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Una versión conservadora del liberalismo español decimonónico [*]
A propósito de JoaquínVarela Suanzes-Carpegna, El conde de Toreno. Biografía de un liberal (1786-1843), Marcial Pons, 2005, 263 pp.
Antonio Rivera García
Entre la historiografía contemporánea abundan los libros que nos ofrecen una visión bastante conservadora del liberalismo español del XIX. Estos textos, como el que abordamos en esta reseña, tienden a coincidir con las posiciones y argumentaciones de los moderados, a ensalzar la prudente, ecléctica y realista posición de los liberales del justo medio, aquellos que en los primeros decenios del siglo XIX pretendían situarse más allá del despotismo fernandino y de la revolución doceañista. Para esos historiadores conservadores, el liberalismo más sensato comienza con el Estatuto Real y tiene su última gran expresión con la Restauración alfonsina. Las figuras de Martínez de la Rosa o Cánovas del Castillo pueden ser los ejemplos más claros del buen liberal que pretende rescatar esta tendencia actual de la historiografía.
Nuestra aproximación al liberalismo decimonónico es muy distinta. Lejos de desdeñar el liberalismo doceañista como una corrupción “democrática” de las esencias liberales, y de rechazarlo como un ejemplo más del “liberalismo popular”, [1] esto es, de enviarlo al infierno del “populismo”, pensamos que los verdaderos liberales son los herederos del doceañismo, los progresistas y, en gran medida, los hombres del Partido Demócrata. Fueron ellos los únicos que se tomaron en serio dos principios liberales tan indiscutibles como la universalidad e ilegislabilidad de los derechos individuales y la división de poderes, mientras que los hombres del justo medio, ya fueran del Partido Moderado o de la Unión Liberal, siempre estuvieron dispuestos a sacrificarlos en beneficio del orden público [2] y de la “omnipotencia ministerial”. Además, los mejores publicistas de los partidos progresista y demócrata intentaron armonizar liberalismo y democracia, mientras que los eclécticos, los conservadores españoles, defendieron el criterio del censo, mucho más restringido que el asumido por los progresistas anteriores al sexenio, para discriminar entre los españoles capacitados para detentar derechos políticos y los incapaces de conocer el bien común y poseer tales derechos. De esta biografía, el lector extrae la conclusión, inexacta a nuestro juicio si pensamos en progresistas y demócratas, de que en el siglo XIX liberalismo y democracia son dos términos condenados a ser contradictorios.
La clave de la presente biografía sobre José María Queipo de Llano, conde de Toreno, se localiza en el cambio que este liberal experimenta desde su inicial “radicalismo” doceañista hasta su conservadurismo final. Lo discutible de la biografía no se encuentra en el análisis de las fuentes y en los datos biográficos aportados, sino en la interpretación positiva de la mutación ideológica experimentada por el conde, pues en el fondo implica una defensa del moderantismo y una condena del liberalismo doceañista. Por esta razón, si Toreno abandona el liberalismo radical de su juventud por la pragmática posición de los moderados se debe, a juicio de Varela, a un mejor conocimiento práctico del Estado constitucional. Conocimiento que había adquirido, primero, durante sus dos exilios gracias al estudio de la situación de Inglaterra y Francia; y, después, en la época del Estatuto Real, por desempeñar altas responsabilidades políticas como la de ministro e incluso, aunque por muy breve tiempo, la de presidente de gobierno. Conviene tener en cuenta que la fuente más utilizada por Varela es la biografía, la única con la cual contábamos hasta hoy, escrita por el moderado Leopoldo Augusto Cueto en 1842 para la Galería de Españoles Célebres Contemporáneos. En bastantes ocasiones, y significativamente cuando es preciso reconocer la bondad del cambio experimentado por del conde, Varela cede la palabra a Cueto. Desde luego, la biografía del 2005 no se distancia del sesgo conservador del moderado decimonónico.
