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Apología del republicanismo democrático*
A propósito de Andrés de Francisco, Ciudadanía y democracia. Un enfoque republicano, Los libros de la Catarata, Madrid, 2007, 218 pp.
Antonio Rivera García
Este libro nos presenta el republicanismo democrático como la mejor concepción política de nuestros días. El autor asume la tarea de conciliar la filosofía política republicana, la centrada en la libertad, con la teoría política de la democracia basada en el gobierno de los muchos pobres libres. Nos parece que este republicanismo está unido a una nueva definición del Estado de bienestar, empresa que pasa por evitar sus defectos mediante dos fórmulas: la extensión de la virtud republicana y el perfeccionamiento de los controles democráticos que permitan evitar la patológica oligarquización del Estado. En lo que sigue expondremos la parte negativa, contra quién se dirige o quién es su principal enemigo, y la positiva, las principales características del republicanismo democrático.
1. La crítica del liberalismo económico
Para Andrés de Francisco, el principal enemigo de este neo-republicanismo es el liberalismo económico o neo-liberalismo, tan diferente del liberalismo político rawlsiano que el autor reivindica en el último capítulo, precisamente titulado “el reto rawlsiano en clave republicana”. Los dos primeros capítulos pretenden desmontar los fundamentos del liberalismo económico, empezando por el dogma del equilibrio y la autorregulación del mercado mediante la mano invisible. De Francisco no cree en la existencia de mecanismos ocultos de coordinación social capaces de generar espontáneamente orden institucional. Habla asimismo del carácter “fáustico” –más bien, diríamos nosotros, mefistofélico– de la mano invisible: logra que fuerzas que siempre quieren el mal (egoísmo, individualismo, ansias de enriquecimiento), siempre produzcan el bien. Si criticable es el fantasma de la mano invisible, aun más absurdo le parece que sea un fantasma benevolente y que, lejos de contentarse con producir equilibrio y autorregulación, pretenda ser el mejor orden. El otro dardo lanzado por el autor de Ciudadanía y democracia contra el liberalismo económico tiene como diana la defensa de la eficiencia o de la utilidad como criterio racional capaz de conciliar los fines individuales y sociales. Frente a los clásicos del liberalismo conservador, de Francisco es categórico cuando señala la incompatibilidad de la utilidad o la eficiencia con la equidad distributiva o la integración social, la cual exige tener en cuenta si son iguales o no los agentes que intercambian en el mercado. A todo ello hay que unir la inseguridad que éste genera. De ahí que el mercado no sea el mejor marco para conseguir la justicia distributiva o la solidaridad cívica perseguida por el buen republicano democrático.
El segundo capítulo está dedicado a desmontar los tres corolarios del liberalismo económico o, como prefiere decir en otras ocasiones, dogmático: Estado mínimo, despolitización de la economía y pluralismo liberal. La idea de Estado mínimo va unida al rechazo de la intervención externa –y, en primer lugar, política– sobre el funcionamiento espontáneo de los mercados. El Estado debe por ello limitarse a ejercer la función de “guardián nocturno” (p. 38) encargado de remover los obstáculos que impiden la normalidad de los mercados. Andrés de Francisco insiste a lo largo del capítulo en los fallos de este sistema, que ni suministra bienes públicos necesarios, ni puede evitar monopolios, ni evitar las asimetrías informativas o los costes de transacción, ni acabar con los riesgos e incertidumbres de las crisis periódicas. Reconoce, no obstante, que aún peor que el liberalismo económico es el capitalismo imperialista. Este último tiene poco de liberal en la medida que prefiere el monopolio, el arancel y a veces la guerra (p. 61). Mas el autor del libro no ha seguido, como a los defensores del federalismo nos hubiera gustado, la vía crítica que lleva a oponer el republicanismo federal al imperialismo que, como se sabe desde el anterior fin de siglo, constituye la fase de madurez del nacionalismo. Frente al Estado mínimo, de Francisco se decanta claramente por una revisión del Estado de bienestar que, aparte de favorecer a los más débiles económicamente, tenga en cuenta los “riesgos morales”, fundamentalmente la indolencia y la irresponsabilidad derivadas de la existencia de un trabajador socialmente sobreprotegido. Aquí, por primera vez, el autor recurre a la virtud cívica, al republicano lenguaje de los deberes. Nos da la impresión de que, con esta apelación al republicanismo, pretende responder a la objeción de que en la rawlsiana sociedad del consenso entrelazado –tan cercana al ideal de este libro– los más virtuosos no son recompensados y, en consecuencia, se trabaja para los holgazanes.
