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El retorno de la más antigua tradición republicana [*]

A propósito de Helena Béjar: EL CORAZÓN DE LA REPÚBLICA. Avatares de la virtud política, Barcelona, Paidós, 2000, 244 páginas.

Antonio Rivera García

How goes the world? – It wears, sir, as it grows [1]

1. La virtud cívica de los antiguos

Helena Béjar sigue muy de cerca a Hannah Arendt, a quien dedica el primer capítulo de su libro, cuando señala que la libertad republicana coincide básicamente con la libertad positiva, la libertad de los antiguos, la desarrollada por las democracias directas antiguas, por aquellos regímenes que permitían a los ciudadanos, por muy restringido que estuviera este grupo social, la participación en los órganos de decisión pública. Desde este punto de vista era forzoso que la virtud republicana, la propia del ciudadano, fuera la de quien antepone el bien de la patria a sus intereses privados o “egoístas”. Para Béjar, esta virtud, que sólo impera allí donde los intereses particulares retroceden, se acercaría bastante al altruismo que hoy se ejerce en el seno de las asociaciones voluntarias.

Este republicanismo, también denominado “humanismo cívico” o “tradición de la virtud”, se caracteriza, por tanto, porque privilegia la esfera pública sobre la privada, porque “la virtud prioriza el bien común sobre el interés privado” (p. 194): lo público “es el reino de los fines y de la realización de los hombres; lo privado el de los medios, el ámbito necesario para ejercer el telos” (p. 191). En consecuencia, al entender de Helena Béjar, la felicidad más auténtica se obtiene solamente en la esfera pública mediante el autogobierno o la participación activa del ciudadano. El problema es que hay muchos tipos de republicanismo. A este respecto, la actualidad editorial nos obliga a contraponer la tradición republicana reconstruida por la autora de El corazón de la república a la explicada por Philip Pettit en su ya famoso libro Republicanismo, pues llegan, a pesar de partir básicamente de la misma tradición anglosajona y de prescindir del republicanismo más coherente, el kantiano, a conclusiones muy distintas. En tanto el republicanismo de Béjar cree insuficiente la formación de un sano cuerpo electoral y aspira a la democracia directa, por cuanto el ciudadano sólo puede alcanzar la felicidad si interviene, más allá del simple acto electoral, en las instituciones públicas; el de Pettit se caracteriza, en cambio, por abandonar el antiguo ideal de la libertad positiva y por considerar inevitable la representación o especialización política. El filósofo australiano llama “populismo” a esa corriente de pensamiento político que confunde la libertad republicana con la positiva. [2] Su libertad como no-dominación aparece como una vía intermedia entre la libertad de los antiguos (autogobierno) y la negativa de los liberales (no-interferencia). Se trata, en pocas palabras, de una teoría que, en contraste con la tradición liberal, no siempre ve en la ley una restricción de la libertad individual y, por lo tanto, no aspira a un ordenamiento jurídico mínimo. Únicamente se opone a las interferencias arbitrarias, y no a todas aquellas intervenciones públicas que tengan como meta promover mis intereses. Pero, a diferencia de la tradición del humanismo cívico, ya ha renunciado al objetivo de una democracia “populista”, y se niega a identificar la libertad política con el gobierno directo de los ciudadanos. [3]

En mi opinión, ambas versiones simplifican demasiado al enemigo liberal. Liberales son Thomas Hobbes, Adam Smith, Jeremy Bentham o John Rawls. Si bien, como señala Philip Pettit, el del primero sea un “liberalismo autoritario”, mientras que el del norteamericano se trate de un liberalismo democrático. De poco servirá este concepto, liberalismo, si en él incluimos a pensadores tan diversos. Más acertado me parece el criterio schmittiano de separar radicalmente entre el decisionismo y realismo político de Hobbes y el liberalismo clásico de Bentham. Es verdad que el filósofo inglés del siglo XVII y los liberales decimonónicos coinciden en afirmar que hay libertad allí donde calla el derecho. No obstante, nos ofrecen un modelo muy distinto de Estado: Leviatán y Estado liberal se alejan cuando pensamos en las estrategias utilizadas para neutralizar o superar los conflictos sociales. Para Hobbes, sólo si aumentamos el poder de intervención del representante soberano sobre la sociedad civil será posible superar los enfrentamientos civiles. Cuando así sucede, la autoridad del monarca sale inevitablemente reforzada, hasta el punto de que, si las circunstancias lo exigen, puede llegar a suspender el disfrute de todos los derechos fundamentales. A este intervencionismo máximo o neutralización positiva que encontramos en el existencialismo o realismo político de Hobbes, responde el Estado liberal con una neutralidad negativa, con la indiferencia o el mero compromiso entre las partes en conflicto. Mientras el ordenamiento jurídico del Leviatán puede regular todos los ámbitos de la existencia humana, el liberal quiere reducirse al mínimo: su utopía coincide con un mundo sin leyes y sin gobernantes. Indudablemente, la circunstancia de que el formalista Estado de derecho liberal pensara en un Estado sin jefes, demuestra que en el liberalismo clásico hay una cierta tendencia apolítica y una evidente despreocupación por la forma de gobierno: tan sólo le importa que los gobernantes, dispongan o no de la suficiente legitimidad democrática, favorezcan la libre elección de los individuos y fomenten su felicidad. Por tanto, el liberalismo rompe la republicana asociación entre la libertad política o democracia y la felicidad pública.

