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Una cierta tendencia de la historiografía española*

A propósito de J. Izquierdo Martín, P. Sánchez León, La guerra que nos han contado. 1936 y nosotros, Alianza, Madrid, 2006, 320 pp.

Antonio Rivera García

 

Nos encontramos ante un libro claramente polémico, realizado por unos inteligentes historiadores que no temen dirigirse contra una cierta tendencia de la academia española. No es tanto un libro sobre la guerra civil de 1936, esto es, sobre la más terrible de las patologías políticas, cuanto sobre una patología intelectual que afecta a una parte considerable de los historiadores españoles contemporáneos. A un lector, como el de esta revista, habituado a la historia de los conceptos, seguramente sorprenderá la necesidad a estas alturas de un libro dirigido contra la estrecha historiografía positivista, contra los historiadores que todo lo reducen a archivo, archivo y archivo. Aunque el filósofo más citado en el libro sea Richard Rorty, los autores también podrían haber utilizado en su empresa la metodología de los sociólogos, historiadores y filósofos alemanes del siglo veinte, desde la weberiana hasta la Begriffsgeschichte de Koselleck, pasando por la hermenéutica de Gadamer.

La primera sorpresa que nos llevamos al leer este libro es que todavía hoy necesitamos convencer a algunos de nuestros académicos de que no hay historia sin punto de vista y que la neutralidad absoluta resulta imposible. Ésta es la razón por la que el lector –nos recuerda el gran historiador Pierre Vilar– tiene derecho “a un mínimo de información sobre las relaciones entre el investigador y su tema de estudio”. Reconocen Izquierdo Martín y Sánchez León que los expertos, los historiadores, al estudiar el pasado, no pueden desprenderse completamente de su subjetividad, de sus aprioris morales y políticos, de sus ideologías o cosmovisiones. Atacan seguidamente el mito de la imparcialidad absoluta. El problema del punto de vista constituye un viejo tema que los filósofos pensábamos que ya tenían claro los historiadores. Desde Weber sabemos que no se puede hacer historia sin valores, desde una posición completamente neutra. Son innumerables los filósofos y científicos que han desmontado todas esas metáforas de las que han abusado los historiadores –y me temo que siguen abusando– relativas a la verdad desnuda, a una historia que sólo se sirve de testigos y documentos. Pero, como señalan Izquierdo y Sánchez León, las inevitables inclinaciones personales del historiador no tienen por qué afectar –como ya señalaba Weber– a su actividad interpretativa y explicativa mientras se sirva de un método adecuado (p. 118). Es decir, el punto de vista no tiene por qué ser incompatible con la verdad de los hechos.

Se diría, por lo demás, que la nueva historia, de la que Izquierdo y Sánchez León pueden considerarse herederos, asume el “todo habla” pronunciado por el poeta Novalis, frase que articula ese valioso libro de Rancière sobre la historiografía moderna titulado Los nombres de la historia. Una poética del saber. Si “todo habla”, será cierto –como subrayan los autores de La guerra que nos han contado– que en muchas ocasiones la interpretación de mitos y cuentos podrá proporcionarnos mucha información histórica. Si algo caracteriza a la historia moderna es el esfuerzo por democratizar las fuentes y buscar la verdad de los hechos no sólo en los documentos custodiados por las instituciones, sino también en otros productos culturales en los que un determinado periodo histórico ha dejado impresa su huella. Por otra parte, el historiador está también obligado a estudiar los documentos como si fueran monumentos o signos mudos, e interesarse no sólo por lo que dicen conscientemente, sino también por lo que dicen sin pensar, sin darse cuenta.

