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Palabras para Un largo día. A propósito de Rafael Herrera Guillén, Un largo día. Globalización y crisis política
Tres Fronteras Ediciones, Murcia, 2008, pp. 195.
Iván García Rodríguez | Universidad de León
1. Crisis y Crisis Global
¿Qué ha cambiado: el mundo o nuestra percepción del mundo? En cualquiera de los dos casos (y advirtamos que ambos pueden venir de la mano) estamos ante una crisis, sin duda la palabra más repetida a día de hoy. Con todo, hay algo peor, una crisis más radical, que adviene cuando no somos capaces de encontrar una representación del mundo para un mundo que efectivamente ha cambiado. Tal parece ser nuestra situación.
Las crisis tradicionales –y no ha existido ningún tiempo que no haya sido crítico, aunque sólo fuera por el cambio generacional- solían afrontarse como un momento de incertidumbre que reclamaba una decisión. La crisis actual, en cambio, se ha interpretado como la imposibilidad para tomar decisiones, porque tenemos la sensación de que cualquier tentativa de intervención en el mundo sólo sirve para acrecentar su complejidad. [1] Una diferencia básica en este sentido es que las crisis del pasado tenían una caducidad, se sabía –o al menos se intuía- que tarde o temprano se habilitaría una salida hacia una normalidad distinta, pero recobrada. No es nuestro caso: el hombre contemporáneo ha asumido su estado carencial de normalidad (Risikoleben), aunque esto no es un consuelo. Es justamente esta situación de impasse la que late detrás de la metáfora del presente entendido como “un largo día”, “porque vivimos con la sensación de que está todo por hacer, de que no termina de gestarse el orden, aunque, sin embargo, todo sucede vertiginosamente. Estos primeros años del siglo XXI son los días de una aceleración detenida, que no se cumple. El día no acaba, pero avanza más velozmente que nuestras propias vidas [2] .”
Que los modelos cambien no significa que los hombres también lo hagan, y menos en la dirección que proponen esos modelos. Un ejemplo demostrativo lo ofrecía el sociólogo Richard Sennett con un trabajo de campo realizado en la última década, desmontando el tópico de la agresividad laboral del americano medio, es decir, del sujeto-paciente del nuevo capitalismo, que aceptaba el cambio estructural de la economía con resignación, como si la pérdida de seguridad en el trabajo fuera inevitable. [3]
La idea más extendida, entonces, es que nuestro destino ya no está en nuestras manos, que son otros, un otro que además es imposible de conocer, los que detentan el poder que sentimos, pero que no controlamos. “El poder al que obedecemos y ejercemos es difuso. Lo que somos, la sociedad con la que nos identificamos, es difusa. Esta falta de claridad sobre nosotros mismos y nuestro entorno caracteriza el mundo actual. Obedecemos, pero no tenemos muy claro a quién, ni tampoco cómo los ciudadanos ejercemos el poder democrático. Existimos, somos una sociedad, pero no sabemos muy bien hacia dónde vamos ni en qué nos estamos convirtiendo [4] .” Si la Modernidad se construyó como un proyecto que centraba en el hombre las posibilidades de construcción de lo real, aunque para ello la realidad no pasara de ser una hipótesis aún no desmentida (según la célebre expresión de Robert Musil), ¿podemos imaginar algo más antimoderno que este abatimiento generalizado? ¿Es que acaso ya no podemos ser modernos? La respuesta a esta pregunta dependerá de cómo contestemos a esta otra, más urgente: ¿Qué se puede hacer todavía?
Pero antes de saber qué podemos hacer, si es que aún hay tiempo para ello, hay que pararse a pensar dónde estamos. Y eso es lo que ha hecho un recién egresado del mundo académico, dispuesto a sentarse sobre sus títulos universitarios para ver qué es lo que pasa alrededor, sin coartadas intelectuales ni miedo a decir lo que piensa. El libro de Rafael Herrera Guillén [5] que determina este artículo se titula: Un largo día. Globalización y crisis política (Murcia: Tres Fronteras Ediciones, 2008) y de tener la repercusión que merece, no sería cómodamente recibido ni por la comunidad universitaria ni por los medios bienpensantes de comunicación (y ¿reflexión?) política. Demasiado beligerante para la primera, que hace tiempo que ha dejado de ser vanguardia de nada; demasiado turbador para los segundos, resultará incorrecto para ambos –sobre todo cuando una tentativa así procede de alguien insultantemente joven para la filosofía.
