Sección digital Otras reseñas Abril de 2008

Antonio Campillo Meseguer, La invención del sujeto

Biblioteca Nueva, Madrid, 2001, 236 pp. [*]

Antonio Rivera García

 

Este nuevo libro del catedrático de la Universidad de Murcia Antonio Campillo, a pesar de agrupar un conjunto de artículos ya publicados en diversas revistas, tiene una indudable coherencia interna: no sólo porque los distintos ensayos recopilados abordan un mismo problema, la invención histórica del sujeto individual y colectivo, sino también porque en los más decisivos Campillo ha intentado construir su discurso a partir de la obra de Foucault y Derrida. Hay otros nombres propios en este texto de procedencia tan plural, particularmente el de Agustín García Calvo, pero sólo los dos conocidos filósofos postestructuralistas y postmodernos se convierten en la llave para encontrar la unidad de La invención del sujeto y del discurso de su autor.

La tesis del profesor Campillo, aparentemente más cercana al autor de la genealogía que al de la gramatología, dice que la identidad personal constituye la institución política más elemental, sin la cual no se puede pensar en las demás instituciones políticas, desde la familia hasta el Estado. Pero esa identidad personal, y ahora nos acercamos a Derrida, es “constitutivamente paradójica”. En concreto, se constituye sobre cinco aporías: se trata de un objeto (algo físico y visible) y de un sujeto (algo psíquico e invisible); resulta algo compartido por todo un colectivo (sexo, clase, nación, religión) y algo exclusivo de cada sujeto individual; se trata de una herencia, pues cada uno se presenta como hijo de su tiempo y de su tierra, y también de algo inventado por él mismo; constituye “un efecto y un medio de las relaciones de poder”, pero a la vez “es el resultado y fundamento de las relaciones de responsabilidad”; y, finalmente, la identidad consiste tanto en una aspiración o en un anhelo como en una “carga de la que cada uno debe desprenderse para trascender los límites vigentes de lo humano” (p. 225). La indecidibilidad derridiana, la imposibilidad de elegir entre las alternativas, no se halla muy lejos de este discurso sobre el hombre que desea, de un lado, hacerse reconocer y respetar por los demás haciéndose un nombre propio, y, de otro, anhela la libertad que se oculta tras el anonimato. Se diría, además, que para Antonio Campillo la única solución radica en bordear tales deseos, en vivir en el pliegue, con el objeto de no convertirse ni en un fanático (la patología del nombre propio) ni en un cínico o cobarde (la patología del anonimato).

Campillo critica especialmente todas esas filosofías que intentan despolitizar y naturalizar la institución de la identidad personal. Indudablemente, el sujeto constituye una invención lingüística, como señala la tradición fenomenológica y hermenéutica, pero no debemos olvidar que en esta emergencia adquiere una importancia fundamental las relaciones sociales de poder y dominio. A este respecto, Foucault ha buscado un sujeto que no fuera concebible como interioridad por descifrar. Por eso, la lección foucaultiana sobre “la compleja variedad de tecnologías bio-psico-médicas destinadas a la modelación y remodelación de las subjetividades individuales y colectivas” sigue siendo imprescindible (p. 230). Ahora bien, como todas esas tecnologías que se imponen desde fuera pretenden ocultar el origen político e histórico de la identidad personal, Antonio Campillo, siguiendo la estela del filósofo de las tecnologías del yo, propugna una “repolitización y rehistorización de los conflictos sociales” (p. 231).

El discurso de La invención del sujeto no esconde la deuda contraida con Foucault y Derrida. El mismo autor del libro reconoce que su pensamiento debe mucho a estos dos filósofos, a estos “dos nombres propios que han pasado a formar parte de mi propio nombre” (p. 148). Por ello, el argumento de esta obra, aparte del más evidente, la constitución histórica y política de la identidad personal, podría ser también la historia de una reconciliación, de un diálogo imaginario, entre los dos grandes filósofos franceses.