Critica asimismo la versión despolitizada, pura o neutral de la economía, la pretensión de convertirla en una ciencia completamente objetiva que, reducida a un conjunto de leyes y necesidades, elimine toda alternativa. Juzga de Francisco que despolitizar la economía impide, por un lado, apreciar que las relaciones laborales son eminentemente conflictivas y que la lucha de clases sigue desempeñando un papel esencial; y, por otro, impide denunciar la falsedad de un contrato de trabajo sustentado sobre la irreal igualdad de las partes. En la línea de la socialista crítica metapolítica o ideológica señala que la idea de “intercambio disputado” (contested exchange, según Bowles y Gintis) [1] desmonta las bases teóricas del contrato y pone una vez más de manifiesto la liberal “operación de camuflaje de la dominación social” (p. 126). A nosotros, en cambio, nos parece que la vía genuinamente política consiste en utilizar el concepto simétrico de contrato para construir el sujeto político de trabajador, el cual hace acto de aparición precisamente cuando denuncia el incumplimiento de la igualdad prometida por aquella noción abstracta.
Andrés de Francisco se dirige también contra la versión del pluralismo liberal que concibe el espacio cívico como un “mercado político” donde entran en conflicto diferentes intereses particulares, litigio cuya solución óptima consiste en el equilibrio político entre dichos intereses (p. 79). Siguiendo la analogía con el liberalismo económico contrario al mal del monopolio, se puede hablar aquí de una mano invisible capaz de evitar el mal político del poder excesivo o de la tiranía. Esto es, podemos referirnos a mecanismos políticos invisibles que, como la clásica aversión o la división de fuerzas sintetizada en la fórmula de Montesquieu “le pouvoir arrête le pouvoir”, pueden aparentemente impedir los abusos. El autor de Ciudadanía y democracia sólo parece aceptar la división institucional de poderes, pero lo cierto es que la otra división también ha demostrado a lo largo de la historia –empezando por la teoría del mito de Blumenberg– su utilidad para evitar tiranías y otros regímenes patológicos. Además, como señalaba Jefferson, la emulación entre partidos, sectas y demás asociaciones sirve con frecuencia para mejorar la ética pública. Pero quizá esto exige prestar una mayor atención a la filosofía federal, a la pimargalliana unidad en la variedad, a la unidad que es compatible con la diferencia, con la liberal pluralidad moral o de formas de vida.
No olvida Andrés de Francisco la advertencia de Bobbio contra los cripto-gobiernos, contra los poderes en la sombra que influyen sobre los poderes públicos o sobre el Estado. Y es que el italiano tiene razón cuando de alguna manera expresa que no hay democracia si no se rompe con la continuidad entre el poder social y el político, si no se reconoce que la democracia –dicho en la terminología de Rancière– es el ámbito del cualquiera y que las distribuciones naturales o sociales no deben tener reflejo en el espacio público. Se trata, por tanto, de que las diferencias e identidades sociales, naturales, raciales, nacionales, religiosas, etc. sean irrelevantes, de que en la esfera política rija lo más impropio, lo que es igual a todos, la libertad.
Concluye esta parte del discurso metapolítico de Andrés de Francisco señalando que el liberalismo fracasa cuando pretende llevar los dogmas del liberalismo económico al ámbito político. De manera parecida a los críticos marxistas de la ideología, considera que el pluralismo liberal oculta una realidad caracterizada por la concentración oligárquica del poder y por la subordinación de la esfera público-estatal a los entramados de poder económico.