Por otra parte, la tradición republicana del humanismo cívico es forzosamente reacia a la esfera económica y al liberalismo que sanciona como beneficiosos los intereses egoístas de los individuos. Teniendo ello en cuenta, resulta inevitable que el ciudadano virtuoso entre en conflicto con el hombre de negocios: virtud y comercio son incompatibles porque en el fondo lo son comunidad política y sociedad civil. Aquí Béjar sigue fielmente el valioso libro de Pocock, autor que, no obstante, no se ha interesado por el republicanismo de la Amsterdam del siglo XVII, la ciudad donde dinero y libertad republicana no siempre estuvieron reñidos, y, en consecuencia, la prueba histórica de que es posible conciliar la virtud del homo œconomicus con la virtud política. [4] Es más, el republicanismo de la ciudad holandesa, a diferencia del maquiaveliano, se basaba antes en virtudes comerciales que en militares. Sus mejores ciudadanos solían ser quienes habían conseguido la prosperidad en los negocios. Este republicanismo, sustentado sobre el bienestar económico, no podía existir sin la paz: tras aprender de los errores pasados, los regentes de esta ciudad advirtieron que los éxitos comerciales son mayores en un escenario alejado de las guerras de religión. Por eso, comercio, autogobierno y libertad de conciencia se convirtieron finalmente en conceptos indisociables. Aun siendo el calvinismo la religión oficial, favorecieron la libertad religiosa o de conciencia. Los burgueses de la ciudad de Spinoza toleraron todas las sectas e Iglesias que no fueran peligrosas y, por supuesto, pagaran un impuesto para su reconocimiento. Pues bien, este republicanismo unido a la cristiana libertad de conciencia, a la libertad que, como demostró Georg Jellinek, se encuentra en el origen de las declaraciones de derechos humanos y de libertades políticas tan fundamentales como la de prensa, tiene una historia muy distinta al republicanismo pagano de Maquiavelo.

El conocido sermón de John Winthrop Un modelo de caridad cristiana sería otro ejemplo de que para los hombres del XVII era posible conciliar ambas virtudes. El norteamericano comienza distinguiendo entre los tiempos extraordinarios, los que coinciden con el periodo de fundación o con una guerra que pone en peligro la supervivencia de la comunidad política, y los tiempos ordinarios. En los primeros, se impone una economía de subsistencia. Sólo entonces la comunidad de bienes y el perdón de las deudas están justificados. Mas en tiempos ordinarios, cuando la república ya se ha estabilizado, la acumulación de bienes o el préstamo, la economía capitalista en suma, no tienen por qué chocar con una ordenación republicana y justa de la ciudad. [5] En realidad, la sublimación de la política, la visión de ésta como un ámbito de existencia superior a todos los demás, únicamente se da en situaciones extraordinarias, en situaciones de grave crisis política. Por esta razón, como veremos enseguida, hay una inesperada convergencia entre Carl Schmitt y Hannah Arendt, entre el estado excepcional del jurista alemán y la fundación republicana teorizada por la autora de On Revolution. [6]

A pesar de todo ello, Béjar mantiene la tesis de que la paulatina extensión de los valores “liberales” del burgués supuso el fin de la virtud republicana: “la moderna –señala a este respecto– es una sociedad bien ordenada, guiada por un materialismo que expresa el triunfo del mundo de las cosas sobre el de las pasiones políticas. El espíritu comercial, la obsesión por el bienestar y el egoísmo razonado han reemplazado a la virtud” (p. 201). En cierto modo, aunque no comparta la predilección de los liberales por la libertad negativa, parece estar sancionando la tesis de Constant y Berlin. Pues defiende la idea de que la felicidad republicana obtenida gracias a la acción política del ciudadano, al ejercicio de su libertad positiva, acabó siendo incompatible con esa felicidad profesional que los burgueses alcanzaban cuando maximizaban su libertad negativa. La liberal “distinción de vocaciones”, “la separación de las profesiones”, la especialización, se convirtió entonces para la mayoría en “fuente de desintegración y de aislamiento”. [7]

“La acción política –escribe finalmente la autora de El corazón de la república en una clara vena arendtiana– tampoco tiene que ver con la necesidad, ni en el sentido biológico ni en el sentido histórico. El logro de la libertad positiva radica en la conciencia de ser parte de una colectividad que es el referente de la propia identidad. En el íntimo saber de que la pertenencia a la comunidad política depende de la propia acción (...). En condiciones de diversidad de intereses, de progresiva especialización y de disgregación de la personalidad, cabe preguntarse qué queda de la república cívica” (p. 200). Helena Béjar responde enseguida que hoy solamente nos quedan las asociaciones voluntarias del estilo de las ONG. Apenas en ningún otro lugar podemos encontrar restos de virtud republicana; y escribe restos porque ya no es posible aquel civismo heroico que identificaba el bienestar personal con la acción política, y ordenaba renunciar al interés egoísta en beneficio del bien público. En su lugar ha aparecido una especie de virtud híbrida o mixta, “compuesta de interés inteligente, hábito asociativo y energía cívica en el espacio público de la comunidad social” (p. 202).