Incorrecto, entre otras causas, porque un libro que pone en duda la supervivencia de la democracia en un contexto de crisis política global, y digámoslo ya, ésa es la marca de la globalización, no es nada cómodo. Hay que preguntarse hasta qué punto estamos dispuestos a defenderla, y preguntarse también en qué punto la forma de defenderla arruina aquello que defendemos. La forma, no obstante, en que Rafael Herrera aborda estas cuestiones sobre las que gravita el tema de nuestro tiempo (no hay más que mirar la extensa bibliografía al respecto) apunta más profundo, pues parte de una original aplicación al presente de la historia conceptual (Begriffsgeschicthte) emprendida por R. Koselleck junto a O. Brunner y W. Conze entre otros. [6]
El descubrimiento relativo (antes está el Hegel “ornitólogo”) de que existe un particular asincronismo entre la realidad social y su comprensión conceptual se vio reforzado por la doble funcionalidad de los conceptos como índice y factor del tiempo histórico que circunscriben, esto es, por el hecho de que todo concepto no se limite a la descripción del fenómeno (índice), sino que su simple presencia contribuya a modificar la realidad que pretende describir objetivamente (factor), si es que lo pretende. Los conceptos no son entidades unívocas y entre sus múltiples connotaciones encierran igualmente la aspiración a intervenir en la realidad, a crearla en muchos casos. Que no hay observación pura fue una revelación inesperada de la mecánica cuántica, que señaló que a un nivel subatómico la observación modifica el estado del sistema que observamos. Algo parecido ocurre en el nivel metahistórico, sólo que aquí el factor de cambio lo produce la intencionalidad con que se crea el concepto. Por esta razón, Rafael Herrera se ve autorizado a sospechar del concepto que polariza el debate sobre el nuevo estado de cosas; casi no hace falta decirlo: «Globalización». El autor afirma desde el principio: “Por lo tanto, no vamos a entrar en polémicas inútiles, como la definición del concepto de globalización. Cada cierto tiempo, un concepto, o incluso menos, una perífrasis terminológica, obtiene un éxito tal, que acuña en su seno una multiplicidad de significados y evocaciones que, finalmente, lo convierten en una herramienta blanda. … Todo tiene el nombre de globalización y a todo se le incorpora el adjetivo global (incluso al título de este libro). Existen derechos “globales”, empresas “globales”, desastres climatológicos “globales”, incluso vidas que transcurren en entornos globales. …
Naturalmente, tampoco considero que el éxito de un término en una época determinada sea fruto de la mera casualidad. El concepto de globalización como tal evoca toda una serie de sentimientos y horizontes semánticos muy difíciles de reducir en una definición precisa. … Sin más, globalización, en su sentido más descarnado y menos pretencioso, evoca en la mayoría de los hombres actuales el estado de cosas de la política mundial de principios del siglo XXI. Globalización significa lo mismo que incertidumbres actuales a nivel mundial para toda la humanidad.” (p. 16)
Cierto que aparece en el subtítulo del libro, y es mencionado a menudo, pero en sus manos no deja de ser una simple herramienta heurística para introducirse en lo que él considera el auténtico problema al que nos enfrentamos: la inutilidad de unas categorías políticas a las que seguimos recurriendo porque aún no disponemos de otras. En palabras de Herrera: “La globalización es un período histórico en el que las categorías heredadas de la modernidad, aunque han entrado en una profunda crisis, no dejan por ello de estar operativas. Antes bien, con más fracasos que éxitos, las viejas categorías modernas se repiten una y otra vez” (p. 47). De ahí que se use y abuse de la «Globalización» como concepto marco que encubre el fallo del sistema categorial que veníamos usando para pensar lo político. Queremos servirnos de dicho concepto tanto para la diagnosis (qué sucede) como para la prognosis (a dónde vamos), y en ello vemos esa doble funcionalidad como índice y factor de todos los conceptos a la que antes se hacía referencia.
Sin embargo, la situación actual no se deja reducir tan fácilmente, pues a juicio de nuestro autor lo que se ha abierto es una nueva Sattelzeit, un momento altamente crítico, de ruptura con el pasado y de incertidumbre respecto del futuro. Koselleck cifró un momento similar a principios del siglo XIX, pero la creencia en la idea de «progreso», el último remanente del idealismo, ofrecía un estímulo para encarar el futuro con garantías de mejoramiento para la vida social, del que hoy, después de dos guerras mundiales, la experiencia totalitaria y el miedo a un apocalipsis nuclear, no disponemos. Por el contrario, nos dice Rafael Herrera “Hoy el futuro se abre al hombre cada día”, pero “no se avanza hacia el futuro” (p.66). El tiempo crítico que vivimos enseña una temporalidad distinta, una temporalidad que este pensador ha descrito como circular («tiempo-gozne circular»), en el sentido de que asistimos a un presente-en-espera, in suspenso, un presente detenido, repetido hasta la saciedad, que no se vive plenamente porque está desconectado del pasado y no tiene confianza en el futuro.