Antes de comentar y valorar las razones de este cambio conviene hacer memoria del pensamiento que mantuvo Toreno, el diputado más joven, durante el período de las cortes extraordinarias de Cádiz. Varela ha recopilado toda una serie de discursos pronunciados por el conde, de los que claramente se puede extraer su pensamiento político. En resumidas cuentas, Toreno es en aquel tiempo un firme defensor de la soberanía nacional o popular, lo cual implicaba también una decidida oposición a los cuerpos intermedios. De ahí sus discursos contrarios a los señoríos, a la necesidad de ser noble para detentar el mando en los ejércitos o a la Inquisición. El soberano era, como expresó con ocasión del debate en torno al “voto de Santiago”, una nación compuesta por individuos y no por cuerpos u órganos. En cierto modo, como nos recuerda Varela, la definición de nación asumida por los liberales doceañistas podía resumirse con estas palabras pronunciadas por Juan Nicasio Gallego: “Una nación es una asociación de hombres libres que han convenido voluntariamente en componer un cuerpo moral, el cual ha de regirse por leyes que sean resultado de la voluntad de los individuos que lo forman, y cuyo único objeto es el bien y la utilidad de toda la sociedad” (cit. en p. 92).
Toreno, en contraste con su posterior etapa moderada o –como prefiere Varela– “conservadora”, defendía en aquellos días mantener una clara separación entre soberanía y representación, entre cortes constituyentes extraordinarias y las cortes ordinarias, y era asimismo un firme valedor del unicameralismo. Propugnaba un poder ejecutivo, un poder real, muy limitado y separado del poder legislativo. Por ello se oponía al ejercicio del veto suspensivo por parte del monarca, e incluso a tradicionales prerrogativas regias como el derecho a declarar la guerra y la paz, prerrogativa que, en cambio, se otorgaba a las cortes o “representación nacional”. En relación con la cuestión de la responsabilidad de los magistrados y funcionarios públicos, José María Queipo de Llano, aparte de exigir a todos ellos lealtad a la Constitución, [3] sostenía que los representantes políticos debían ser juzgados por tribunales nombrados por la nación o las Cortes, y no por el poder judicial.
Si atendemos a la cuestión religiosa, siempre perteneció al campo de los favorables a la libertad de cultos que, como Agustín Argüelles, no estaban conformes con el artículo doce, el relativo al catolicismo como religión nacional, pero que consideraron más prudente –lo cual choca con las acusaciones de radicalismo– no hacer frente a la “furia teológica del clero”. [4] Esta insatisfacción con respecto a la cuestión religiosa pone de relieve –y aquí Varela no se equivoca– que el liberalismo doceañista es algo más que la Constitución de Cádiz. Esta última no contenía todas las demandas del primer liberalismo español. Por otra parte, la lucha por la tolerancia parecía convergente con el anticlericalismo o regalismo impulsado por los fiscales y Secretarios de Despacho del siglo anterior. A esta tradición sigue vinculado el Toreno de su última etapa, el conservador presidente de gobierno, quien llegó a restablecer en julio de 1835 la Pragmática Sanción de 1786 por la cual se expulsaba a los jesuitas (p. 178).
Otro de los rasgos del Toreno doceañista que hereda el moderado es su antifederalismo y su oposición a la autonomía de las corporaciones territoriales. En contraste con otros liberales y con los posteriores progresistas, el primer Toreno se mostraba muy preocupado por la deriva federal que podía tomar la nación española. [5] Para el conde, la amenaza de federalismo se cernía cuando se convertía a los ayuntamientos en órganos con carácter representativo, y no en meras piezas de la máquina estatal dirigida por el gobierno, como venía sosteniendo el municipalismo francés desde Turgot. En el debate constitucional sobre los ayuntamientos comentaba que no había “más representación que la del Congreso Nacional. Si fuera según se ha dicho tendríamos que los ayuntamientos, siendo una representación, y existiendo consiguientemente como cuerpos separados, formarían una nación federada en vez de constituir una sola e indivisible nación” (cit. en p. 84). La defensa de un Estado uniforme sigue siendo una de las convicciones fundamentales de la etapa conservadora del conde. Pero ahora más que un rasgo de su jacobinismo, como señala Varela (p. 233), forma parte de los fundamentos de su liberalismo doctrinario, como se puede observar en el francés Guizot o en el español Alcalá Galiano.