2. El “monoteísmo” de la más antigua tradición republicana

Pero el republicanismo moderno, el de Althusius, Spinoza, Locke, Rousseau, Paine, Kant, Jefferson, entre otros muchos, el que asume los principios del contrato social, de la soberanía del pueblo, de la democracia deliberativa encarnada en el Parlamento, de la responsabilidad de los representantes, etc., no jerarquiza las esferas, como hace el realismo político o el republicanismo “populista” de una Hannah Arendt. No exaspera la oposición entre las esferas pública y privada, entre la comunidad política y la sociedad civil, entre el ciudadano y el profesional. Sin embargo, Helena Béjar sigue tomando como modelo a un republicanismo pre-moderno que exige al individuo sacrificar su arbitrio, su interés, en el altar de los valores públicos. Ciertamente, hoy ya sólo es posible una virtud híbrida, mas en el lejano horizonte de Béjar seguimos divisando a un hombre que desapareció tras la Reforma del siglo XVI. [8]

De corte muy diverso es aquel republicanismo moderno que, empezando por Althusius, ve en la separación de las profesiones (Berufen), en la especialización, un medio para reforzar los lazos entre los ciudadanos. Proudhon, en su muy republicano libro sobre el federalismo, llegaba a decir incluso que la división del trabajo es republicana. Para el mismo Durkheim, en nuestras sociedades la profesión es la principal causa de identificación comunitaria. Pero lamentablemente Béjar parece no entender el sentido de la weberiana pluralidad de valores, o, más bien, se resiste a aceptar el hecho de que el único republicanismo válido para el presente debe reflexionar sobre una virtud compatible con la separación de profesiones, y con la renuncia de una gran parte de los ciudadanos a la política como vocación o pasión principal. Pues el ciudadano moderno, el profesional, no se parece en nada al ocioso señor medieval o al ciudadano ateniense. En cambio, Béjar critica lo más interesante del comunitarismo sociológico de Robert Bellah (p. 204), la parte donde señala que el republicanismo norteamericano conecta con aquella tradición bíblico-puritana, entre la cual cabe incluir a Winthrop, que otorgaba un valor fundamental al trabajo como requisito previo para conquistar la virtud republicana. Y, en efecto, para el republicanismo moderno, a diferencia del antiguo, el trabajo vocacional, la profesión, hace al buen ciudadano, mientras que el ocio ya sólo engendra los males sociales. En cierto modo así lo reconoce Tocqueville cuando en un fragmento, citado por Béjar, de su Democracia en América escribe que “en las democracias raramente se conceden grandes favores, pero se hacen constantemente buenos oficios. Es raro que un hombre se muestre sacrificado, pero todos son serviciales” (cit. en p. 135). En esta línea de pensamiento se expresa también el mejor de los republicanos españoles, Azaña, para quien la virtud republicana, el civismo, comienza allí donde cada ciudadano realiza bien su trabajo.

El hombre moderno, tras reconocer la pluralidad de vocaciones o de profesiones, ha de aceptar la especialización y la existencia de un ethos distinto en cada espacio de acción social. Ello también significa admitir la separación entre los políticos vocacionales y los políticos ocasionales que todos somos en una democracia representativa. En nuestros días, el ideal republicano de la autolegislación y de la democracia deliberativa ya no debiera ser confundido con el autogobierno, ajeno a la idea de representación, de los antiguos. Ahora bien, esta nueva república no puede existir si nuestros representantes o especialistas, los políticos profesionales a quienes les compete la ejecución de los programas elaborados democráticamente, no son responsables, esto es, no son capaces de medir la distancia que separa la razón de la naturaleza, los valores e ideales de los medios mundanos necesarios para hacerlos realidad, y, por consiguiente, no perciben los obstáculos que en el mundo se levantan contra los valores políticos. Asimismo, el buen gobernante, el político vocacional, apasionado, responsable y mesurado, no debe incurrir en el pecado de la vanidad y perder la distancia que hay entre sus convicciones personales y el bien público.

La ausencia de vanidad, o el pathos de la distancia, que debe exigirse al profesional de la política, debería darse asimismo en el pueblo republicano, en los espectadores de la acción del político vocacional, si queremos propagar el espíritu o la virtud cívica. Este público, en las antípodas del espectador narcisista o gnóstico, debiera saber distanciarse de las pasiones involucradas en la esfera política y ser capaz de emitir un equilibrado juicio crítico sobre el mundo y la experiencia ajena. En mi opinión, la solución para reforzar en nuestros Estados el civismo, la virtud republicana, no radica únicamente en el fomento del asociacionismo voluntario, sin duda beneficioso para extender el “bienestar moral” de la comunidad, sino ante todo en que la sociedad civil se convierta en un sano cuerpo electoral, del cual puedan surgir las vocaciones políticas y los buenos gobernantes. Ello resultará imposible mientras exista una desconexión entre sociedad civil y política, entre normas sociales y leyes, y mientras no se logre conciliar, como intentaba hacer Winthrop en el siglo XVII, los valores republicanos con el nuevo hombre económico que busca el enriquecimiento y hace uso del préstamo o del crédito.

Todo el republicanismo de Béjar contrasta con el politeísmo weberiano, según el cual los órdenes político y económico tienen fines y medios distintos. Desde luego el republicanismo moderno, el que se encuentra en la raíz del Estado democrático de derecho, no tiene por qué exigir el sacrificio de los otros espacios de nuestra existencia. Afirmar, como hace Weber, el politeísmo de las esferas de acción social significa, en principio, oponerse a una jerarquía entre ellas, ya que no se puede decidir científicamente, racionalmente, si los valores políticos son superiores a los económicos, morales o estéticos. Sin embargo, en nuestro siglo nos hemos encontrado con dos tendencias opuestas, una autoritaria y otra republicana, que restauran la medieval jerarquía de las clases de vida; mas ahora, con la novedad, de que subliman lo político, y convierten este ámbito en una especie de esfera de salvación.