2. El republicanismo democrático en los tiempos del neoliberalismo
Situado en el extremo opuesto al liberalismo económico, el republicanismo democrático pretende devolver el protagonismo de la vida política al ciudadano (p. 87). Pero esto no es posible –Rawls, de nuevo– sin bienes primarios que garanticen la existencia social de los individuos. Veamos a continuación los puntos fuertes de esta propuesta republicana. En primer lugar, consenso rawlsiano como ideal regulativo, dada, por supuesto, una pluralidad ética y axiológica (p. 92). En segundo lugar, Estado “musculado” (p. 93), que no es otra cosa que una revisión del Estado de bienestar teniendo en cuenta las siguientes bases: necesidad de atender prioritariamente a los grupos y colectivos más desfavorecidos; imperio de la ley; y Estado controlado por la ciudadanía, con el objeto de que no caiga en manos de una oligarquía o por lo menos que ésta no haga lo que quiera y se imponga así un modelo elitista de representación. Todo ello exige no sólo el triunfo de las clásicas medidas constitucionales como la división de poderes, sino también la republicana virtud cívica, esto es, la colaboración de una ciudadanía inclinada a la vita civilis.
En tercer lugar, Andrés de Francisco escribe sobre la necesidad de acabar con el mito del “humanismo cívico” y de luchar por lograr mayores niveles de pluralismo moral. Se trata así de proponer un republicanismo que no exagere el perfeccionismo moral y tenga, de modo similar al individualismo liberal, como referencia última una ética eudamonista, esto es, el derecho no sólo a la vida, sino a la vida feliz. Aunque prestigia el bios praktikos frente al bios theoretikos o a la vida contemplativa y privada, el nuevo republicanismo reconoce otras formas de vida. Asimismo, este libro critica al científico moderno que aparece como un “monje moderno” (Ortega) y al antiguo elitismo republicano por despreciar el bios poietikos o la vida productiva. El republicanismo democrático intenta, por el contrario, integrar en el mundo cívico de la praxis el mundo productivo del trabajo (poiesis), mientras que el denostado liberalismo económico ensalza la vida privada como legítimo ámbito apolítico de realización personal y menosprecia, en beneficio de modelos elitistas de representación, la praxis como esfera de participación ciudadana. A nosotros nos parece que la operación democrática, en contraste con el saber sociológico que se esfuerza en identificar, diferenciar o clasificar los sujetos de acuerdo con su actividad, tiene mucho más que ver con la suspensión de las fronteras entre la vida contemplativa, práctica y productiva, o entre la vida pública y la privada. Pensamos que, en el pasado, la emancipación de las clases o sujetos invisibles estuvo ligada a menudo a la suspensión de tales actividades e identidades, a obreros que dedicaban las horas de sueño a producir obras literarias y políticas, a mujeres que salían del ámbito doméstico para reclamar la igualdad del ciudadano, etc.
El reto del libro de Andrés de Francisco consiste, como ya hemos apuntado al principio, en unir la tradición republicana, que por lo general ha sido oligárquica, al pensamiento democrático. Se trata de vincular la participación del cualquiera, incluidos los pobres, los que no precisan de ningún título o identidad, a lo mejor de la tradición republicana, a la valoración de los deberes y de la vita civilis o libertad positiva. El autor de este libro considera que la tradición republicana elitista es más neo-aristotélica que –en contra de la opinión de Skinner– neo-romana, y por ello dedica el capítulo cuarto a analizar el rechazo de la democracia por Aristóteles. Como se sabe, para el Estagirita la única democracia aceptable es la campesina. Precisamente aquélla en la que el pueblo, el conjunto de campesinos, por carecer del ocio necesario para acudir a la asamblea, debe dejar la participación política en manos de unos pocos, de la oligarquía. El republicanismo democrático incluye, por el contrario, a los pobres. Para ello propone dos alternativas. La primera coincide con la democracia radical antigua o gobierno de los muchos pobres, democracia que “les dio seguridad y protección en la esfera civil y social, pero no les hizo propietarios” (p. 145). La segunda es la alternativa propietaria, bien en la modalidad liberal seguida desde Jefferson hasta Rawls, y consistente en fomentar el enriquecimiento de los pobres y su transformación en propietarios; bien en la modalidad marxista, la que convierte a los trabajadores en productores libremente asociados y propietarios de los medios de producción.