En la parte de esta biografía titulada el “liberal revolucionario”, no falta una somera referencia a la debatida cuestión del historicismo del liberalismo español. Se ha exagerado mucho sobre este tema. Creo que las palabras de Argüelles, citadas por el propio Varela, demuestran el elevado carácter retórico de las declaraciones liberales sobre la fidelidad a la constitución histórica. Tales declaraciones servían en gran medida para luchar contra aquel grupo, al cual pertenecerá Toreno desde el trienio liberal, que acusaba a los doceañistas de levantar una constitución basada en principios abstractos, generales o meramente teóricos: “Sabía –escribe Agustín de Argüelles, sí, que la nación, como soberana, podía destruir de un golpe todas las leyes fundamentales si así lo hubiera exigido el interés general, pero sabía también que la antigua legislación contenía los principios fundamentales de la felicidad nacional, y por eso se limitó en las reformas a los defectos capitales que halló en ellas” (cit. en p. 92). Lo importante de este fragmento es que el propio Argüelles, a quien se suele atribuir el conocido Discurso Preliminar de la Constitución de Cádiz, reconoce que, por encima de la constitución histórica, se encuentra la nación soberana, capaz de fulminar todos las leyes fundamentales del pasado. Esto es algo radicalmente distinto del historicismo reaccionario, para el cual sólo tiene valor la “incesante tradición”, las instituciones surgidas del crisol de la historia.
El cambio de Toreno hacia el liberalismo moderado va a tener lugar durante el primer exilio, el iniciado en 1814. En estos años recibe la influencia de los liberales europeos, particularmente de los doctrinarios, y comienza a asumir las tesis del parlamento bicameral y del fortalecimiento de un poder real que, además de jefe del ejecutivo, tiene importantes competencias legislativas. Al inicio del trienio liberal, el conde ya forma parte del sector moderado y aparece como uno de los más insignes opositores del bando “exaltado”. Su “radicalismo” liberal ha pasado a la historia. Un poco más tarde, durante el segundo exilio, en los años 31 y 32, escribe los libros XIII a XVIII de su magna obra Historia del levantamiento, Guerra y Revolución en España, “en donde examina la obra de las Cortes de Cádiz y, en particular, la Constitución de 1812”, y en ellos se puede comprobar ya su alejamiento de los ideales de juventud. Son capítulos en los que podemos encontrar la esencia de la crítica moderada al liberalismo doceañista (pp. 145-149). Denuncia todas aquellas ideas abstractas que pretendió imponer el liberalismo revolucionario, como el “abstruso” principio de la soberanía nacional; la estricta separación de poderes que impedía al ejecutivo participar en la tarea legislativa; el unicameralismo que, en contraste con las cortes ordinarias bicamerales, no podía ejercer de balanza entre los nuevos intereses populares y los estables intereses de la nobleza y clero; la excesiva limitación del poder real o del ejecutivo, y, en concreto, la prohibición de disolver las cortes; y, aunque en esto no había experimentado ningún cambio, la autonomía local y la uniformidad jurídica entre la península y las provincias de ultramar. En suma, para Toreno, la Constitución de Cádiz padecía dos grandes defectos: por una parte, la forma y composición del poder legislativo era deficiente porque éste se había separado completamente del poder ejecutivo; y, por otra, era una constitución minuciosa, aspecto en el que coincidían también algunos liberales doceañistas como Ramón Salas, y especulativa, esto es, abstracta y llena de principios generales e imposibles de llevar a la práctica.
Varela considera que este Toreno sí se encuentra a la altura de los tiempos, pues ahora defiende el liberalismo dominante en la Europa occidental (p. 117). Su modelo constitucional se asemeja a la doctrinaria Carta francesa de 1830, la promulgada tras la revolución de julio, y a la constitución belga de 1831, las cuales establecen un sistema parlamentario bicameral, mayor colaboración entre parlamento y ejecutivo en la elaboración de las leyes y el robustecimiento del poder real. El autor de la biografía no se conforma con afirmar que ésta es la vía conciliadora y pragmática por la cual apuestan los liberales conservadores, y añade que había “un acuerdo casi general en el seno del liberalismo acerca de la invalidez del modelo doceañista para edificar el nuevo Estado liberal”. Mas tal acuerdo sólo puede entenderse si reducimos el liberalismo a los moderados y al sector más templado del progresismo. Y, desde luego, ni nos permite comprender por qué el progresismo se presentó como heredero del doceañismo, ni explicar por qué ni el Estatuto Real ni la constitución del 37 sirvieron para establecer unas instituciones liberales estables. Pero quizá el biógrafo del conde se limita a identificar liberalismo y conservadurismo, y a rechazar las otras tendencias liberales por pertenecer a esa contradictio in terminis que, a juicio del biógrafo, era el “liberalismo popular”. Todo ello no obsta para que, siguiendo algunos textos de la literatura moderada y reaccionaria, como –en palabras de Varela– el “excelente artículo La esterilidad de la revolución española” (p. 134) del tradicionalista Balmes, critique al liberalismo doceañista, y en especial al que se impone durante el trienio liberal, por su escaso apoyo popular.
