Sección digital Otras reseñas
Cortés Rodas, Francisco: Justicia y exclusión
Bogotá, Siglo del Hombre Editores, Instituto de Filosofía de la Universidad de Antioquía, Bogotá, 2007, 246 pp.
María Julia Bertomeu | UNLP. Conicet
En los últimos años se ha impuesto un modo de hacer filosofía política –el rawlsismo metodológico- que tuvo una influencia casi tan grande como las propias posiciones normativas de Rawls, y que marcó un estilo de filosofía política a-histórica y a-institucional que, entre otras muchas cosas, se especializa en temas de justicia distributiva, independientemente de las institucionales sociales de la propiedad y de las clases, y de las relaciones sociales históricamente existentes.
No es este el caso del libro que reseñamos. Cortés Rodas se propone, de principio a final, abordar los temas de (in)justicia nacional e internacional con el convencimiento -y con los datos y estadísticas que lo documentan - de que el problema de la pobreza y la exclusión hunde sus raíces en injusticias perpetradas tanto por los estados nacionales, como por los países centrales que imponen reglas de comercio internacional y transformaciones estructurales cuyos únicos beneficiarios son las elites locales y transnacionales. Se trata, en palabras del autor, de una “reflexión normativa histórica y socialmente contextualizada, que toma en cuenta los específicos problemas de exclusión en sociedades de América latina.” Es un libro breve, profundo, bien documentado, que invita a la reflexión y discusión, siendo este último uno de los mayores méritos de un texto de filosofía política.
Cortés Rodas es un filósofo colombiano atento al monumental fenómeno de exclusión social, política y cultural de su país y de la región. En este texto se propuso investigar los problemas históricos y estructurales que dieron lugar a tal fenómeno de exclusión que también, ¿por qué no?, podríamos denominar un fenómeno gigantesco de desposesión cultural, económica y política. El análisis se hace en base los instrumentos conceptuales de una teoría de justicia que el autor denomina “justicia social (inclusiva)”, que trasciende los límites de las teorías ideales de justicia distributiva a la moda. Uno de los méritos del libro es la relación que se establece – relación ésta muchas veces ignorada de modo expreso por quienes creen que la teoría normativa nada tiene que ver con los hechos- entre la pobreza y desigualdad en la región, entre las elites económicas locales y las instituciones económicas globales. Y la dirección de la flecha causal, por descontado, va de norte a sur, y de las elites económicas locales a los fenómenos locales de exclusión, siendo ambas cosas totalmente interdependientes, como dice el autor, sin caer en el error de desconocer que la globalización siempre ha necesitado de los Estados. En este tema el filósofo colombiano está en sintonía con quienes desde siempre, y muchas veces a contracorriente, recuerdan que son los Estados los que otorgan las garantías legales, los mercados desregulados y las reglas contractuales, incluidas obviamente las desregulaciones laborales y el despojo de los recursos naturales que han hecho posible, desde siempre, el pillaje de la economía globalizada.
El libro se articula en torno el análisis de tres tipos de exclusión ubicuas en América Latina, separadas por razones metodológicas pero íntimamente embridadas: 1) la exclusión racial, 2) la exclusión económica y 3) la exclusión política que es consecuencia directa de la económica. Sobre el primer tipo de exclusión, la racial, y siguiendo las líneas generales de la posición del filósofo mexicano Luis Villoro; Cortés Rodas cuestiona desde sus inicios en las reflexiones del padre Bartolomé de las Casas el proceso de asimilación del indio a costa de la pérdida de su identidad cultural, y la profundización de ese modelo con la aparición de los estados nacionales que impusieron un modelo hegemónico sobre los pueblos originarios, amparados para ello en un concepto liberal de neutralidad del estado -la famosa neutralidad frente a las formas de vida buena- como si todas ellas tuvieran igual capacidad para desarrollarse libremente. El autor sabe que la neutralidad no consiste sólo en el respeto (negativo) del estado frente a las distintas concepciones del bien, sino que también significa la obligación “positiva” del estado de interferir, y si necesario, destruir la raíz económica e institucional de aquellos poderes privados que amenazan con disputar con éxito a una república su inalienable derecho a determinar la utilidad pública. Y dado que los estados nacionales no cumplieron ni cumplen con esa obligación, los indios, los negros, las mujeres (¿todas?) y los pobres -los condenados de la tierra de Fanon – todos ellos fueron excluidos por los nuevos estados nacionales liberales latinoamericanos, y esta situación se mantiene intacta hasta nuestros días, a juicio de quien, como Cortés Rodas, tiene una visión de largo alcance del fenómeno actual de desigualdad y exclusión. Las mismas raíces históricas de la exclusión racial explican, según el autor, la exclusión económica y política. Desposeídos de tierras, saberes y culturas propias desde la colonia hasta la era de la globalización actual -la nueva era de la codicia- los grupos racialmente excluidos son también, y por la misma razón, excluidos económica y políticamente a lo largo de cuatro siglos de dominación colonial y neocolonial.