Especial relevancia adquiere la crítica de todos los obstáculos que limitan el concepto de ciudadanía. Desde este punto de vista, la lucha por la democracia se alía a una tradición que no tiene en cuenta el autor del libro: el republicanismo federal que asume ideales de corte cosmopolita. Pero no sólo las fronteras territoriales o espaciales limitan las facultades políticas de los cualquiera; también existen otras fronteras que identifican a los miembros de la comunidad de acuerdo con criterios excluyentes tan variables como la propiedad, el sexo, la raza, etc. Para el republicanismo democrático, lo importante es que los espacios cívicos sean indiferenciados, no estratificados, que haya igualdad entre todos los que son reconocidos como ciudadanos. La igual libertad se convierte así en el ideal de ciudadanía. Según Andrés de Francisco, el sufragio universal no elimina las fronteras internas, la estratificación de la ciudadanía de acuerdo con criterios que, como los económicos –pero no sólo–, identifican y clasifican al hombre en la sociedad civil. Y es que la isonomía, o la igualdad de derechos civiles y políticos, es una condición necesaria pero no suficiente para que impere la democracia. La constitución de un demos indiferenciado e igualitario pasa por lograr para los pobres el escudo de una protección social robusta (p. 113).
Andrés de Francisco sostiene seguidamente que resulta imprescindible la naturalización de las diferencias (pp. 116-8). Se trataría, en su opinión, de conseguir un espacio unificado y homogéneo, dentro del cual las diferencias de sexo, nacimiento, raza, etc. se hicieran invisibles, fueran naturalizadas, y, por consiguiente, carecieran de relieve público. Pero este objetivo obliga primero a hacer visibles las desigualdades que provocan discriminación y opresión, que generan racismo, machismo, homofobia, etc. [2] : “la ciudadanía diferenciada –leemos en la p. 117– que visibilice, para así proteger mejor, determinadas diferencias grupales no es el fin sino el medio”. Quizá esta estrategia metapolítica, que pasa primero por reafirmar una determinada identidad y después por denunciar tanto “los criterios universales de ciudadanía” como la falsa igualdad que impera en la sociedad civil, sea menos política de lo que piensa el autor de Ciudadanía y democracia. A mi juicio más afín al espíritu democrático resulta la estrategia eminentemente política y conflictiva de afirmar la igualdad por parte de quienes no son reconocidos como iguales y por ello son excluidos como diferentes. Es decir, no se trata tanto de hacer visible la diferencia y criticar las declaraciones universales cuanto de hacer visible la igualdad de quien, sin embargo, no es tratado o reconocido como un igual.
3. Discusión sobre las instituciones apropiadas para un republicanismo democrático
Comienza el capítulo quinto con una distinción entre la libertad liberal y la republicana. El liberal identifica la libertad con la ausencia de interferencias: uno es libre cuando ningún obstáculo –empezando por esas cadenas artificiales que son las leyes– impide hacer realidad sus deseos. La libertad republicana tiende a confundirse, en cambio, con la “auto-nomía”, esto es, con “la capacidad de ligar la voluntad a la ley de conducta que uno se da a sí mismo” (p. 153). El liberal habla de libertad o inmunidad frente a las leyes (liberty or immunity from the laws), mientras que el republicano Harrington de libertad o inmunidad gracias a ellas (liberty or immunity by the laws). Es así muy republicano el “imperio de la ley”, que nadie quede fuera del amparo legal (legibus solutus). Ahora bien, nos parece que Andrés de Francisco podría haber precisado en esta parte de su libro que la libertad del republicanismo clásico no equivale a auto-legislación. Para los autores premodernos, lo importante no es quién sea el legislador –podía serlo, como sabemos, un extranjero–, sino que todos estén sometidos al deber de la ley y se gobierne de acuerdo con ella. Sólo un moderno y muy liberal republicanismo puede identificar la libertad con el poder constituyente del pueblo, con la soberanía popular o con el poder legislativo democrático.