Por una parte, tenemos a Carl Schmitt, quien, desde el realismo político, apuesta por un líder carismático sin Parlamento. Su teoría se fundamenta en la radical oposición entre el gobierno político y la sociedad civil, en el antagonismo entre la razón de Estado y la razón procedente de cualquier otro campo de acción social. A su juicio, la sociedad siempre es generadora de conflictos, para cuyo remedio o neutralización se precisa acrecentar el poder de represión estatal. Lo cual significa que la historia moderna habrá de ser entendida como el inexorable proceso hacia el Estado total, hacia un Estado que penetra cada vez más dentro de los otros ámbitos sociales. Por otra parte tenemos a Hannah Arendt, quien opta por un republicanismo sin representantes, sin líderes carismáticos. Como es sabido, para Arendt, la vita politica, perteneciente a la tercera categoría antropológica de la action, es más digna que laborare (labor) o fabricari (work). Ello supone un nuevo ataque contra el moderno y weberiano pluralismo de las esferas de valor. En opinión de la filósofa, la acción política resulta incondicionada y, por tanto, moral. No es un medio para alcanzar un fin; por el contrario, ella misma se convierte en el bien del hombre en sociedad. Desde este enfoque, esto es, cuando a todos se nos exige la misma pasión política y se aspira a lograr las mayores cotas de democracia directa, ni tiene sentido hablar de una profesión política, ni discriminar entre el político vocacional y el ocasional.

En ambos casos, en el existencialista y en el republicano “populista”, se desvanece la verdad que sobre el hombre moderno enunciara Weber: el dilema irresoluble entre los distintos órdenes sociales a los cuales pertenece un mismo individuo. Por eso deberíamos evitar, como ya hicieron hugonotes y puritanos en los comienzos de la modernidad, que esta tensión, que esta renuncia a la universalidad fáustica, nos sumiera en la melancolía por la unidad perdida. No cabe duda de que la dimensión terapéutica de las sociedades altruistas está relacionada con el malestar experimentado por el hombre moderno tras renunciar “a un periodo de humanidad integral y bella” [9] . Malestar que, por otro lado, tan bien han descrito la filósofa Hannah Arendt y el poeta René Char.

3. Los pecios del republicanismo antiguo: los grupos intermedios y las asociaciones voluntarias

El texto de Béjar no puede escapar a ese pesimismo, o a esa melancolía tan poco republicana, cuya raíz se encuentra en el fin de la utopía del “ser humano completo”. A veces, uno tiene la impresión de que en el origen de este pesar, de este retorno del fantasma de los antiguos, se encuentra más la resistencia a enterrar los mitos marxistas, la falta de un duelo por los muros caídos, que la reflexión sobre un republicanismo a la altura de nuestros tiempos. Una vez más tiene razón el filósofo alemán: el muerto vuelve con el anacrónico atuendo del republicanismo romano. [10] Pues bien, después de naufragar las naves republicana y marxista en las costas liberales, los únicos restos de aquella virtud cívica los vamos a encontrar, según Helena Béjar, en las sociedades altruistas: hay que acudir a ellas –escribe en el epílogo de su libro, “más allá de la participación electoral clásica, para encontrar el rastro de nuestra virtud”, para dar con el ámbito de la nueva fraternidad (p. 212). “Considero –añade– al voluntariado como la expresión de una nueva virtud en la comunidad asociativa de una república moderna” (p. 215). Esta conclusión no se halla muy lejos de Hannah Arendt: en tanto la filósofa judía buscaba la participación ciudadana, el nuevo compromiso con lo público, en los consejos revolucionarios o en los jurados populares, hoy Helena Béjar encuentra este compromiso en las ONG. Lo importante es la libertad positiva, la participación social, aunque ya no se haga en el seno de las instituciones políticas nacionales.

Pero si el objetivo final de este libro era justificar la buena labor de estas asociaciones, no entiendo por qué se sirve de una tradición republicana, la iniciada con Maquiavelo, entre cuyas características no se puede mencionar el cosmopolitismo y los derechos del hombre, naturales, inalienables y, por tanto, anteriores a la república y a la aparición del ciudadano. Resulta indudable que la identificación con la asociación voluntaria de carácter altruista, muy distinta de las interesadas asociaciones descritas por Tocqueville, no siempre conlleva la identificación con la comunidad política más próxima. Porque si algo caracteriza a esas organizaciones nacidas, como señala Béjar, en un tercer espacio, la sociedad civil, situado entre la comunidad política y la asociación privada, es su carácter no gubernamental y su preocupación por las necesidades de los hombres, pertenezcan o no a la misma patria. ¿Por qué forzar entonces la transformación de la virtud unida al patriotismo surgido en la guerra (Maquiavelo) en una virtud unida a la paz? ¿Por qué buscar un Homero de la paz? Más sencillo le hubiera resultado, imagino, si hubiera acudido a esa tradición republicana de origen calvinista que se encuentra en el inicio de las declaraciones de derechos del hombre, y que, como dijo Jellinek, surge con la defensa de la libertad de conciencia, con la separación entre los asuntos estatales y religiosos. Pero este otro republicanismo, a diferencia de la tradición a la cual se remonta Béjar, no es hostil al cristianismo. [11] Aún más sorprendente resulta esta genealogía del voluntariado cuando, por un lado, leemos en el libro de Béjar que la caridad juega un papel esencial en estas asociaciones (p. 221), y, por otro, advertimos que cita a John Winthrop (pp. 70-71), el autor que desarrolla algunos de los fundamentos esenciales del republicanismo moderno en el conocido sermón Un Modelo de caridad cristiana. Ahora bien, Helena Béjar no sólo reconoce la existencia de una oposición entre el republicanismo antiguo y el cosmopolitismo, sino que culpa a este último por haber contaminado de caridad cristiana a la clásica virtud republicana, como expresa en el siguiente fragmento: el cosmopolitismo es “la nueva versión de la caridad cristiana y la fraternidad estoica, que con su espiritualismo ultraterreno dispersaron el civismo antiguo hasta casi hacerlo desaparecer” (p. 199).