Un largo día reza el título, y ahora se comprende mejor, como se comprende entonces la inagotable querella entre modernos y postmodernos, la pregunta incesante que nos tiene paralizados sobre si hemos superado o no la Modernidad, pero que el autor de este libro consigue sortear haciendo valer la consecuencia última del examen de Koselleck a la historia, a saber: no hay una historia única y uniforme, sino múltiples historias y diferentes tiempos conviviendo a la vez, lo que en definitiva obliga a hablar de varias modernidades en vez de una sola modernidad, cada una con unos residuos históricos (algunos de ellos premodernos) que determinan su interpretación de la Modernidad, y no necesariamente –aquí está el peligro- como una asimilación de los valores liberales y republicanos que sí se han desarrollado en Occidente. Ahora bien, ¿qué hacemos con nuestra modernidad? ¿Creemos en ella o la descartamos como insuficiente para hacer frente a los nuevos retos que supone la globalización?
2. Des-virtuar la democracia
El optimismo con que se recibió el mundo globalizado la noche del 9 de noviembre de 1989 en que se produjo la caída del muro de Berlín muy pronto dejó paso a una sensación de creciente malestar e inseguridad a partir de los trágicos acontecimientos del 11 de septiembre de 2001 en los Estados Unidos. En el intervalo que los une se potenció la imagen de un mundo que había alcanzado su cenit, abocado a la implantación del capitalismo y de la democracia en todos los lugares, donde la posibilidad de un conflicto a gran escala era casi impensable (una democracia nunca ha declarado la guerra a otra democracia, ha insistido en señalar la Secretaria de Estado americana Condoleezza Rice). Pero la realidad fue más tozuda y no sólo no desaparecieron los conflictos, sino que antiguos conflictos latentes se reavivaron a la par que se crearon las condiciones para otros nuevos.
La raíz de la nueva violencia que implosionaba por doquier estaba –y está- en la necesidad de recuperar una identidad perdida tras el ocaso de las ideologías. A su disminución no ayudaba precisamente la independencia de la esfera de la economía del resto de las esferas vitales delimitadas por Weber, pues la única imagen de la globalización que se exportaba era la de un campo abierto para las empresas transnacionales y el libre flujo de capitales (la importación de mano de obra inmigrante sólo interesó hasta que la deslocalización de las empresas se hizo más rentable económica e incluso socialmente). La globalización no era el fin de la historia (Fukuyama), pero sí el fin de la geografía (Virilo). Leemos en Un largo día que “… ideologías liberales como el neoconservadurismo … creyeron que la imposición de la economía capitalista incentivaría la simpatía hacia Occidente. El final de la historia no se ha producido, como quería Fukuyama …. En este sentido, la historia no ha llegado a su fin; la democracia capitalista no ha vencido porque, simplemente, muchos hombres se han desmarcado de ella, y, como suele suceder en los asuntos políticos, los que habían de convertirse al liberalismo y a la democracia, hoy, sin más, quieren nuestras riquezas, pero no nuestros valores. Y tienen todo el derecho a ello. Otra cosa será que reconozcamos ese derecho como contrario a nuestros propios intereses.” (p. 131)
Paradójicamente, mientras el poder se difuminaba a escala global, la política reducía sus expectativas de control y revisión de ese poder a lo local, provocando una crisis de legimitidad inédita desde el comienzo de la modernidad política, que ha afectado especialmente al modelo democrático. La mejor expresión de este sentimiento era portada por un manifestante en esta pancarta: «Aquellos a los que hemos elegido no tienen poder. Y a los que tienen poder no los hemos elegido», donde queda clara la falta de legitimidad de origen del nuevo concierto económico y político. Más adelante volveremos sobre el otro lado punzante de esta cuestión: la ausencia de legitimidad por el modo en que se ejerce el poder.
