerra pretende demostrar las ventajas del modelo federal y los inconvenientes del modelo nacionalista. Aunque los protagonistas de este libro, Kant, Fichte, Clausewitz, Ludendorff, Rathenau, Weber, Jünger, entre otros, pertenezcan al pasado, el objeto de sus reflexiones (federalismo y nacionalismo) continúa siendo uno de los motivos principales del debate político contemporáneo. José Luis Villacañas no se acerca a la filosofía alemana de los últimos siglos con un propósito historicista, sino, por el contrario, con el fin de iluminar el presente. Esta aproximación al tema se complementa con una insuperable exposición de la teoría internacional de dos autores, Kant y Fichte, a los cuales ya ha consagrado Villacañas un número elevado de monografías y artículos.

En cierto modo, el primer capítulo de La nación y la guerra, dedicado a explicar la política internacional de Kant, pone término a las cuestiones desarrolladas por el mismo Villacañas en Res publica. Los fundamentos normativos de la política (Akal, Madrid, 1999). Ambos libros nos proporcionan la clave para entender por qué el republicanismo del filósofo de Königsberg todavía sigue siendo válido en nuestros días. La razón de su fortuna radica en el equilibrio alcanzado entre ratio y natura, entre su discurso normativo y su conocimiento de la naturaleza de las cosas, entre “el irenismo del telos de la razón y el realismo natural de los medios”. Su política normativa respeta, conoce y usa favorablemente la realidad natural, social e histórica.

En el orden de la política internacional, sus propuestas racionales, su proyecto de paz perpetua, no degeneraron en una mera fantasía o utopía porque se realizaron después de un atinado análisis del sistema clásico de Estados. Kant no se limitó a exponer el ideal, y trazó el camino que debía permitir el lento tránsito desde el sistema internacional clásico, compuesto por Estados patrimoniales, absolutos y guiados únicamente por sus intereses, hasta el nuevo orden fundado en la cooperación o confederación de Estados. En su opinión, este federalismo de Estados libres sólo podía triunfar en una Europa homogénea e integrada por regímenes republicanos. Dicha exigencia de homogeneidad no significaba que el pacto federal fuera análogo al proceso constituyente interno. Su objetivo no era la constitución de un único soberano o de un Estado de pueblos, sino la creación de una sociedad cooperativa entre los Estados. El filósofo alemán era realista y, por eso, respetaba las diferencias históricas y naturales que separan a los pueblos. Por lo demás, tampoco sublimaba esta diversidad natural o histórica de las naciones, ya que, según el derecho racional kantiano, todos los pueblos son formalmente iguales.

Sin embargo, las previsiones kantianas tardaron en cumplirse. El fruto de la Revolución francesa no fue el esperado: en lugar de una Europa republicana y homogénea, surgió un continente poblado por naciones ontológicamente heterogéneas y entregadas a la lógica de la hegemonía. Sólo después de la segunda guerra mundial, consumado el trágico destino de Alemania, volvió a aparecer en el horizonte el proyecto kantiano bajo los rasgos de la Unión Europea.

La apuesta de José Luis Villacañas por el modelo cosmopolita kantiano implica al mismo tiempo una severa crítica del idealismo alemán, especialmente el de Fichte y Hegel. Son estos filósofos quienes pervierten el proyecto ilustrado e influyen de manera significativa en la sustitución del clásico ius gentium europæum, basado en un tipo de guerra formal donde se enfrentaban Estados considerados como iusti hostes, por un concepto de guerra nacional que lleva al orden interestatal el pathos religioso de las guerras civiles de los siglos XVI y XVII. El nuevo sujeto de este derecho internacional, sin el cual no hubiera sido posible el tránsito desde la guerra absoluta (Clausewitz) del XIX a la guerra total del XX, es una nación sublimada y esencialmente heterogénea, en cuya definición el republicano Fichte ha desempeñado un papel básico.

Los capítulos centrales del libro de Villacañas contienen una fascinante reconstrucción del pensamiento de Fichte en torno a la nación y al Estado. Desde la obra Fundamento del derecho Natural hasta la inconclusa La República de los Alemanes, el filósofo alemán diseña las bases del futuro Estado nación. Las constantes contradicciones en las cuales incurre se debe a la tensión irresoluble que existe entre su nacionalismo y sus firmes creencias republicanas o democráticas. Dos ideas fundamentales podemos extraer, tras la lectura de La nación y la guerra, del pensamiento de Fichte. En primer lugar, su política especulativa o racional adolece de la ligereza del aficionado, de la ceguera del filósofo incapaz de apreciar la realidad estatal dentro de la cual deben aplicarse sus teorías. En segundo lugar, define la nación de tal forma, como una mónada cerrada, que hace prácticamente imposible el proceso kantiano de confederación. El cierre de la nación se produce en cada una de las esferas de acción social: primero en el plano jurídico y legislativo (Fundamento del derecho natural), luego en el económico o comercial (El Estado comercial cerrado), en el cultural (Discursos a la nación alemana), en el militar (sus escritos sobre Maquiavelo) y, finalmente, en el plano político o constitucional (La república de los alemanes).

Pero este complejo sistema político permanecerá opaco mientras no contestemos a la pregunta decisiva: ¿quién debía asumir en la Alemania de principios del siglo XIX la tarea de la educación nacional, sin la cual no se podía lograr el ansiado Estado nacional? Fichte –nos indica Villacañas, no albergaba la menor duda: esta misión debía ser afrontada por el Estado realmente existente, por Prusia, el mayor Estado alemán de su época, pero ajeno a la legitimidad democrática. Villacañas sostiene que la tragedia alemana se remonta a este pacto con el diablo, a este trato con el Estado patrimonial y despótico. El filósofo pensaba, con la ingenuidad propia de quien sólo hace política especulativa, que primero debía crearse la nación desde ese Estado absoluto; al cual, indudablemente, debía interesarle la formación de un ejército y de una estructura jurídico-administrativa de carácter nacional, dado el mayor ahorro y eficacia que proporcionaban. Sólo después, una vez constituida la nación, se podría levantar el Estado ideal de carácter republicano.

Mas Fichte falló clamorosamente en sus pronósticos: ante todo por dar prioridad a la cohesión nacional sobre los valores estrictamente republicanos. Su desconocimiento de las relaciones de poder, de la razón estatal clásica, le impidió advertir que el Estado salido del Antiguo Régimen podía nacionalizarse sin modificar sus bases políticas. La culpa, la responsabilidad, del filósofo fue muy grave: fue él quien separó de manera imprudente nacionalismo y republicanismo, pues pensaba que en una nación el pueblo siempre es soberano. Alemania acabó heredando de Fichte lo peor de su obra: una Europa compuesta por naciones heterogéneas, sordas a la propuesta kantiana de confederación y volcadas a una política de expansión. Por eso resulta una insensatez remontar el origen del totalitarismo hasta las aporías de la Ilustración. La nación y la guerra deja muy claro este origen: fue el idealismo alemán quien introdujo la semilla del mal, el nacionalismo sin republicanismo, y quien posibilitó la aparición de una nación en perpetua autoafirmación y en constante lucha por la hegemonía.


 

[*] Reseña publicada en Daimon, n.º 19, 2000, pp. 234-236.

 

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