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Juan Ramón Resina, Del hispanismo a los estudios ibéricos. Una propuesta federativa para el ámbito cultural

Biblioteca Nueva, Madrid, 2009

José Luis Villacañas Berlanga

Prólogo

Son varias las poderosas razones para presentar este libro ante el público español. La primera de ellas es la personalidad y trayectoria de su autor, una de las más relevantes figuras de los estudios literarios europeos en la Academia norteamericana. Antiguo catedrático de la Universidad de Cornell, en Ythaca NY, donde editó por un tiempo la prestigiosa revista Diacritics, Joan Ramon Resina ya era conocido para los lectores en castellano por varios libros sobre modernidad, literatura y mito y para los lectores en catalán por su reciente y brillante monografía sobre el prestigio cultural de Barcelona como metrópolis mediterránea del siglo XX. Por lo demás, sería estéril recordar aquí su ingente currículum. Baste decir que actualmente dirige el departamento de Iberian Studies de la californiana Universidad de Stanford, donde inicia un programa de renovación de los estudios ibéricos, con un joven y prometedor equipo.

Sin embargo, este no es un libro más en la producción académica, amplia y valiosa de su autor. Se trata de un trabajo que hace un alto en el camino, que incorpora una reflexión sobre sus veinte años de práctica académica en América en el ámbito de los estudios sobre las humanidades peninsulares. Tenemos por tanto aquí un libro de madurez en el que su autor se pregunta por el sentido de su disciplina, su legitimidad, su pasado, su presente y su futuro. Y lo hace en diálogo con otras importantes reflexiones sobre el mismo asunto, desplegadas por otras figuras que, motivadas por el mismo problema, apuestan por comprensiones diferentes del campo disciplinar. Esta aspiración programática, sostenida por una práctica científica inequívoca, confiere a este libre un raro valor y una voluntad de innovación, en un campo como el de las humanidades, atravesado por rituales demasiado conservadores. Esta sería la segunda razón fundamental para ponerlo en manos de lectores españoles.

La tercera se deriva de las dos anteriores. Con demasiada frecuencia, los hispanistas de aquí, y los estudiosos de las tradiciones peninsulares de allá, no acaban de fundar un diálogo adecuado. Este recíproco desconocimiento no tiene justificación. No hablo ya de las lecturas de la producción científica de unos y otros, que en cierto modo se da, aunque quizá no en la medida necesaria. Hablo de ese otro y más fecundo intercambio de puntos de vista, de problemas, de métodos, de aspiraciones, de lugares centrales de la investigación, de finalidad general de la dirección de la disciplina. Aquí, en este humus sobre el que crece realmente la creatividad investigadora, nuestros mundos tienden a alejarse. No sólo no hay procesos de convergencia. La impresión dominante es que hay una tensión hacia la divergencia creciente. Poner remedio a esta situación, que nadie inteligente puede desear, sería una tercera razón para que este libro sea leído por los humanistas españoles.

Desde lo dicho, conviene que este libro sea leído con algunas indicaciones previas. Quizá entonces su lectura sea más productiva. Este objetivo persiguen las palabras de este breve prólogo, que no quiere ocultar esa suficiente simpatía con las propuestas del autor que motiva la continuación de un diálogo con él. En este sentido, arriesgaré algunos argumentos y premisas que juzgo bien podrían sernos comunes. Ante todo, el sentido general de este libro no se identificará bien si no recordarnos algo fundamental: ninguna interpretación triunfalista acerca de la expansión de la lengua castellana en América del Norte justifica por sí sola, y en la actualidad, el campo de estudios que hasta ahora ha venido llamándose hispanismo. Desplegando el argumento, este libro ofrece convincentes argumentos de que tal éxito darwinista del castellano obliga más bien a un replanteamiento del escenario académico, ya que los estudios hispánicos obedecieron a una constelación histórica completamente diferente y sobrepasada. El viejo hispanismo, sostenido por el exilio republicano, no es funcional respecto a la creciente presencia del mundo hispano en USA. Puede implicar mayor presencia de la lengua castellana en determinados ámbitos, pero la consecuencia inevitable será la postergación de los estudios peninsulares, la profunda hegemonía del latinoamericanismo, y la relación con el castellano como mera lengua, no como el soporte de la tradición de estudios de eso que se llama cultura hispánica. El libro de Resina, que organiza la memoria de las circunstancias históricas, políticas, culturales y geoestratégicas de la emergencia del hispanismo, es muy valioso en este sentido. La discusión y el debate que exige habrán de estar a la altura de sus profundos conocimientos y de su amplia visión.