Joaquín Varela señala que el Toreno más maduro no lo vamos a encontrar hasta la época del Estatuto Real, hasta el momento en que asume responsabilidades de gobierno. Es entonces cuando se aleja definitivamente de los principios abstractos o no contrastados por la práctica (p. 172); cuando se convierte en un consumado líder del eclecticismo o de la teoría del “justo medio” entre los excesos del 23 y el despotismo del 24; o cuando, como leemos en la conclusión de este libro, se hace “más pragmático y conciliador, más consciente del valor del orden y del cumplimiento de la ley”, y sus discursos pierden “su dogmatismo inicial”, aunque siguen “destacando por la solidez de sus argumentos” (p. 229). Y, por si fuera poco, este positivo “cambio de su pensamiento (ideas, talento y estilo)” se debía tanto “a una mayor experiencia política, esto es, a un mejor conocimiento de los seres humanos y del funcionamiento de la sociedad y del propio Estado”, como “a una mayor madurez intelectual” (p. 230).
Ciertamente, el conde afirmaba en un discurso pronunciado en marzo del 35, fecha en la cual era ministro de Hacienda, que “en materias de gobierno [...] menester es que se ande tras los medios positivos y no siguiendo sólo teorías generales [...]. Lo más difícil en el arte de gobernar consiste en la práctica, en la aplicación de estos principios generales, y en saber si esas teorías, que parecen tan halagüeñas y justas, son positivas y ciertas cuando se trata de ponerlas en obra” (p. 172). Ahora bien, en el contexto de este discurso, ¿qué significado tenía alejarse de los principios generales o abstractos? Pues no significaba otra cosa que oponerse, por ejemplo, al restablecimiento de los ayuntamientos electivos, a la milicia nacional, a la libertad de imprenta sin limitaciones y al derecho de petición (p. 172); o, como señalaba el periódico moderado La abeja, combatir las “seductoras teorías de la soberanía popular” y contrariar “las vagas declaraciones de derechos sin sanción penal” (p. 175). En el fondo, con ese liberalismo pragmático y “a la altura de los tiempos”, el moderado Toreno pretendía, desde un punto de vista político, frenar las tendencias democráticas del liberalismo y defender a las clases privilegiadas o propietarias; y, desde un punto de vista institucional, esto es, en relación con las instituciones representativas o el “gobierno” en un sentido amplio, aspiraba a la omnipotencia ministerial. Veamos para finalizar cómo los discursos de Toreno contienen estas dos aspiraciones, comunes por lo demás a todo el pensamiento liberal-conservador.
En primer lugar, el conde era hostil a la teoría de la soberanía popular y partidario de restringir en grado sumo los derechos políticos. En el debate de enero del 36 sobre la ley electoral podemos observar claramente cómo su liberalismo, en la medida que implicaba el reconocimiento político de las diferencias sociales y sobre todo las relativas a la riqueza o al censo, contradice el principio igualitario de la democracia. Varela no ha visto que es aquí donde se encuentra la clave del “realismo” moderado. Desde este enfoque, la única manera de huir de las abstracciones revolucionarias consiste en ajustar la forma de gobierno al verdadero estado de la sociedad. Y, como en ésta concurren diferentes intereses, las mismas instituciones políticas, si no queremos pasar por utópicos y abstractos revolucionarios, han de reflejar dicha diversidad y conceder espacio político –generalmente, con la creación de una segunda cámara– a la propiedad, la aristocracia, el clero, etc.