Con todo, el aspecto más dramático de la globalización se hizo presente con los atentados terroristas del 11-S, a los que han seguido otras fechas igual de tristes (11-M, 7-J), y que con demasiada facilidad se han interpretado como la única reacción que podía esperarse de los parias de la globalización, marcados por el resentimiento hacia Occidente. Con ellos se validaba la profecía inaugural de la nueva época: el choque de civilizaciones, que Huntington había lanzado en principio como una pregunta, pero que no tarda en afirmar visto el éxito que va a tener su paradigma, especialmente entre los ideólogos (policy-makers) de la última administración Bush, los cuales descubrieron el potencial autojustificativo de esta teoría que, en definitiva, avalaba la reconfiguración del orden mundial por los Estados Unidos bajo el pretexto “idealista” («Fiat iustitia et pereat mundus») de afianzar los valores políticos y morales occidentales, no menos que su hegemonía económica y militar. [7]
La síntesis expositiva de este profesor de Harvard, dibujando el mapa geopolítico del siglo XXI sobre el imaginario de placas tectónicas entre civilizaciones, tenía la ventaja de ser deliciosamente ambigua. Y yo diría que es la piedra de toque del discurso que elabora Rafael Herrera en su libro, cuando decididamente se lanza a pre-ver el orden global del presente (capítulo III). Siguiendo la línea liberal, por ejemplo, de Amartya Sen (Identidad y violencia, Katz, Buenos Aires, 2007) el autor de nuestro libro no se deja atrapar por el confuso empleo del término «civilización» como entidad cultural que realiza Huntington, mediante el cual se abre una puerta al pasado: “El conservadurismo actual se caracteriza por ser un pensamiento de la identidad, tal y como lo elabora Samuel Huntington, para quien el futuro de los conflictos estará condicionado por la dimensión de la identidad, y la configuración máxima de la identidad es, para el estadounidense, la civilización”. El problema está, continúa Rafael Herrera en que “este autor emplea con maravillosa facilidad una nítida distinción nosotros-ellos que ignora la gran dificultad de determinar en la actualidad identidades evidentes.” (p. 52). Aquí ni siquiera funciona la apelación de Huntington a la religión como elemento aglutinante y diferenciador entre civilizaciones, pues la batalla que se libra no es entre religiones, sino entre visiones políticas de la religión y, por tanto, im-políticas.
Sin embargo, no se puede pasar por alto que las reglas del nuevo juego del poder, en los términos en que lo plantea Huntington, han sido aceptadas a ambos lados de la contienda: Bush Jr. hizo suyo el adagio evangélico «Quien no está con nosotros, está contra nosotros» y Ben Laden declaraba en una entrevista realizada el 20 de octubre de 2001 a un periodista de Al-Yazira que no hay la menor duda al respecto sobre el inevitable choque de civilizaciones. Afortunadamente conocemos un viejo antídoto contra el recurso a la identidad para exacerbar la pulsión aniquiladora entre los hombres: el liberalismo en tanto que valor transcultural, ya que la firme creencia en el individuo es lo que impide que éste quede prisionero de su propia cultura.
Del mismo modo, Rafael Herrera procura que no se pierda la tradición liberal, en primer lugar porque sólo desde ella se puede divisar un horizonte cosmopolita cercano y alejado de esa deformación del individuo que es el multiculturalismo, una doctrina en la que, como ha dicho, Beck “el individuo desaparece, convertido en un epifenómeno de su cultura y su sociedad” (Ulrich Beck, 2004, p. 372). Pero también porque el pensamiento liberal es el único que da savia a un estilo de vida idiosincrásico, como es el occidental, que también necesita ser protegido. Herrera Guillén no se contenta con un liberalismo desencantado y eleva la apuesta más allá del mero ideal regulativo.
Así, contra lo que es habitual en estos días, el autor de Un largo día ha decidido mostrarnos la factura que tenemos que pagar por la conservación de nuestro querido régimen de vida democrático y liberal. No lo hace como una enmienda a la totalidad del sistema tan cara a los movimientos anti/alter globalización, espoleados por el principio de compensación de Odo Marquard, [8] que tan a propósito ha traído Herrera Guillen para su negación de la utopía [9] , en mi opinión un tanto exagerada, si tenemos en cuenta que una utopía realista –o lo que es lo mismo: dialéctica- también ayuda a salir de un presente recurrente y estancado como el que se está describiendo; sino bien al contrario, para refrendar aquello que merece la pena ser salvado de las ruinas del tiempo y que permita (re)construir este mundo de una manera más justa. Inevitablemente habrá que preguntarse si para ello bastará con perfeccionar para un uso distinto las herramientas ya conocidas, es decir, si será suficiente con actualizar las categorías políticas del pasado (preferentemente: «soberanía» y «representación») [10] o si éstas habrán devenido obsoletas y tendremos que colocarnos de nuevo –como nuestros antepasados- ante una situación original.