Este capítulo plantea algunas cuestiones de orden institucional o constitucional que tienen una evidente relevancia en la actualidad, y que sin duda son polémicas. Alude, para empezar, a los males de la profesionalización de la política y de la oligarquización de los partidos. En las democracias liberales contemporáneas, en las que la representación del partido político resulta tan fundamental, los jefes de los partidos se convierten a menudo en patronos de los cargos inferiores o de los militantes. Para Andrés de Francisco, este clientelismo político se soluciona en gran medida con lo que él denomina división diacrónica. Y es que el pensamiento republicano, siempre contrario a la concentración de poder (p. 155), reconoce dos tipos de división de poder: por un lado, la sincrónica, la relativa a la división entre ejecutivo, legislativo y judicial, la que impide ejercer varias magistraturas al mismo tiempo, la que distingue varias ramas dentro del ejecutivo, etc.; y, por otro, la diacrónica, la que establece brevedad en los mandatos y limita la posibilidad de reelegir a los magistrados (p. 156). En la crítica a la representación contemporánea no menciona Andrés de Francisco un asunto que Bernard Manin considera central: que la profesionalización de la política está unida a la sustitución del sorteo, considerado en épocas pasadas como el más democrático de los mecanismos de selección de cargos políticos, por el aristocrático principio de elección o distinción basado en la necesidad de discriminar entre los ciudadanos.
El autor de Ciudadanía y democracia presta bastante importancia a los mecanismos pertenecientes a la doctrina de los frenos y contrapesos que pueden ser criticados como elitistas o contra-mayoritarios, en concreto al veto presidencial, al bicameralismo y al control judicial de las leyes. La crítica de los dos primeros se puede encontrar ya plenamente expuesta en el liberalismo decimonónico de corte progresista.
En relación con la discusión acerca del número de cámaras, A. de Francisco alude a la defensa del unicameralismo por Jiménez de Asúa en la II República. Por supuesto, el pensamiento de la democracia no puede admitir ninguna huella del senado de los privilegiados, cuya principal razón de ser no consistía –como señalaba el liberal conservador Alcalá Galiano– en perfeccionar el sistema parlamentario sino en la necesidad de establecer una continuidad entre el desigual orden social y el político. Pues el mismo Alcalá reconocía que existían frenos y contrapesos endógenos, como la división en secciones y la constante renovación de los diputados, que hacían innecesaria una segunda cámara que tuviera como principal función controlar los resultados de la primera. De todas formas, creo que es exagerado decir que “el pensamiento democrático está, desde el punto de vista histórico [...], indisolublemente unido al unicameralismo” (p. 162). No todo bicameralismo resulta incompatible con la democracia: no lo es el federal. Para volver a la España contemporánea, esa especie de discriminación positiva que denuncia Andrés de Francisco en la p. 118, la que lleva a favorecer la concentración territorial del voto y que algunos partidos nacionalistas tengan más diputados que otros que han recibido un mayor número de sufragios, quizá ya no tendría sentido con una segunda cámara realmente federal.
Andrés de Francisco, en la línea socialista de un Hermann Heller, acusa a la justicia constitucional de tener un sesgo elitista u oligárquico (p. 164). Es cierto que en muchas ocasiones ha servido para legitimar políticas conservadoras y contra-mayoritarias –sobre todo en la época en la que escribía el gran jurista alemán antes mencionado–, pero nos parece que no siempre ha sido así, como demuestra la propia justicia constitucional estadounidense cuando, por ejemplo, admitió la legalidad del aborto y consagró otros derechos civiles. De Francisco se refiere también a un problema de difícil solución, el de la responsabilidad y neutralidad de los magistrados constitucionales (p. 165). Y tiene razón cuando apunta que sigue sin resolverse el problema del poder judicial como un poder esencialmente democrático.