Se comprende así que este libro se dirija contra el mito de que los documentos poseen la verdad última y hablan por sí mismos. A este respecto nos parece especialmente desafortunado el siguiente fragmento del historiador Santos Juliá: “Se ha concedido –escribe Juliá en su ensayo de 1980 “Segunda República: por otro objeto de investigación”– a mi entender una atención desmesurada a los estudios ideológicos [...] no hay en la España de los años 30 ideologías o ‘pensamientos’ que merezcan tantos y tan extensos estudios. Bastaría publicar –si hubiera mercado para ello– lo que decían, pues se trata en su totalidad de autores que se dejan leer, a quienes no es preciso organizar, desentrañar, aclarar y ni siquiera presentar” (cit. p. 131). Desde luego, Jesús Izquierdo y Pablo Sánchez León no están de acuerdo con estas palabras de Juliá pronunciadas hace ya veintiocho años (esperamos que haya cambiado de parecer), y por ello sostienen que no es evidente que los autores del pasado más o menos reciente, como los españoles de las primeras décadas del siglo veinte, se dejen leer fácilmente. Los hechos y los textos nunca hablan por sí solos. Olvida aquel historiador lo que nos enseña constantemente Koselleck, que los conceptos son históricos, sufren cambios, y resulta preciso comprenderlos dentro de un contexto temporal muy distinto al del presente desde el que habla y escribe el científico. En esta línea de pensamiento podemos leer en la p. 135 lo siguiente: “Es necesario primero reconstruir lo que significan [los textos] para después poder traducir esos significados a un lenguaje analítico con ayuda de los conceptos de las ciencias sociales [...]. Nos referimos a lo que significaban o podían significar para quienes los escribieron y leyeron cuando fueron escritos. Es decir, hablar del sentido de los textos por referencia a los significados que entonces se daba a los términos que contienen”. Por eso proponen Izquierdo y Sánchez León una actitud que casi podríamos decir nosotros que es brechtiana o benjaminiana: se trata de adoptar “una actitud de extrañeza, de distancia y de incomprensión hacia los textos que hemos heredado de los años treinta” (p. 139). Si lo traducimos a un lenguaje koselleckiano, se trata de poner de relieve la historicidad de los conceptos.

El libro también dedica un espacio importante en el capítulo “palabras que matan” a la “guerra de palabras”. En esta ocasión el capítulo se desarrolla bajo la inspiración de este fragmento de Antony Beevor: “Algunos sostienen que las palabras no matan. Pero cuanto más mira uno al ciclo de odio y recelo mutuos [de la España de los años treinta], encizañado por declaraciones irresponsables, más le cuesta creerlo” (p. 143). Los autores se refieren al hecho ya casi banal de que las guerras también se hacen con palabras. Koselleck es el que con más tino lo ha expresado cuando aprecia en el concepto histórico dos dimensiones, la de índice de la realidad, la relativa a la pretensión de explicar los hechos pasados y presentes, y la de factor, la que alude a palabras o discursos empleados como instrumentos para construir el futuro o para luchar por cambiar la realidad. Recordemos, por lo demás, que las guerras del siglo veinte han sido en gran medida guerras de palabras, guerras de propaganda. El mismo líder comunista Mao decía que en la guerra civil revolucionaria nueve décimas partes son de guerra fría o guerra que se sirve de medios políticos como la propaganda, los discursos, los libros, etc., y sólo una décima parte, aunque decisiva, es de guerra caliente y coincide con el clásico concepto de bellum.

En esta parte dedicada a la guerra con palabras, Izquierdo y Sánchez León expresan que “la vida social es en gran medida una incesante pugna por definir el contenido de las palabras”. A menudo la interpretación que se impone no es la del científico, sino la del político. Si hablamos, por ejemplo, de los conceptos políticos de guerra y paz lo importante es quién los interpreta, define y aplica. En el fondo, quien sea capaz de hacerlo será quien detente finalmente el poder. Es más, ningún imperialismo puede llegar a ser históricamente significativo si, aparte de su fuerza material basada en el armamento militar o en la riqueza económica y financiera, no determina el significado de los principales conceptos políticos y jurídicos.