Rafael Herrera piensa que “la era global no es un tiempo postmoderno. Sin ser exactamente una etapa más de la modernidad, considero que debe ser explicada desde sus parámetros” (p. 66). No obstante, señala como signos inequívocos de la transformación de la Modernidad la imposibilidad de aplicar con claridad al tiempo presente los pares antitéticos que la han configurado desde el punto de vista político (amigo/enemigo; mando/obediencia) y social (interior/exterior; generatividad: padres/hijos), algo que a su vez se acompaña con la inquietante irrupción de “realidades sin término” a las que el autor designa como «categorías intermedias»: “Las categorías intermedias carecen de término explícito que las designen, pero son máximamente operativas socio-políticamente en su dimensión descriptiva y operativa. Así, por ejemplo, todo el mundo coincide en considerar Guantánamo como una anomalía dentro del Estado de Derecho, y sin embargo, a pesar de su existencia formal y material, no existe un término que designe esta realidad jurídico-política más que su ubicación espacial: Guántanamo” (p. 71). En efecto, la realidad empírica «Guantánamo» reconoce la dificultad con que se encontraron los dirigentes norteamericanos para aplicar la distinción moderna amigo-enemigo en un contexto diferente al de la guerra convencional, que se resume en el término igualmente borroso de “combatiente ilegal” con el que designar a los reclusos que en calidad de civiles habían participado activamente –o tenían intención de hacerlo (sic)- en la lucha armada contra los EE.UU [11] . Se puede aprobar el gesto de los dirigentes norteamericanos de haber intentado adecuarse a un estado de excepción, no de forma muy original, es cierto, pues la revocación del habeas corpus no es nueva: ya Abraham Lincoln justificaba en una carta de 1863 esta suspensión, así como la detención indefinida de los que se oponían a las leyes de conscripción durante la Guerra de Secesión [12] ; pero de ninguna manera es admisible su intención de prolongar sine die esa excepcionalidad del Estado de Derecho –que cínicamente se desplaza fuera del territorio nacional, a un no-lugar- y menos amparándose en una «Guerra contra el Terror» indiscriminada (el enemigo puede ser cualquiera) y escatológica (diseñada como una lucha entre el Bien y el Mal hasta el fin de los tiempos, con Dios de nuestra parte).
Por ese camino, democracias afianzadas como la americana se dirigen fatalmente hacia una nueva versión de la teología política descrita por Carl Schmitt, con un soberano que se siente autorizado a saltarse el orden legal y/o moldearlo a conveniencia porque entiende que encarna la voluntad popular y que el destino de su pueblo está en sus manos. Cuando cala la idea de que lo que está en juego es la salvación de la comunidad, todo está permitido: la exclusión de determinados elementos de la comunidad política, la sumisión de los otros poderes ante el ejecutivo (unitary executive), la redefinición de lo que es o no es «tortura» [13] , etc. Ahora bien, ¿es lícito aprovechar el miedo de la sociedad para emprender una reforma de la democracia que la desvirtúe hasta el punto de dejarla irreconocible incluso a los ojos de sus propios defensores?
3. La ilusión republicana
Estoy de acuerdo con Herrera Guillén en que no podemos caer ni en la paranoia política de supeditar todas nuestras acciones a la defensa frente a un enemigo difuso (paranoia por acción) ni en la tentación de obviar los peligros que nos acechan como si cada vez que algo malo sucede tuviéramos la certeza de que es la última vez que ocurrirá (paranoia por omisión) y que, por lo tanto, es mejor dejar las cosas como están para que la situación no empeore. Esto último además nos convierte en espectadores pasivos de nuestra propia desgracia. Escribe Herrera: “Tenemos un enemigo, pero no se muestra. Estamos en guerra, pero no sabemos bien contra quién. Esta situación puede llevar a nuestra sociedad a dos caminos divergentes, pero ambos igualmente erróneos: (la) paranoia por acción, en la medida en que toda acción política queda supeditada a la defensa frente al enemigo difuso. (Y la) paranoia por omisión, (en la cual) los ciudadanos se aferran a una normalidad objetivamente inexistente, para obviar la evidencia de la existencia de una anormalidad existencial en su vida normal. Es la manía persecutoria de la normalidad… A día de hoy, parece que la paranoia por acción se ha instalado en los Estados Unidos, mientras que la paranoia por omisión lo ha hecho en Europa.” (p. 96)
Hay que encontrar vías intermedias entre la arrogancia estéril de los estadounidenses y la cobarde cautela de los europeos. Aunque es muy probable que ésta sea una guerra que no se puede ganar, lo que no nos podemos permitir es perderla desde dentro. Si la paranoia es inevitable, la única estrategia que garantiza el éxito de la política es el control legal de la paranoia [14] . Dicho de otra manera, para salvaguardar los valores que nos definen como occidentales, tenemos que mantenernos en el límite político que nosotros mismos nos hemos fijado. La cuestión que está en el ambiente, empero, es si el respeto a ese límite no será la vía de agua que termine por hacer naufragar al barco de la democracia.