Sin embargo, Campillo no ignora las profundas diferencias que separan a sus dos mentores. El capítulo Foucault y Derrida: historia de un debate sobre la historia, en mi opinión el ensayo más brillante, es el relato de una apasionante discusión intelectual, cuyo primer hito se remonta al año 1963, fecha en la que Derrida discute la interpretación foucaultiana del libro I de las Meditaciones metafísicas. El filósofo de la indecidibilidad se oponía entonces a la decisionista exégesis de Foucault, según la cual el texto de Descartes debía ser analizado como un acontecimiento histórico único: como el momento en el cual se separa tajantemente la locura de la razón. Derrida, en cambio, se negaba a reconocer la singularidad histórica de este discurso filosófico, pues, a su juicio, “la relación entre razón y locura es una relación transhistórica, incesantemente reelaborada o reinscrita” (p. 144).

Toda esta polémica se levantaba sobre una insuperable diferencia metodológica, pues mientras la genealogía acentúa el movimiento transversal de ruptura o discontinuidad entre las épocas y los discursos, la gramatología insiste en “el movimiento longitudinal de persistencia, de remisión, de reinscripción de «traducción» incesante entre las diferentes configuraciones históricas del pensamiento” (p. 145). Pero también son profundas, como no olvida decir Campillo, las diferencias políticas y morales. Si Foucault ve en el modelo nietzscheano de la guerra la clave para entender las relaciones de poder, ya que “la política sería la corroboración y el mantenimiento del desequilibrio de fuerzas que se manifiestan en la guerra”; Derrida, en cambio, denuncia las aporías de este modelo basado en la enemistad y en la amistad, y busca una paradójica e impolítica decisión pasiva que, en contraste con la decisión política, esté originariamente afectada por el Otro.

Nuevamente, en su ensayo sobre el autor literario, esto es, sobre el sujeto creador de textos escritos u orales, Campillo vuelve a servirse de sus dos filósofos preferidos, ya que “toda la obra de Foucault y Derrida no ha sido sino una vasta reflexión sobre la enigmática figura del autor” (p. 162). Derrida nos enseña a buscar las aporías que se encuentran detrás del nombre de autor. Se trata así de un nombre propio, único e intraducible que, en cuanto objeto de citas y clasificaciones, se transforma a menudo en un nombre desapropiable y comunicable. Foucault nos permite distinguir entre el nombre propio de autor, que incluye los apócrifos, los seudónimos y los heterónimos, y los otros nombres propios. A medio camino entre el individuo real y el personaje imaginado, esa entidad, durante mucho tiempo considerada capaz de dar unidad a un discurso o a un conjunto de textos, también constituye un sujeto histórico y variable.

Dicho autor –añade Campillo– se halla en el borde, en el pliegue, entre la existencia y la escritura (p. 167). De ahí que la autoría precise un análisis externo e interno al propio texto. Desde un punto de vista externo, se debe analizar las relaciones reales o mercantiles del creador con su obra, así como las relaciones jurídicas y morales entre el autor y el lector. Mas, desde un punto de vista interno, ha de reconocerse que el autor “es construido –o reconstruido– por el lector” (p. 168). Lógicamente Campillo acude a la autoridad de Foucault, pero nosotros, en esta breve reseña, nos permitiremos la licencia de introducir un nuevo nombre propio cada vez más olvidado. En 1968, un año antes de que Foucault publicara Qu’est-ce qu’un auteur?, Roland Barthes, en su artículo La muerte del autor, sostenía que la unidad de la obra literaria ni se debía al autor, ni al crítico empeñado en descifrar y dar un significado definitivo a la escritura, pues la unidad del texto ya no estaba en su origen, sino en su destino siempre por venir, esto es, en el lector. El nacimiento del lector y de la escritura múltiple debía pagarse –concluía en aquel año Barthes– con la muerte del autor. A su manera, el estructuralista repetía el gesto contrateológico y revolucionario de Nietzsche, el excesivo y abismal “rechazo de Dios y de sus hipóstasis, la razón, la ciencia, la ley”. Pero, por fortuna, más que en su muerte o en su desaparición, el discurso de Campillo se centra en la invención de un sujeto que, si bien sufre las prácticas del poder disciplinario, también se muestra capaz de autodisciplinarse y de aspirar a la “soberanía de sí sobre sí mismo”.


 

[*] Reseña publicada en Daimon, n.º 22, 2001, pp. 185-186.

 

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