Dentro de este apartado dedicado a las instituciones, se dirige por último contra la sacralización de las constituciones. De modo similar a Jefferson aconseja la devolución periódica de la soberanía al pueblo. Aquí de nuevo resultaría preciso aclarar que la liberal teoría del poder constituyente no puede ser asimilada al motivo republicano del imperio de la ley. No sólo el liberalismo político rawlsiano se republicaniza –como se explica en el último capítulo–, sino que también el republicanismo recibe la influencia del liberalismo. El republicanismo clásico y pre-moderno tendería más bien a aquella sacralización, pues pertenece a una época hostil a las novedades en la que se pretende sobre todo adaptar las normas legales a la naturaleza del pueblo, y siempre con el objeto de que gocen de la estabilidad propia de las costumbres asentadas por el paso del tiempo. En esta empresa Andrés de Francisco podría haber utilizado como aliado a Bruce Ackerman, un republicano liberal que suele criticar el mito del bicentenario y defender un uso más habitual del poder constituyente. Pero es cierto que el norteamericano puede ser calificado de neo-federalista y Andrés de Francisco suele criticar con bastante dureza a los autores del Federalist (pp. 160 ss.)
Ciudadanía y democracia acaba con una apelación a la tradición republicana, a la virtud cívica, al deber de participar en la esfera política y demostrar en la práctica algo que, a mi juicio, debiéramos aceptar como un presupuesto: la igualdad de los libres. Pero, eso sí, esta llamada a utilizar el lenguaje republicano de las virtudes, y no el liberal de los derechos, se hace desde una visión democrática, en el sentido de que se trata de un deber de todos, y no, como sucedía en el republicanismo premoderno, de la minoría de ciudadanos. No se puede olvidar que el primer objetivo de la democracia consiste en evitar las oligarquías, la usurpación del espacio político por una minoría, sea ésta integrada por los más ricos o por los más sabios. Es más, no sólo es de temer la influencia de los poderes económicos que de Francisco critica en los capítulos dedicados al liberalismo económico o neo-liberalismo, sino también el poder de los sabios, la epistemocracia que, por lo demás, ha sido el destino de los modernos regímenes políticos caracterizados por el principio de distinción.
El leit-motiv de la filosofía política neo-republicana, dentro de la cual podría incluirse el libro que comentamos, es, como señala Pettit citando a Montesquieu, la seguridad. Tras la lectura de estos autores neo-republicanos uno tiene la impresión de que el Estado de bienestar, una vez corregidos algunos de sus defectos, es quien mejor garantiza dicha seguridad. Se comprende así que de Francisco critique la liberal filosofía que concibe la historia como un proceso “esencialmente indeterminado” y, por lo tanto, generador de inseguridad. En este contexto cita a Isaiah Berlin, para quien no puede haber una fórmula en la que “todos los diversos fines humanos queden armónicamente realizados […], así que nunca puede eliminarse por completo de la vida humana la posibilidad del conflicto y de la tragedia” (p. 43). El problema de esta visión no es la renuncia al ideal del consenso, a la armonía de los “diversos fines humanos”, sino la visión negativa del conflicto, el no advertir que es precisamente la posibilidad abierta del litigio la que ha permitido en los dos últimos siglos los progresos democráticos. Mas fuera de que eche esto último en falta, así como la conexión del republicanismo democrático con la democracia federal, nos parece que uno de los retos más importantes de la actualidad coincide con la empresa que se propone Andrés de Francisco en este libro, la de conciliar tradición republicana y democracia.
* Publicado en Res Publica, n.º 20, 2008, pp. 193-201.
[1] El concepto de intercambio disputado hace referencia a que, si bien se puede contratar el tiempo del trabajador, no se puede estipular de la misma manera la intensidad o calidad de su trabajo. Las propiedades cualitativas del trabajo, que son “atributos disputados de la fuerza de trabajo”, deben ser obtenidas por el empleador fuera de la formal e igualitaria relación contractual. Puede obtenerlas, por ejemplo, amenazando al trabajador con la no renovación del contrato (pp. 73-4).
[2] Se trata de la estrategia –en mi opinión poco afín al significado genuino de la democracia– de hacer visible la desigualdad: “Mientras haya grupos de privilegio y grupos de vulnerabilidad, grupos aventajados y grupos oprimidos, los criterios universales de ciudadanía no harán más que perpetuar y reproducir esas diferencias en beneficio de los grupos más favorecidos. Por esos conviene mantener visibles determinadas diferencias, en un espacio cívico no homogéneo sino heterogéneo […] para proteger e forma especial a los grupos que padecen discriminación y opresión por ser diferentes.” (pp. 116-7).