El autor de Un largo día se ha mostrado partidario de hacer valer ese límite que es en esencia el ideal político de nuestras sociedades desde Montesquieu: «Todo poder que no tenga límites no puede ser legítimo» (Cartas persas, carta 104). Se trata de un límite que es aceptado por toda la comunidad, al que se llega por consenso, y que se expresa en la ley. De este límite, fundamento de la democracia, ya se ha dicho casi todo. Y lo que no se ha dicho, Rafael Herrera está dispuesto a decirlo, sin tapujos: “existen determinadas identidades culturales que son tan absolutamente heterogéneas, que no pueden, ni deben, pisar el suelo de las naciones democráticas.” (p. 93) Es decir, se puede y se debe trazar un límite también extramuros: aquéllos que no desean una vida conforme a la razón democrática, con lo que ella supone: pluralismo, tolerancia, separación entre religión y Estado, etc., tienen que quedarse fuera de nuestras sociedades, desposeídos de los derechos que éstas garantizan, ya que tampoco quieren cumplir con las obligaciones que se exigen. Pero ¿cómo mantener alejados, en ese «afuera», a los nuevos bárbaros? Y por otro lado: ¿cómo nos afecta a nosotros esa frontera?
Comparto con Rafael Herrera y con otros autores (Glucksmann, sin ir más lejos) la impotencia y el ridículo que a veces produce ver cómo los discursos bienintencionados que se lanzan desde Occidente para apaciguar a los descontentos se estrellan contra el discurso del odio que se irradia desde férulas cuyo único objetivo es la destrucción de Occidente. Pero hay que tener cuidado de que nuestros ideales no nos traicionen. En este punto, cuando la tradición republicana sale al rescate de las ideas liberales, Herrera Guillén debiera ser consciente de que la adopción de un pensamiento republicano demasiado duro [15] puede arruinar lo que ha ganado apostando por el liberalismo, e incluso es posible que parte de su propuesta republicana coincida finalmente con alguna de las tesis de Huntington. En concreto me refiero al postulado de un etnocentrismo beligerante (también lo llama “polemismo identitario”) que “defiende el derecho de toda identidad a resistirse a cualquier otra identidad” (p. 172).
No existe una identidad más transparente que la del occidental, más abierta y justo por eso más expuesta. La defensa de esta identidad que algunos han confundido con la propagación universal de sus valores, cuando no con la mera imposición, no puede planificarse con arreglo a una disposición belicista, contrariamente a lo que piensa Rafael Herrera, para quien “en última instancia, los valores se imponen y sostienen por la fuerza.” (p. 150), afirma desde inspiraciones nietzscheanas. No queda claro, y esto me parece sintomático, qué fuerza invoca el autor. Porque la fuerza ya está de nuestro lado: es Occidente la parte del mundo que concentra el dominio económico y militar, pero de nada le vale en un conflicto asimétrico como el que se pronostica. Más bien lo agrava con mayores cotas de resentimiento. En mi opinión, lo que podría cambiar la imagen de Occidente es un uso inteligente, persuasivo si se prefiere, de esa fuerza, es decir, una fuerza que sea responsable de su poder, que no se comporte paternalmente pero que defienda la implantación de sus valores allí donde la gente esté dispuesta a recibirlos, un árbitro comprado por la razón, no por la razón del más fuerte. [16]
Pero antes Occidente tendrá que liberarse del miedo que le atenaza, causa de la mayoría de sus errores (racismo, asesinatos selectivos, torturas, secretismo oficial, terrorismo de Estado y un largo etcétera). La defensa de nuestros valores no puede pasar por la comisión de cuantas injusticias sean necesarias para protegerlos y mantenerlos: actuaríamos contra su naturaleza más íntima. Estos valores son superiores porque promueven una vida autónoma, libre y responsable, es decir, porque fortalecen al individuo y le obligan a elegir. Y la mayor de todas las injusticias sería practicar la sinécdoque política: tomar a cada individuo responsable de un atentado terrorista por el representante legítimo de una identidad antagónica a la nuestra. No nos podemos olvidar del individuo en ninguna circunstancia, tampoco del individuo que elige el nihilismo armado (léase, terrorismo). Este individuo se comporta como un bárbaro porque ha decido excluirnos de nuestra humanidad, un lujo que nosotros no nos podemos permitir: pese a su comportamiento no deja de ser humano –y aún diría más: la barbarie es exclusiva de los hombres. Nuestro dilema radica en que si dejáramos de ver en el bárbaro a un hombre, inmediatamente nos convertiríamos en bárbaros nosotros mismos. Por eso Occidente no puede vivir a la defensiva ni replegarse entre los muros que guardan su tesoro –como se desprende discretamente de la lectura del libro- porque el nuevo contexto global no lo permite, y porque al final, para proteger ese tesoro, entre esos muros, todos acabarían por sospechar de todos.