La autora de El corazón de la república admite que la virtud y la democracia directa de los antiguos resulta imposible en los Estados modernos. No obstante, encuentra el rastro de la perdida virtud clásica en las asociaciones secundarias o de participación segmental, entre las cuales cabe incluir desde las sociedades civiles comentadas por Tocqueville en su Democracia en América hasta los grupos profesionales analizados por Durkheim. [12] Eran estas asociaciones secundarias el único espacio público donde aún el ciudadano del siglo XIX podía actuar y ejercer su libertad política. Mas si tenemos en cuenta que la razón de ser de estas “comunidades volicionales de participación segmental” se halla en la defensa de intereses de una sola parte de la sociedad, y no en la defensa del interés general o del altruista bien ajeno, resulta muy discutible afirmar que son el antecedente lejano de las actuales sociedades voluntarias.

Las asociaciones secundarias no son, a mi juicio, decisivas para trazar la historia de la moderna virtud republicana, la cual no se centra tanto en el ejercicio de la libertad positiva cuanto en la identificación del ciudadano con el bien de la “patria”; identificación que, por supuesto, puede llevarle a prestar al Estado alguno de sus servicios esenciales. El patriotismo, el civismo, la virtud republicana o el “bienestar moral” de la comunidad, simplemente suponen la identificación del ciudadano con su país por la libertad que le ofrece: se siente parte de una república porque ésta promueve sus intereses, y, sobre todo, porque ha adquirido la certeza de que sólo podrá disfrutarlos si, al mismo tiempo, se logran para los demás. En el fondo, la virtud republicana está más relacionada con normas de alcance global que con la persecución activa de bienes, por altruistas que sean, en el seno de asociaciones civiles. No se trata, en suma, de un republicanismo heroico que obligue al autogobierno, a anteponer la vocación política a nuestra profesión particular, o a sacrificar nuestro interés “egoísta” en favor de un ente abstracto o de Alter. [13]

Béjar no se equivoca cuando estima, siguiendo a Tocqueville, que la pluralidad de asociaciones norteamericanas constituye un mecanismo muy eficaz de censura política difusa, gracias al cual se puede salvaguardar la libertad política y evitar la tiranía de la mayoría; pero, ciertamente, en un escenario muy distinto al del republicanismo clásico, en un Estado donde la genuina virtud republicana ha sido sustituida por “el interés bien entendido”. [14] En esas asociaciones, facciones o conjuntos de ciudadanos unidos, según el Federalist, por un interés contrario a los derechos de otros ciudadanos o a los intereses permanentes de la comunidad, reencontramos la lección de Maquiavelo, para quien la lucha entre patricios y plebeyos fue beneficiosa para la libertad, y la teoría de los contrapesos, o del baleanceamiento de poderes, formulada por Montesquieu. El famoso dictum del francés, la ambición contrarresta a la ambición, se convierte para los americanos en “pasión compensadora”, en el interés de una facción que frena los efectos nocivos que sobre los derechos públicos ocasionan los otros intereses parciales.

En la república norteamericana, la pluralidad, ya sea en el seno de la sociedad civil, ya en el  gobierno estatal (la clásica división de poderes entre el legislativo, ejecutivo y judicial) o federal (división entre el poder del gobierno central y el de los Estados miembros), siempre ha resultado indisociable de la libertad. Incluso esta idea la extendieron al ámbito de la religión: a la europea religión civil opusieron la tolerancia de todas las Iglesias y sectas. La proliferación de estas comunidades no adquirió el sentido negativo que tenía para los Estados europeos, casi siempre firmes defensores de la homogeneidad religiosa como principal medio para poner fin a las guerras civiles de religión. Jefferson, en concreto, veía en la diversidad de creencias una oportunidad para mejorar el espíritu público, las costumbres de la sociedad, pues todas las sectas e Iglesias trataban de legitimarse ante la sociedad demostrando la integridad de sus costumbres. Mas ello no era posible si antes no se afirmaba la separación de Estado e Iglesia, y se consagraba el principio de la tolerancia. Una vez demostrado que la libertad religiosa era un derecho natural inalienable, y que no podía ser restringido por el Estado, Jefferson agregaba que la pluralidad de confesiones y la diferencia de opinión en materia religiosa incrementaban la virtud pública, por cuanto las diversas sectas actuaban “como censor morum unas de otras”. [15] En la medida que tales grupos intermedios o sectas fomentaban la emulación entre los ciudadanos sí se puede hablar de ellas como de una escuela de virtud pública.