Tampoco podía faltar en La guerra que nos han contado la crítica de uno de los principales mitos del denominado “positivismo crudo”: la afirmación de que la renovación de enfoques y perspectivas en el terreno de los relatos históricos depende principalmente de la aportación de nuevas evidencias o del descubrimiento de nuevas fuentes documentales. “Una cosa –leemos en las pp. 92-3– es que una narración histórica se apoye en documentos, y otra muy distinta que sean las fuentes las que gobiernen nuestras investigaciones y relatos sobre el pasado”.

La crítica de este último mito orienta también la respuesta a la pregunta de Ronald Fraser: “¿A quién pertenece la historia, a quienes la viven o a quienes la escriben y leen?” (p. 304). Fraser opina que “no pertenece a nadie, sino que es un debate continuo, de duración indefinida”. Para los relativistas Izquierdo y Sánchez León, el pasado, ciertamente, “es de quienes lo vivieron”, pero el relato histórico, la memoria de la guerra, pertenece siempre al lector e historiador contemporáneos, cuyos valores o motivaciones morales –la explicación final de sus particulares puntos de vista y de la renovación de perspectivas– difieren inevitablemente de los que poseen los actores del pasado. En relación con la tesis de que el cambio del discurso histórico no se explica sólo por el descubrimiento de nuevas fuentes, sino también por el simple hecho de que es otra la generación de lectores, siempre me han parecido concluyentes las palabras de Goethe invocadas por Koselleck en su libro Futuro Pasado: “Sobre que la historia del mundo tenga que escribirse de nuevo de tiempo en tiempo no puede caber ninguna duda en nuestros días. Pero tal necesidad no surge porque se haya redescubierto mucho de lo sucedido [como piensa –añadimos nosotros– el positivismo histórico más ciego], sino porque se dan nuevas opiniones, porque el que disfruta de una época que progresa es conducido a un punto de vista desde el que puede abarcar y enjuiciar lo pasado de una forma nueva”.

La relativista o, como diría el anti-moderno Strauss, historicista tesis de Goethe no debiera inquietar a nuestros académicos. Las palabras del vate alemán son perfectamente compatibles con la verdad de hecho. Probablemente sería aquí de utilidad a los autores del libro sobre “1936 y nosotros” algunas páginas que ha escrito Hannah Arendt en su ensayo “Verdad y política”. En concreto aquellas en las que distingue, basándose en su peculiar concepto de lo político, entre la verdad filosófica y la verdad de hecho. La primera es apolítica porque puede mantenerse en soledad, mientras que la segunda es política porque se refiere a circunstancias y acontecimientos en los que son muchos los implicados. Ello significa que las opiniones, aunque no alcancen la universalidad e intemporalidad de las verdades filosóficas, sólo podrán ser mantenidas legítimamente si no entran en conflicto con los hechos mismos. La racionalidad práctica, la del político pero también la inherente al juicio del historiador, tiene firmes criterios, y el principal consiste en atenerse a la verdad factual para discriminar entre las diversas opiniones. La reescritura de la historia a la que tiene derecho cada generación tiene así como límite el respeto a los hechos demostrados. [1] En realidad, lo más opuesto a dicha verdad no es la opinión que inevitablemente contamina la interpretación del pasado, sino la falsedad deliberada, la mentira o la manipulación de los hechos. [2] Y, como decíamos antes, atenerse a la verdad factual es el primer principio del historiador, también –estoy convencido– de los anti-académicos Jesús Izquierdo y Pablo Sánchez León.



 

* Publicado en Res publica, n.º 20, 2008, pp. 232-236.

[1] “Aun si admitimos que cada generación tiene derecho a escribir su propia historia, sólo le reconocemos el derecho a acomodar los acontecimientos según su propia perspectiva, pero no el de alterar la materia objetiva misma.” (H. Arendt, “Verdad y política”, en Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política, Península, Barcelona, 2003, p. 365).

[2] Arendt insiste en que “la atenuación de la línea divisoria entre la verdad de hecho y la opinión” es una de las formas que puede adoptar la mentira, pues a veces el falsario, cuando no puede hacer que su mentira se imponga, se ampara en el derecho constitucional de la libertad de opinión. Cf. Ibíd, p. 382.

 

 

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