[1] Zygmunt Bauman, En busca de la política, FCE, Buenos Aires, 2001, p. 153.
[2] Rafael Herrera Guillén, Un largo día. Globalización y crisis política, Tres Fronteras Ediciones, Murcia, 2008, p. 9.
[3] Richard Sennett, La cultura del nuevo capitalismo, Anagrama, Barcelona, 2006, p. 16.
[4] Rafael Herrera Guillén, Un largo día. Globalización y crisis política, Tres Fronteras Ediciones, Murcia, 2008, p. 75.
[5] Rafael Herrera Guillén (Madrid, 1974), es Doctor Europeo en Filosofía. Profesor del Master de Filosofía de la Universidad de Murcia, es miembro del grupo de investigación de pensamiento político “Saavedra Fajardo” de la facultad de Filosofía de dicha Universidad. Recibió el Premio Extraordinario de Doctorado y el primer accésit del Premio de Ensayo Breve “Fermín Caballero”. Es autor de diferentes libros como Las indecisiones del primer liberalismo español, de Cádiz, 1812 y de Floridablanca en la Guerra de la Independencia, en los que aborda la transición desde la ilustración al primer liberalismo. Ha escrito numerosos artículos sobre filosofía política en medios académicos y es colaborador del diario La Opinión de Murcia, en donde aborda las cuestiones más relevantes de la política actual. Asimismo, es el creador de CriSishoy, blog señero del liberalismo español en red.
[6] En España los mejores resultados de esta metodología han llegado del grupo de investigación que dirige el profesor de la Universidad de Murcia, José Luis Villacañas, en cuyo seno realizó Rafael Herrera su tesis doctoral, posteriormente publicada: Las indecisiones del primer liberalismo español. Juan Sempere y Guarinos, Biblioteca Nueva, Madrid, 2007.
[7] «The Crash of Civizilizations?», Foreign Affairs, Nueva York, verano de 1993. Este escrito dio origen al libro posterior: El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial, Paidós, Barcelona, 1997.
[8] El ironista alemán afirma que ««Cuanto mejor les van las cosas a los seres humanos, peor encuentran aquello que les permite estar mejor»»
[9] “La utopía es una oferta que promete un hermoso futuro pero a cambio nos roba el presente. Es, por esencia, un tipo de pensamiento anti-conservador, es decir, anti-humano, pues pretende irrumpir en el tiempo para cambiar las formas de dominio y de construcción social. Naturalmente no se trata de defender la inactividad máximamente crítica, sino, al contrario, de no reducirla a su gesto más impotente, que es siempre el gesto utópico, porque desgasta las energías críticas en proyectos que, al final, deslegitiman la realidad sin aportar evidencias de eficacia política. Odo Marquard ha dicho algunas cosas en este sentido…” (pp. 32-33)
[10] Ésta es la tesis del autor. En el siguiente párrafo, desarrolla las siguientes metáforas sobre el hombre como hormiga y las tradiciones como alimentos precocinados: “El ser humano, por más que se empeñe en ocasiones, no tiene tiempo ni para grandes creaciones ni para grandes destrucciones. Hormiguita del tiempo, acumula estrategias exitosas que deben ser continuamente ajustadas en sus piezas e incluso, en ocasiones, sustituidas por nuevas realidades de su inventiva pragmática. Porque, al cabo, el ser humano aspira a estar vivo, y para estarlo, ni puede comenzar desde cero ni abolir lo acumulado. …
Es esencial que la zozobra del tiempo nos permita conservar cuanto llevamos construido, mientras revele su capacidad para dotar de sentido a la vida. Debemos conservar todo lo viejo que sirva a la vida y dé muestras de su utilidad. El famélico hombre del presente, en estado de carestía, no podrá alimentarse de los jóvenes frutos, que son siempre una visión improbable, y tendrá que valerse de los alimentos en conserva que guardan sus propiedades. En el fondo, el conservadurismo político tal cual pretendo exponerlo aquí, exige un estómago lo suficientemente versátil como para consolarse con alimentos precocinados y nutritivos, pero poco elegantes y menos sabrosos que un plato bien preparado por un chef de primera en la cocina del tiempo.
Así, pues, creo que sería muy útil compilar todas las latas de conserva a nuestra disposición y almacenarlas como una reserva desde la que establecer las líneas de acción racionales del futuro inmediato. No podemos hacer más, y de hecho, no es poco conseguir hacer esto. Lo importante es comprender que un tiempo de inestabilidad y de cambio como el presente no puede ser afrontado desde posiciones dramáticas sumidas en pares antitéticos de opresión-liberación, sino, sencillamente, desde el reconocimiento de su perfil crítico al cual puede dársele respuesta mediante innovaciones que conserven lo ya ganado por la modernidad. Cualquier pretensión postmoderna de dar por finalizada la modernidad que aspire a trabajar ex nihilo, no solamente está condenada al fracaso, sino que se verá expuesta a todas las inconsecuencias antropológicamente insostenibles de la utopía, al no reconocer que la entrada en crisis de la modernidad no es ya el final de la modernidad.” (pp. 36-37.)