Obviamente, el conde de Toreno se opone al sufragio universal con el argumento, compartido incluso por el progresismo anterior a la Gloriosa, de que la mayoría de la población, los asalariados, carecen de luces e independencia suficiente para juzgar el bien que conviene a la nación española. José María Queipo de Llano añade que el sufragio universal acabaría consolidando una nueva aristocracia porque los asalariados se limitarían a seguir las recomendaciones de los ricos empleadores. Pero el conservadurismo del conde no se halla en este aspecto, sino en que, a diferencia incluso de moderados como Alcalá Galiano o Pacheco, se muestra contrario a incluir en el cuerpo electoral las denominadas “capacidades”, esto es, las profesiones liberales (abogados, médicos, periodistas, etc.) y los funcionarios públicos, por “entender que los de auténtica valía habían de formar parte del electorado como contribuyentes” (p. 192). Defendía además la elección directa de los representantes; un tipo de elección que, en contraste con la indirecta propugnada por progresistas como Joaquín María López porque permitía acercarse al sufragio universal, implicaba en la época del sufragio censitario reducir mucho más el número de electores. Varela, sin embargo, intenta justificar “los prejuicios anti-democráticos” de Toreno, y agrega que si el conde huía del “gobierno de la mayoría” era por temor a “la restauración del absolutismo y de la sociedad estamental” (p. 232). Una vez más, el historiador está asumiendo una tesis frecuente en el discurso moderado. A este respecto, el gran político doctrinario Alcalá Galiano, en sus Lecciones de Derecho Público, señalaba que “monarquía democrática”, no sólo es la del trienio liberal, sino también la monarquía fernandina de 1824 (o, para Toreno, la monarquía deseada por los carlistas), la apoyada por un pueblo empobrecido e ignorante y por el clero fanático, que acaba elaborando leyes más favorables a los proletarios que a los propietarios.
En segundo lugar, todo parece indicar que, como la mayoría de los moderados, Toreno aspiraba a reducir al máximo la autonomía de las cortes. No obstante, según la opinión de Varela, el Estatuto Real y otras leyes complementarias introducen por primera vez en España un gobierno parlamentario (p. 163). Mas no nos engañemos, se trata de un régimen o gobierno donde de ninguna manera cabe apreciar una rigurosa separación de poderes; donde el titular del ejecutivo, el rey o su primer ministro, participa de forma decisiva en la legislación, ya que tiene iniciativa legislativa, capacidad de veto, sea absoluto o meramente suspensivo, y puede disolver las Cortes cuando ya no sean favorables. A pesar de todo, el propio Toreno parecía partidario de mantener la apariencia parlamentaria cuando hablaba de la necesidad de que el gobierno contara con el consentimiento de la “representación nacional”: “los monarcas –sostenía el conde en una sesión del congreso de diciembre de 1834– en los gobiernos representativos se ven obligados a buscar los ministros en las mayorías; y si la oposición la obtiene con cierta perseverancia, es llamada a reemplazar a sus antagonistas” (cit. en p. 170). Pero el “pragmático” y “realista” Toreno no parecía otorgar mucho valor a sus palabras cuando aprobó, aun contando Mendizábal con el apoyo mayoritario de las Cortes, la destitución del famoso ministro por la regenta María Cristina. [6]
Del debate sobre la revisión del Estatuto Real también podemos extraer las auténticas intenciones de un moderantismo que tenía mucho más de conservador que de liberal. En este contexto, Toreno defendió la “omnipotencia parlamentaria”, esto es, que el poder legislativo ordinario, las Cortes junto al rey, se encargaran de la revisión de la Constitución. Con tal omnipotencia, muy denostada por liberales doceañistas como Alberto Lista, desaparecía la distinción, íntimamente unida desde las reflexiones contenidas en el Federalist a la teoría de la soberanía nacional, entre las cortes ordinarias y las extraordinarias, constituyentes o elegidas expresamente por el soberano popular para la elaboración o reforma de las leyes fundamentales. Pero no sólo se trataba de que los representantes usurparan la soberanía del pueblo. En realidad, como denunciarán más tarde los progresistas, tal omnipotencia parlamentaria no era más que un eufemismo de la “omnipotencia ministerial”. Pues en un sistema constitucional, como el diseñado por el Partido Moderado a partir del Estatuto Real, donde las cortes han de limitarse a seguir los criterios del ejecutivo nombrado por el monarca, y si no son disueltas, donde las libertades individuales son simples derechos civiles que pueden ser suspendidos cuando la necesidad lo exija, y donde las corporaciones territoriales, ayuntamientos y diputaciones, están subordinadas al gobierno, la soberanía, la omnipotencia, se halla más bien del lado del ministerio que del parlamento.