Una buena parte del texto se ocupa de exponer méritos y deméritos de las teorías de liberales justicia (en el sentido anglosajón de liberalismo) de carácter nacional e internacional, sean estas libertarias o igualitarias. El hilo conductor de la crítica es una idea base: es falso establecer la prioridad de la libertad por sobre la igualdad, porque una concepción de justicia social tiene que priorizar un principio que defina las condiciones elementales que hacen posible la realización de una vida humana independiente. Este principio es, según el autor, la “equidad social”. Todo lo demás, los principios básicos de libertades individuales y políticas, el principio de distribución de recursos económicos y el principio de reconocimiento cultural, todos ellos están subordinados a la equidad social, que es el nombre que el autor le otorga al principio de la independencia material garantizada o, podríamos decirlo con los antiguos, la autarquía. El autor no lo dice, pero no creo traicionarlo al afirmar que los principios subordinados están (parcialmente) contenidos en este principio básico y fundamental. Sería interesante discutir con el filósofo colombiano en qué medida este principio no equivale a un principio de libertad –obviamente no liberal- entendido de manera institucional, esto es, como un conjunto de derechos inalienables constitutivos de existencias sociales separadas y autónomas, con base material independiente propia, como lo ha hecho la tradición republicana histórica desde Aristóteles a Marx. Esto es, la libertad entendida como independencia, ausencia de dominación arbitraria o, lo que es lo mismo, como la capacidad de ser “sujeto de derecho propio”, en el sentido del concepto de “sui iuris” heredado del viejo derecho romano.
No expondré con el detalle que merecerían todos los capítulos del texto. Creo que es suficiente con decir que mientras en el plano local el autor se acerca a las teorías de justicia propuestas por Sen, Nussbaum y Honneth, en el ámbito internacional sigue de cerca, aunque con diferencias, la propuesta de justicia internacional de Pögge.
Lo que me interesa particularmente no es exponer las críticas de Cortés Rodas a las teorías -aunque recomiendo al lector detenerse en ello – sino el enfoque del autor, y especialmente lo que denomina justicia social inclusiva, que no se limita a proponer una justa distribución de bienes sociales sino que -y en la medida en que el punto de partida es una teoría históricamente indexada que no cede a relativismos porque dispone de los datos objetivos necesarios- “se propone como problema central la cuestión de la transformación de las relaciones de poder político y económico.” Haciéndose eco de ideas de Marx sobre la necesidad de erradicar las fuentes de dependencia y dominación -lo que para Marx significa falta de libertad- el autor bien dice que la simple distribución de recursos deja intacta la asimetría estructural entre el capital y el trabajo, que es la causa de las desigualdades sociales. Por supuesto, esta perspectiva lo aleja de las teorías liberales de justicia distributiva, que se desentienden del tema de la propiedad, de la dominación y de las injusticias históricas, y también enriquece el planteo del autor –que no se limita a construir una teoría ideal de justicia distributiva-. Si la injusticia espacial y temporalmente indexada tiene que ver con las relaciones de poder político y económico, entonces no basta con una teoría ideal de justicia distributiva porque, lo dice con Pögge: los pobres de este mundo no son simplemente pobres y hambrientos, son empobrecidos y conducidos al hambre por nuestras instituciones. Huelga decir que así planteada la cuestión, el empobrecimiento tiene que ver con el despojo y, por eso mismo bien dice Cortés Rodas, que los países más desarrollados y los ciudadanos del mundo que gozan de mayor bienestar tienen una responsabilidad (negativa) y el deber de no contribuir al mantenimiento del orden actual, por haber obligado a la inmensa mayoría de pobres a pertenecer a un orden mundial que produce pobreza, que los excluye del usufructo de materias primas y que perpetúa la desigualdad por medio de la violencia. Y todas estas informaciones están acompañadas con datos sobre niveles de pobreza e indigencia, y porcentajes de riqueza y pobreza. Por ejemplo, que en el 2002 los estratos más ricos en América Latina, que con el 20% de la población, controlaban el 54,24% del Ingreso Nacional Total, mientras que el 20% de la población más pobre disponía sólo de un 4,71%, entre otros muchos datos.