De esta manera, mientras las comunidades religiosas ejercían el papel de censores de las costumbres, las sociedades políticas intermedias, los distritos municipales, se convertían en difusos censores políticos. Tocqueville, de modo similar al liberal Benjamin Constant, consideraba que las variedades y libertades locales servían para frenar el despotismo agazapado detrás de la uniformidad nacional. No obstante, lo más relevante de la teoría de Jefferson y Tocqueville para una historia de la virtud pública no consiste en que, para ellos, el municipio sea el lugar donde se “desparrama el poder”, donde casi todos los ciudadanos pueden interesarse y participar en la cosa pública, sino en una idea que no ha sido suficientemente subrayada por Helena Béjar: solamente en estos grupos intermedios los hombres pudieron ejercer sin límite la razón y el libre examen, [16] únicamente en ellos se habituaron “a pensar y actuar por sí mismos sin contar con el apoyo de ningún poder externo”. [17]

Béjar también considera a los grupos profesionales de Durkheim como un ejemplo de esos grupos secundarios en cuyo seno los individuos todavía pueden practicar la libertad positiva. Tales corporaciones profesionales se hallan cerca de las contemporáneas asociaciones voluntarias porque en ambos casos nos encontramos con “instituciones capaces de reunir las dos caras de la sociedad actual, el egoísmo y el altruismo” (p. 145). En una época como la nuestra, en la cual la religión, la familia o la ciudad han perdido su fuerza para vincular a los individuos, Durkheim confía en estas corporaciones para realizar la “misión social” de cohesionar a los ciudadanos y de combatir la anomia moderna. Por esta razón, el francés prescribe sustituir el egoísmo individual por el egoísmo corporativo, y convertir al grupo profesional “en la unidad cívica fundamental, en el núcleo de la representación política” (cit. en p. 142). Mas cuando el grupo profesional, y no el ciudadano, se convierte en núcleo de representación política, ya no nos encontramos con el Estado moderno surgido tras la Revolución francesa, sino con un Estado organicista que se halla en la base del pensamiento conservador y antirrepublicano de los siglos XIX y XX. Si la representación tiene un carácter orgánico, la deliberación republicana deja su lugar al compromiso entre las corporaciones. En este caso, los diferentes grupos intermedios tratarán de negociar y lograr un acuerdo que les permita ceder lo menos posible. Faltará la homogeneidad republicana que sólo se consigue cuando los ciudadanos, los iguales, buscan en el debate público una ley que responda a las aspiraciones de todos. Ahora bien, otra vez es cierto que la pluralidad de grupos profesionales puede asegurar la libertad (p. 144), pero de la misma manera que era protegida por el pensamiento estamental anti-absolutista, según el cual los cuerpos intermedios o secundarios, los Parlamentos judiciales en la Francia de Montesquieu, eran el mejor instrumento para detener el despotismo del monarca y de sus ministros.

Por lo demás, Helena Béjar dedica el capítulo séptimo de su libro a demostrar que la virtud republicana, la tradición que ejercita la libertad de los antiguos, es una de las fuentes teóricas del comunitarismo. Ambas teorías, al poner su interés en el ámbito de lo público, aparecen unidas en su lucha contra el liberalismo. Pero mientras el republicanismo –como explica Michael Walzer– concentra la energía y el compromiso de los ciudadanos en el ámbito político, particularmente en el ámbito local, el comunitarismo traslada este compromiso a las diversas asociaciones de la sociedad civil. [18] Si ello es cierto será preciso afirmar que la tesis de Béjar, la idea de que los últimos restos de civismo se localizan en las organizaciones voluntarias, apunta más al comunitarismo que al republicanismo.

4. Societas civile sive res publica: Mores y leges. La esencia del republicanismo moderno, tan distinto al invocado por Helena Béjar, no radica en la libertad positiva de los antiguos, sino en la necesaria vinculación, por un lado, entre democracia representativa y felicidad pública, y, por otro, entre civismo del cuerpo electoral y buen gobierno. Cuando no hay un sano cuerpo de votantes, cuando no existe una correspondencia entre la sociedad política y la sociedad civil, entre la leyes del Estado y las costumbres o mores del pueblo, cuando las leyes republicanas no están sostenidas por hábitos de virtud cívica y buena ciudadanía, difícilmente serán respetadas las leyes y podrán surgir vocaciones políticas y buenos gobernantes.

 También Helena Béjar ha prestado atención, en su libro y en una reciente edición de dos textos de Durkheim sobre Montesquieu y Rousseau [19] , a esta decisiva convergencia entre mores y leges, entre la degeneración social y la política. Éste es el hilo que nos lleva al núcleo de una tradición republicana que puede seguir iluminando la política actual. Althusius, Locke, Montesquieu, Rousseau o Kant, al hacer hincapié en la importancia de la honestidad pública o de las costumbres, las cuales no conllevan nunca el establecimiento de relaciones verticales de poder, pretendían no perder de vista la noción horizontal de pueblo. [20] Asimismo advertían que la proximidad de mos y lex favorece el cumplimiento voluntario del ordenamiento jurídico. Locke, en su Ensayo sobre el entendimiento humano, distinguía, además de la ley natural y de la ley estatal, una ley sobre la virtud y el jucio (The Law of private Censure) que se derivaba de las costumbres o de los juicios que la sociedad civil mantiene acerca de lo reprobable y de lo admirable. Montesquieu proseguía esta tradición cuando aconsejaba al legislador acomodarse al espíritu general de la nación; y Rousseau atribuía a la honestidad u opinión pública, a las costumbres particulares de cada pueblo, la función de conservar el espíritu de la constitución del Estado. Y es que la república para todos ellos era, como decía Manuel Azaña, una “herencia corregida por la razón”. Kant fue quien llevó a su máxima expresión esta convergencia entre ratio, el lado normativo, racional y cosmopolita de la ley republicana, y natura, las particulares y mudables costumbres de cada población. Sabía que las leyes serían obedecidas si se ajustaban a los constantes cambios de opinión, de mores, experimentados por los ciudadanos, y que la única garantía de ello era acudir a la autolegislación o a la democracia. [21] Gustav Radbruch, tras la caída del totalitarismo alemán, volverá a recuperar esta tesis tan republicana, y hablará, como Montesquieu, de una naturaleza de las cosas (Natur der Sache) que obliga al derecho a adaptarse a las mores, al carácter, del pueblo que ha de obedecer las leyes republicanas.