Por último no podíamos dejar de mencionar un hecho decisivo en la biografía de Toreno que cuestiona su ejemplaridad liberal en la época que asume los cargos públicos más relevantes de toda su carrera, y contradice algunas de las virtudes de su cambio ideológico, en particular la relativa a que era “más consciente del valor del orden y del cumplimiento de la ley”. Me refiero a las acusaciones de corrupción, de las cuales fue objeto en los últimos años de su vida, ya bajo la constitución del 37. El diputado y general del ejército Antonio Seoane fue el encargado de acusar a Toreno en el parlamento de malversación de los caudales públicos en el ejercicio de sus funciones como Secretario de Hacienda en 1834-1835 (p. 214). Varela insiste en que tales acusaciones nunca fueron probadas, y por ello critica a los historiadores que, como Josep Fontana o Alejandro Nieto, las dan por ciertas (pp. 222-224). Mas, aunque fuera verdad que “el conde de Toreno se comportó en la gestión de los asuntos públicos [...] como un hombre sin escrúpulos, venal y corrupto, como por lo demás era habitual entre algunos políticos y hombres de negocios durante esos años y en general durante la regencia de María Cristina”, esto no impide –señala el biógrafo– reconocer “otras cualidades personales muy positivas” (p. 25).
El problema es que Varela no sólo no se ha preguntado si estas acusaciones chocan con la tesis moderada de que la experiencia política conduce al justo medio y nos aleja de las insensatas abstracciones revolucionarias, sino que tampoco se ha preguntado –y esto es más importante– si no será la misma política moderada, que como hemos explicado aspiraba a la omnipotencia ministerial, la favorecedora de la corrupción política; y si no se encontrará en el moderantismo el origen de ese corrupto sistema administrativo español que llega a su máxima expresión con la Restauración, el basado –dirá Costa en sus célebres informes– en la oligarquía y el caciquismo. Preguntas no planteadas por una biografía que, no obstante, tiene el gran valor de ofrecernos los datos suficientes para conocer en profundidad el pensamiento político de José María Queipo de Llano, conde de Toreno.
[*] Publicado en Res publica, nº 16, 2006, pp. 183-192.
[1] Los exaltados del trienio liberal pretendían, según Varela, “deslizar al Estado por una pendiente asamblearia, acelerando las transformaciones económicas y sociales que hiciesen posible un auténtico liberalismo popular –verdadero contradictio in terminis en la España de entonces y en general en la del siglo XIX.” (p. 121).
[2] Cueto, el biógrafo de Toreno, señala que ya durante el trienio liberal “empezaba a ver claro que la libertad se cimenta exclusivamente en el orden público, y que éste no es posible apadrinando las exigencias desatentadas (sic) de la plebe.” (Cit. en p. 118).
[3] El conde llegó a solicitar tal lealtad a todos los ciudadanos, hasta el punto de que en uno de sus discursos invitaba al reaccionario obispo de Orense a marcharse de España si no estaba de acuerdo con la nueva Constitución: “al señor Obispo de Orense no le acomodan las [leyes] que hemos adoptado; debe irse a buscar un domicilio en otra parte.” (Cit., en p. 78).
[4] Estas palabras de Agustín Argüelles resumen perfectamente la posición de los liberales doceañistas que, aun a su pesar, aceptaron el artículo doce: “en el punto de la religión se cometía un error grave, funesto, origen de grandes males, pero inevitable. Se consagraba de nuevo la intolerancia religiosa, y lo peor era que [...] a sabiendas de muchos que aprobaron con el más profundo dolor el artículo 12. Para establecer la doctrina contraria hubiera sido necesario luchar frente a frente con toda la violencia y furia teológica del clero [...]. Por eso se creyó prudente dejar al tiempo, al progreso de las luces, a la ilustrada controversia de los escritores, a las reformas sucesivas y graduales de las cortes venideras, que se corrigiese, sin lucha ni escándalos, el espíritu intolerante que predominaba en el estado eclesiástico.” (Cit. en pp. 89-90).
[5] Se comprende así fragmentos de este tipo: “lo dilatado de la nación la impele bajo un sistema liberal al federalismo; y si no lo evitamos se vendría a formar, sobre todo con las provincias de Ultramar, una federación como la de los Estados Unidos, que insensiblemente pasaría a imitar la más independiente de los antiguos cantones suizos, y acabaría por constituir Estados separados.” (Cit. en p. 64).
[6] Varela, aunque no indica nada sobre la contradicción que este hecho implica con respecto al citado discurso de 1834, escribe: “A pesar de que Mendizábal contaba con una mayoría en las Cortes, la reina gobernadora, bajo la presión de sus más allegados consejeros –entre los que se hallaba el conde de Toreno– alarmados por las radicales reformas emprendidas por tan singular ministro, decidió sustituirle por Istúriz”, gobierno al que Toreno “dio su aprobación y su simpatía” (p. 196).