En su discusión con los liberales globalistas y nacionalistas, el autor realiza una serie de puntuaciones interesantes y gran parte de los argumentos se rebaten con argumentos bien fundados y con hechos objetivos. En primer lugar, la única alternativa viable de cara a las injusticias en el interior de los estados y en las relaciones mutuas entre ellos –tanto fáctica como normativamente- es una teoría de justicia social transnacional o justicia económica global y de respeto por los derechos humanos, cosa que requiere la estructura normativa de los estados nacionales, separándose tanto del liberalismo nacionalista a la Rawls como del globalismo radical de Beitz, para acercarse a lo que denomina el globalismo débil de Pögge.
Pues bien, en cuanto a los deberes concretos de justicia –en contextos nacionales y globales- y teniendo en cuenta los datos aportados sobre la pobreza generada por el sistema de mercado globalizado, el robo de materias primas y la perpetuación de la desigualdad por la vía de la violencia, tales deberes no derivan, según el autor que aquí sigue de cerca a Pögge, de una exigencia normativa de igualdad abstracta y ahistóricamente concebida. Quienes han causado la exclusión de la gran mayoría de los pobres que habitan el mundo son responsables frente a la catástrofe de la pobreza, indigencia y exclusión, del robo y, por esa misma razón, la extinción de recursos naturales mundiales. Para el contexto nacional, lo hemos dicho ya, Cortés Rodas propone un orden de principios precedido por el de la equidad social; en el internacional, en cambio, plantea una radicalización del deber de asistencia, definido como un deber negativo, que supone compartir el bienestar material con otros estados cuando hay situaciones de pobreza extrema, contribuir a la creación de instituciones democráticas para tratar los problemas del sistema global económico y político, apoyar la creación de instituciones redistributivas de bienes para reparar daños producidos, favorecer los mecanismo necesarios para que los derechos humanos tengan un alcance positivo, garantizar el asilo en caso de violaciones de derechos humanos.
Sobre este último punto quisiera hacer algunos comentarios, que posiblemente podrían conducir a una fructífera discusión con el filósofo colombiano. Confieso que no alcanzo a comprender por qué el deber de asistencia internacional propuesto debería ser un “deber negativo”, ni tampoco cuál es el valor normativo de hablar de deberes negativos y positivos, cuando hay derechos en juego que han sido avasallados y, cuando menos, requieren compensación (positiva). ¿Si hay responsabilidad por los daños causados, y si esa responsabilidad puede ser atribuida a actores concretos (megaempresas, elites nacionales corruptas, transnacionales, reglas del comercio internacional injustas, entre otras muchas) por qué hablar de deberes negativos? Por otro lado, ¿cómo es posible pensar, por ejemplo, un sistema económico nacional y global más justo, un capitalismo con rostro humano, digamos, sin grandes reformas económicas locales y mundiales? Desgraciadamente, el poder de los ricos no depende de las estadísticas, por muy calamitosas que sean, sino del poder político que aún tienen a pesar de la actual crisis económica mundial, y tal poder político –lo sabe el autor- es el causante de las grandes masas de clases expropiadas y carentes de toda propiedad. La democracia económica y política mundial sólo sería posible si se superara la división radical entre economía y política, creo coincidir con Cortés Rodas hasta este punto. Ahora bien, ¿qué significa democratizar el sistema económico global?: suponiendo que se democratizaran las empresas, que sería el primer paso, aún así el mercado (no democrático) seguiría gobernando si la democracia no se extendiera a los niveles intermedios y macroeconómico, es decir a los grupos empresariales y el conjunto de la economía regional y mundial. Para lograr esto último, la democracia macroeconómica, es necesario o bien crear nuevas instituciones o bien reformar las ya existentes de manera profunda. Todo esto requeriría de grandes intervenciones (positivas) sobre la economía mundial y, efectivamente implicaría cambios profundos en el sistema económico mundial, cosa que Cortés Rodas y Pögge no parecen compartir.
El autor, que no quiere ceder a un utopismo irrealista propone, con Pögge, un criterio redistributivo global por medio de un dividendo de los recursos globales (DRG) que permitiría erradicar el hambre en el mundo en pocos años, sin tener que efectuar grandes cambios en el sistema económico global; el cambio del poder de negociación en las instituciones internacionales para que el 85% de la población mundial pobre tengan posibilidad de participación real en las decisiones; una reforma impositiva radical nacional porque los pobres tienen derecho a participar en los beneficios obtenidos de la propiedad privada y pública y, además, un cambio de los sistemas de poder y dominación (locales e internacionales) causantes de la pobreza mundial.
Bienvenido sea un texto de filosofía política normativa, informado sobre las discusiones académicas actuales pero también, cosa poco usual, decidido a que la teoría lidie con los hechos objetivos, sin perder profundidad conceptual y ganando en uno de los requisitos metodológicos imprescindibles de las ciencias normativas que es la informatividad.