Sin embargo, el Durkheim utilizado por Helena Béjar para reconstruir la herencia de la libertad de los antiguos es más simple que nuestra tradición republicana, pues el francés, en su crítica al individualismo moral de utilitaristas y kantianos, se interesa únicamente por el ámbito político y social, por las leyes y las normas sociales (p. 138), y olvida la dimensión ética o individual. Kant, en su Metafísica de las costumbres, [22] no olvidaba la importancia de esta libertad de conciencia cuando advertía contra el bíblico escándalo tomado de los fariseos, o contra la tiranía de la costumbre popular que pretende elevarse a la dignidad de ley y censurar comportamientos en nada perjudiciales para la comunidad. La tradición republicana que nosotros defendemos sí sabe jugar en estos tres planos de existencia: en el político o ámbito de las normas jurídicas, en el social o espacio de las normas sociales, y en el ético o jurisdicción interna de las convicciones. La crítica al liberalismo no debiera, como en el fondo hace Helena Béjar, volver a la simple y muy gastada, tanto como el mundo del pintor de Shakespeare, oposición entre los antiguos y los modernos, aunque estos enemigos ahora adopten el aspecto de un neorrepublicanismo encarnado en sociedades voluntarias y de un individualismo liberal.



 

[*] Publicado en Res Publica, n.º 6, 2000, pp. 199-213 pp.

[1] W. Shakespeare, Timon of Athens, I, I.

[2] Philip Pettit, Republicanismo. Una teoría sobre la libertad y el gobierno, Paidós, Barcelona, 1999, p. 25.

[3] La libertad como no-dominación del australiano debe mucho a la obra de Quentin Skinner, pues este último ya había intentado pensar, al hilo de sus análisis de la obra de Maquiavelo, en una idea de libertad que articulara la libertad individual o negativa y la política o positiva. Cf. La idea de la libertad negativa, en R. Rorty, J.B. Schneewind, y Q. Skinner (comps.), La filosofía en la historia, Barcelona, Paidós, 1990, pp. 227-259. Sin embargo, Pettit no reconoce esta deuda: “Pero si por la obra de Skinner fuera, yo nunca habría tratado de divisar en la tradición republicana una tercera concepción de la libertad” (op. cit., p. 47). El análisis de la libertad maquiaveliana realizado por Skinner, Pettit y Béjar puede ser muy revelador del republicanismo de cada uno. El primero ve en la obra del florentino un claro ejemplo de aquella armonización entre la libertad de los antiguos y de los modernos, pues Maquiavelo se refiere a una libertas, que pese a ser negativa, incluye también los ideales de virtud cívica y de participación pública. Para Pettit, por el contrario, la libertad de la cual nos habla el italiano es la negativa, ya que, en su opinión, “la obra de Maquiavelo mantiene su foco de interés en el mal de la interferencia”. Por último, Helena Béjar subraya que la libertad maquiaveliana coincide con la independencia de los hombres particulares y, sobre todo, con el antiguo autogobierno (p. 44).

[4] Cf. Henry Méchoulan, Amsterdam au temps de Spinoza. Argent et liberté, PUF, Paris, 1990. Saavedra Fajardo, un autor del siglo XVII, ya advierte claramente el error en que había incurrido Maquiavelo por querer restaurar la antigua república romana: después de Westfalia, las grandes potencias sustentadas en la gloria, en la potencia militar, son monarquías, mientras que las repúblicas o comunidades “donde mandan muchos” son pequeños Estados cuya estabilidad se asienta sobre “las artes de la paz”. Cf. Idea de un príncipe político-cristiano representada en cien empresas, Real Academia Alfonso X el Sabio, Murcia, 1994, Empresa 83, p. 629.

[5] El prestamista, por ejemplo, puede ser un buen ciudadano y un buen cristiano, siempre que no confunda los fines religiosos con los económicos, la misericordia con la justicia exigida en las relaciones comerciales: “¿qué norma debemos observar al prestar? Debes considerar si tu hermano tiene medios presentes o probables o posibles de devolvértelo; si no fuera ése el caso, debes darle conforme a su necesidad, más que prestarle como solicita. Si tiene medios corrientes de devolvértelo, tienes que considerarlo no como un acto de misericordia, sino como trato comercial, en el cual has de actuar por la norma de la justicia.” (John Winthrop, Un modelo de caridad cristiana, Universidad de León, 1997, p. 45). Recordemos, por otra parte, que todo el sermón tiende a subrayar la convergencia de cristianismo y republicanismo.

[6] Thomas Jefferson, como es sabido, adquiere una importancia fundamental en los argumentos de Hannah Arendt. El norteamericano comenta en el siguiente fragmento que la virtud republicana sólo resplandece al principio, en el momento excepcional e irrepetible de la fundación del Estado: “Nuestros gobernantes se harán corruptos, indiferente nuestro pueblo (...). Nunca repetiremos bastante que el momento para fijar legislativamente todo derecho esencial es cuando nuestros gobernantes son todavía honestos y nosotros mismos nos hallamos aún unidos. A partir de la conclusión de esta guerra iremos cuesta abajo. No será entonces necesario recurrir al pueblo en todo momento para obtener apoyo (...). Los individuos se olvidarán de sí mismos, preocupados tan sólo por el dinero, y no pensarán en unirse para logar un respeto efectivo hacia sus derechos.” (Notas sobre Virginia, en Autobiografía y otros escritos, Tecnos, Madrid, 1987, p. 284).