[11] “No quiero decir que la definición formal amigo-enemigo de la democracia, tal como la heredamos de la modernidad ilustrada, haya dejado de funcionar. Lo que intento mostrar es que esta definición no lo es todo para nosotros, porque la democracia del siglo XXI siente el ataque del enemigo pero no puede definir su rostro. Esto puede llegar a corromper el alma de la democracia, hasta hacerla enfermar de manía persecutoria. Esto puede ser un destino mientras no seamos capaces de dibujar el rostro del enemigo contemporáneo.” (p. 86)
[12] Abrahan Lincoln, carta a Erastus Corning y otros, 12 de junio, 1863, en Michael Ignatieff: El mal menor. Ética política en una era de terror, Taurus, Madrid, 2005, p. 48. Poco tiempo después, el Tribunal Supremo de Estados Unidos condenó tajantemente la suspensión provisional del habeas corpus practicada por el presidente Lincoln en Ex parte Michigan (1866). Ignatieff recuerda otros momentos de la historia de los EE. UU. en que se conculcaron las libertades y derechos individuales ante una supuesta amenaza a la seguridad nacional: el «Terror rojo» de 1919 que llevó a la Administración Hoover a practicar redadas masivas entre los huelguistas de izquierdas o el confinamiento de los residentes estadounidenses de origen japonés en la costa oeste durante la segunda guerra mundial, un episodio similar a la discriminación que sufrieron ciertas franjas de la población norteamericana (de ascendencia árabe o musulmana) en los días y meses posteriores al 11-S. En aquellos casos el gobierno pecó por exceso de precaución, pero naturalmente esto sólo lo sabemos a posteriori.
[13] «Determinados actos pueden ser crueles, inhumanos o degradantes, pero aún así no producir dolor ni sufrimiento de la intensidad exigida» para que puedan calificarse como tortura. «Para que un acto sea una tortura […] debe infligir un dolor difícilmente soportable. El dolor físico que se califica como tortura debe ser de intensidad equivalente al dolor propio de heridas físicas graves, y que conlleva la incapacidad de órganos, el deterioro de funciones corporales o incluso la muerte». Cita del memorándum conocido como Torture Memo, que fue redactado por el departamento de asesoría legal del Ministerio de Justicia de Estados Unidos, en concreto por el profesor de Derecho de la Universidad de Berkeley,John Yoo (aunque lo firme Jay S. Bybee, con un cargo equivalente en España al de Ministro de Justicia), y que se puede consultar en internet: https://www.washingtonpost.com/wpsrv/nation/documents/dojinterrogationmemo20020801.pdf
[14] Literalmente en el texto se dice: “la consideración paranoica de la existencia de un enemigo, aunque puede resultar una demencia para la posteridad, no deja de ser una realidad política de primer orden y, además, no está siempre fundada en la mera imaginación enfermiza…. Lo importante es que la paranoia no suspenda las reglas democráticas del Estado de Derecho. El Estado a veces se ve forzado a la paranoia, pero debemos velar siempre porque su paranoia sea siempre una paranoia legal.” (p. 87)
[15] Utilizo la expresión que acuña Ronald Terchek y que comunica a Maquiavelo y Rousseau con Michael Sandel y Charles Taylor. La interpretación más significativa de este pensamiento por parte de Rafael Herrera en su escrito llega con el concepto de «beligerancia cívica» que alude a la conveniencia de que todos los ciudadanos participen de forma proactiva en las tareas de seguridad de su entorno. Aunque el autor insiste en que se trata de recuperar el viejo ideal del ciudadano-soldado propuesto por Maquiavelo, su aplicación tiene más que ver con la disolución del panóptico (fuerzas de seguridad del Estado) en miles de ojos vigilantes ante cualquier peligro potencial (pp. 115-117).
[16] La sugerencia de Rafael Herrera Guillén de que la comunidad internacional, y más concretamente Europa, no debiera implicarse en conflictos que no presentan garantías de alcanzar una solución estable en el tiempo, porque la intervención sólo sirve para congelar artificialmente el conflicto y prolongar así el drama de la población civil, debe mucho a la visión de Edward N. Luttwak: Parabellum. La estrategia de la paz y de la guerra, Siglo XXI, Madrid, 2005.