Sección digital Otras reseñas Abril de 2008

Girolamo Savonarola, Tratado sobre la república de Florencia y otros escritos políticos

Edición de Francisco Fernández Buey. Traducción y notas de Juan Manuel Forte. Madrid: Los Libros de la Catarata, 2000, 150 pp. [*]

Antonio Rivera García

 

Por sorprendente que pueda parecer, los escritos de Savonarola que recoge este libro, sin los cuales resulta imposible reconstruir el republicanismo florentino y la tradición del humanismo cívico, son editados por primera vez en castellano. Desde luego, este hecho, como la también reciente traducción de una obra capital para comprender la razón de estado absolutista del siglo XVII, Consideraciones sobre los golpes de Estado de Gabriel Naudé, autor al cual dedica todo un capítulo Meinecke en su clásica monografía sobre la ratio status, constituye un evidente índice de las profundas lagunas que padece la historia del pensamiento político en nuestro país. De ahí que debamos felicitar a F. Fernández Buey y J. M. Forte por presentarnos en esta cuidada edición el magnífico Tratado sobre la República de Florencia (1498), junto a un extracto del Compendio de revelaciones (1495), que nos permite conocer los rasgos más importantes del milenarismo político de Savonarola, y la Carta a un amigo, que, escrita a finales de 1495, resulta asimismo esencial para conocer el pensamiento político-religioso del dominico.

El republicanismo de Savonarola es, ante todo, cristiano. Pocock, en su imprescindible The Machiavellian Moment (obra que ha tardado más de 25 años en vertirse al castellano, y, además, con el desafortunado título de El momento maquiavélico [Madrid: Tecnos, 2002], en lugar de maquiaveliano), señala que lo más original de la obra política del profeta de Ferrara se halla en su original síntesis de los lenguajes aristotélico, cívico y apocalíptico. El profesor Fernández Buey ha destacado, sin embargo, en su introducción el carácter forzado de esta síntesis; en concreto, se refiere a la “la diferencia de tono entre sus prédicas devocionales, tan inflamadas por el moralismo catastrofista y por la religiosidad, y sus escritos (y también sus cartas dirigidas a las autoridades políticas y religiosas) en los que dominan la argumentación, el razonamiento silogístico y a veces hasta el lenguaje diplomático” (pp. 26-27). “Su problema de verdad –añade el editor de esta obra– es que no puede conciliar en aquel momento histórico el lenguaje del profeta con el lenguaje del político” (p. 28). Mientras peca de falta de moderación en el plano moral o religioso, es relativamente moderado en el político, donde, por ejemplo, defiende un sistema representativo relativamente amplio, pero no directamente asambleario. Fernández Buey nos recuerda que “a propuesta suya el Consejo Grande votó la supresión de los parlamenti, institución secular que en otros tiempos había permitido la convocatoria de todo el pueblo en asamblea y que, según el dominico y sus amigos políticos, se prestaba a ser utilizada para conspirar y manipular a las gentes con intenciones facciosas” (p. 30).

Pero, más allá de este contraste entre las sensatas reflexiones del republicano y las prédicas milenaristas del profeta, no debemos olvidar –como tampoco hace el editor de los escritos de Savonarola– que, en el Compendio de revelaciones y en otros sermones apocalípticos, aparecen unidas la profecía escatológica y la reforma política. En estas obras, Savonarola vincula estrechamente la renovación política, esto es, el fin de los Médicis y la restauración de la república, a la milenarista renovación moral y religiosa de la ciudad de Florencia. De este modo, el dominico profetiza que dicha ciudad ha sido elegida por Dios “para iniciar la reforma de Italia y de la Iglesia” (p. 110), y, para ello, enviará a un rey del norte que ponga fin al estado de corrupción de la civitas. Este flagelum Dei, o “ministro de la justicia divina por Dios” (p. 109), que hace posible la concesión de la gracia a Florencia, es evidentemente el monarca francés Carlos VIII. También en el Tratado sobre la República de Florencia, Savonarola subraya que Dios ha elegido a esta ciudad y le ha concedido la gracia del buen gobierno republicano. Desde este punto de vista, si la tiranía debe ser rechazada es porque, ante todo, resulta incompatible con el buen vivir cristiano (p. 79). Está claro, por tanto, que para nuestro fraile el buen gobierno va unido forzosamente a la buena religión: “Es necesario –leemos en el Tratado– pues poner gran atención de que en la ciudad se viva bien y de que se llene de hombres virtuosos, y en especial que lo sean los ministros de la religión: porque si se expande el culto divino y el buen vivir, se sigue necesariamente que el gobierno se perfecciona” (p. 80). A continuación, Savonarola comenta que los ciudadanos, si desean perfeccionar la república ciudadana, deben temer o respetar a Dios, de quien procede todo poder y gobierno, deben amar el bien común de la ciudad por encima de los intereses particulares, respetarse mutuamente, y, por último, hacer imperar la justicia (pp. 90-92).