[7] Un ensayo sobre la historia de la sociedad civil de Adam Ferguson es el texto elegido por Helena Béjar para apoyar esta tesis: “La separación de profesiones (...), al llevarse a sus últimas consecuencias sirve, en cierta medida, para romper los vínculos sociales (...), y separar a los hombres de esa situación común de ocupación en la cual los sentimientos del corazón y de la mente se emplean más felizmente.” (cit. en pp. 91-92). Inmediatamente conecta este pensamiento con el enunciado por Durkheim en su conocida obra De la división du travail social.

[8] Por el siguiente fragmento de Béjar podemos hacernos una clara idea de que el ciudadano republicano ha desaparecido para siempre: “La construcción del bien común precisa la entrega absoluta y constante de los ciudadanos en la participación e innovación colectivas. La virtud clásica necesita hombres compactos dedicados a la guerra, a la asamblea, al poder extraído de la reunión. Ciudadanos que se mueven por pasiones, no por intereses.” (pp. 195-196).

[9] M. Weber, La Ética protestante y el espíritu del capitalismo, Península, Barcelona, 199110, p. 258.

[10] Ignoro si las palabras que aparecen en la contraportada de El corazón de la república han sido escritas por la propia Helena Béjar, pero, en cualquier caso, reflejan muy bien ese tono melancólico adoptado por el fin de las utopías socialistas: “Nuestro tiempo es descreído. Se ha instalado en una única concepción del mundo que ha arrumbado el proyecto de una sociedad justa donde pudiéramos ser mejores. Fracasados el socialismo y el marxismo, el liberalismo se ha definido a sí mismo como único pensamiento y como el lenguaje moral dominante. Ha entronizado el individualismo y la esfera privada como nichos incuestionables de autorrealización. Pero hay otras voces y otros ámbitos que pueden recuperar el sentido pleno de la política para conformar un ser humano completo.”

[11] “Religión civil y milicia ciudadana se oponen –según Helena Béjar– al individualismo ultramundano del cristianismo, enemigo de los republicanos clásicos porque aleja a los hombres de la política. Tal como les distrae la interiorización privatizada que es el signo de los nuevos tiempos, de una era que aleja el fragor de la virtud.” (p. 197). Desde luego, el cristianismo no alejó de la política al gobernador Winthrop y a tantos otros hombres que pertenecen a lo que he denominado republicanismo calvinista.

[12] “Pero en el camino –se lamenta Béjar– hemos perdido uno de los elementos de la sociedad civil, una de las instituciones que llenaban la difusa idea de comunidad: las asociaciones secundarias, comunidades volicionales de participación segmental. Las reencontraremos al final de este libro. Y es que el asociacionismo voluntario conecta con la sociedad política tocquevilleana y la práctica del republicanismo. Una tradición del hombre como ser público y de la acción política de la que conviene hacer recuento.” (p. 190).

[13] El libro de P. Pettit, a diferencia del de Helena Béjar, sí parte de un republicanismo moderno que concilia el interés particular con los intereses comunes: “Tendemos a pensar de un modo natural que la civilidad, y en general, la virtud, son cosa de interiorizar valores que fuercen a la gente a extender sus deseos más allá de sus preocupaciones estrechas y egoístas. Pero esa imagen puede tener el inconveniente de presentar la civilidad como algo menos natural y más exigente de lo que en realidad es. (...) Subraya los esfuerzos de autonegación necesarios para lograr la civilidad, pero no destaca los costes que para la identidad del yo de los implicados tiene aquí un fracaso.” (op. cit., p. 333).

[14] El nuevo Estado federal norteamericano “reconoce –escribe Béjar– en el interés el móvil de toda conducta, incluido el servicio público. Ha caído en América el ideal de virtud clásica y bien común. En su lugar asoma el «interés bien entendido» que invoca no ya el sacrificio sino la ayuda mutua, no el patriotismo sino la cooperación.” (p. 82).

[15] T. Jefferson, op. cit., p. 283.

[16] Ibidem, p. 282.

[17] Cit. en p. 130. Para Manuel Azaña, la falta de “bienestar moral”, la flaqueza moral del espíritu público español, era en gran parte debida a que nuestro pueblo ha sido poco propenso a servirse del libre examen que la Reforma siempre opuso al dogma católico. Cf. Tres generaciones del Ateneo, Discurso del 13 de octubre de 1931, etc.

[18] Cf. La crítica comunitarista del liberalismo, en La Política, nº 1, Paidós, Barcelona, 1996, p. 62.

[19] Cf. Émile Durkheim, Montesquieu y Rousseau, precursores de la sociología (Estudio preliminar de Helena Béjar), Tecnos, Madrid, 2000.

[20] En el último capítulo de mi libro La política del cielo (Olms, Hildesheim, 1999) he tratado con mayor profundidad el problema de la censura social y de la relación entre leyes y costumbres.

[21] Cf. José Luis Villacañas, Res publica. Los fundamentos normativos de la política, Akal, Madrid, 1999; y La nación y la guerra, Res publica, Murcia, 1999.

[22] Principios metafísicos de la doctrina de la virtud, § 40.

 

ISSN 0327-7763  |  2010 Araucaria. Revista Iberoamericana de Filosofía, Política y Humanidades  |  Contactar