Hemos visto cómo el lenguaje apocalíptico se confunde con el lenguaje de la civitas; pero falta comprobar que estos dos lenguajes también se mezclan con los conceptos aristotélico-tomistas. Según Pocock, Savonarola trató en todo momento de mantenerse fiel a la ortodoxia tomista. De hecho, comparte con Tomás de Aquino tanto el dogma del libre albedrío, según el cual la gracia tan sólo completa la naturaleza, como la doctrina de que el bien común es el fin de la civitas.

Otra cuestión más compleja es cómo consigue conciliar Savonarola la tesis de Tomás de Aquino y Ptolomeo de Lucca sobre la superioridad de la forma monárquica de gobierno con la defensa de la república ciudadana de Florencia. Savonarola supera esta aparente contradicción distinguiendo entre el mejor gobierno ideal y el mejor gobierno real. Según el Tratado, aunque en teoría la monarquía supere “a todos los otros tipos de buen gobierno”, “a menudo sucede que lo que es óptimo en términos absolutos no es bueno e incluso resulta malo respecto de un determinado lugar o persona” (pp. 59-60). En una línea que más tarde desplegará Bodino en el libro V de su République, Savonarola reconoce que la naturaleza de algunos pueblos, como el florentino, resulta incompatible con el gobierno monárquico; razón por la cual, “los hombres sabios y prudentes, cuando piensan en constituir algún tipo de gobierno, primero consideran la naturaleza del pueblo” (p. 61). Esta naturaleza, el hecho de que los habitantes de Florencia sean ingeniosos, de fuerte carácter y osados, pero también sus costumbres o “segunda naturaleza”, la circunstancia histórica de que la ciudad italiana adoptara “desde antiguo el régimen de la República ciudadana” y se haya acostumbrado a este gobierno (p. 63), ponen de manifiesto que a esta cives no le conviene de ninguna manera la monarquía. En este tema también se impone el análisis de Pocock: la segunda naturaleza de los florentinos constituye para Savonarola un índice de elección divina porque la vida sin magistrado supremo únicamente resulta posible bajo la protección de la gracia. Por este motivo, la república, y no sólo la monarquía divina, constituye un estado de gracia.

En ningún estudio serio sobre Savonarola, como lo es el de Fernández Buey, puede faltar la comparación entre el republicanismo cristiano del dominico y el pagano de Maquiavelo, ni el análisis de todas aquellas referencias que, acerca del profeta italiano, encontramos en la obra del secretario florentino (pp. 140-149). Sugiero, finalmente, otra vía más atrevida de estudio: la comparación del republicanismo apocalíptico y pseudo-tomista de Savonarola con otro republicanismo igualmente cristiano, el calvinista o puritano de John Winthrop. Sin duda, para ambos autores el republicanismo arraiga en una comunidad elegida: la Florencia del cambio de siglo o esa ciudad sobre la colina en que debía convertirse la nueva colonia de Massachusetts. Ahora bien, el calvinista John Winthrop, porque se halla muy lejos de la tradición tomista y de la jerarquizada Iglesia católica, no tiene ninguna dificultad en explicar por qué la república de los colonos, y no la monarquía, constituye el régimen político más perfecto. Y es que los hombres de la Reforma, conscientes del profundo abismo que separa a la perfecta Iglesia invisible de la imperfecta o humana ecclesia visible, siempre establecieron una clara diferencia entre el gobierno republicano de las instituciones temporales y el gobierno monárquico del cielo.


 

[*] Reseña publicada en Daimon, n.º 27, 2002, pp. 187-188.

 

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