Hablamos de tendencias, desde luego, y de elementos que sólo quien hace el balance de una trayectoria de 20 años puede observar. Insistimos en este punto, porque de esa mirada brota una conciencia de crisis bastante clara. No me equivoco si digo que esa conciencia de crisis es compartida por la mayoría de los académicos de las Universidades Norteamericanas. Este hecho ya es de por sí muy relevante para nosotros, los que en España nos ocupamos del mismo campo. Situados sobre el propio terreno, los investigadores del pasado cultural que ejercemos nuestra tarea en España, no sentimos dudas acerca de la legitimidad de nuestro esfuerzo. Lo hacemos y basta. Suponemos que ejercemos esa dimensión moderna de la racionalidad que es la autoconciencia reflexiva, ya sea de personas o de sociedades. Contribuimos a ofrecer un sentido histórico a nuestra comunidad de referencia en un sentido o en otro, pero consideramos obvio que ese sentido histórico implica preparar y disponer de un futuro. Pero cuando el mismo o parecido campo de estudios se ejerce en contextos sociales, políticos e institucionales que no pueden apelar a ese sentido obvio de lo “nuestro”, entonces la pregunta por la legitimidad de la ocupación profesional se torna urgente. ¿Qué sentido tiene ese campo de estudios tradicionalmente llamado hispanismo en los Estados Unidos? ¿O en el Reino Unido? Sin duda, hay razones diferentes en cada caso. Una de ellas, que tiene en cuenta sobre todo el hispanismo inglés, viene a decir que dada la dificultad y rareza de que los españoles desarrollen actitudes morales adecuadas respecto a su pasado, es preciso que la distancia, ironía, flema y objetividad británica nos los cuente de tal manera que ese relato no se convierta por sí mismo en fuente de ulteriores conflictos. La historiografía hispánica británica ha venido avalada por su posición de tercero superior e imparcial, de mediador eficaz, dada la inexistencia tradicional de esa figura en la cultura española, casi siempre dominada por talentos geniales, expresivos y atormentados, o por un mediocre espíritu de partido reñido con la inteligencia de las cosas.

¿Pero qué pasa en una cultura en cierto modo lejana como la de USA? Como es natural, una gran cultura mundial, ha de poder dar su propia versión del mundo y por eso también de España. Pero esta exigencia de disponer de una cultura de vanguardia que ofrezca visiones mundiales no basta para justificar un campo tan específico como el hispanismo, al margen de los estudios europeos. Esto lo perciben los profesionales y académicos por doquier. De ahí las diferentes opciones que se plantean para redimensionar la profesión. No parece fácil, desde luego, colocarla en el ámbito de literaturas comparadas, que en América suele recoger las tradiciones anglosajonas. Luego, se abre la posibilidad de acomodar los estudios hispánicos en los departamentos de Romance Studies, en una reconstrucción del mundo latino, algo así como una literatura e historia cultural comparada de las tradiciones de las lenguas romances. Esta es la decisión por ejemplo de la Universidad de Nueva York en Buffalo. La problemática de esta solución es obvia: ninguna de las lenguas romances salvo el castellano es además una lengua viva en los USA, y por tanto, es normal que se generen pulsiones hegemónicas a extender las cátedras en esa lengua. Además, la heterogeneidad del tratamiento y del valor de las lenguas romances resulta muy clara: mientras que el francés es estudiado sobre todo por su presente –desde René Girad y Foucault hasta Derrida o Badiou–, y el italiano por su pasado y su presente –desde Maquiavelo a Agamben–, resulta evidente que el castellano sólo es estudiado por su tradición –desde el Arcipreste a Lorca–. Mientras que los estudios del francés y el italiano ofrecen un lugar académico a la llamada filosofía europea, el hispanismo es sobre todo el campo de la tradición literaria castellana. La diferencia no permite comparaciones y no cesa de producir tensiones.

Esta breve reflexión sugiere que la solución de los Romance Studies es frágil, y que para superarla se requieren dos cosas: eliminar las pulsiones expansivas del castellano y producir un pensamiento que esté a la altura del francés y el italiano. Dejo al lector el juicio de si estas dos condiciones son sencillas o difíciles de cumplir. En todo caso, coincidirá conmigo en que no es cosa de pasado mañana. La otra solución posible se sueña desde España, pero sólo desde el desconocimiento de las realidades académicas y sociales norteamericanas. El libro de Joan Ramon Resina nos lo recuerda: no hay posibilidad de reunificar en un sentido de lo “nuestro” los estudios sobre América latina y los estudios peninsulares. Y no sólo porque, por razones obvias, los estudios sobre la Colonia van perdiendo terreno frente a los estudios contemporáneos, sino también por otros motivos. Baste recordar aquí la creciente importancia de las construcciones nacionales iberoamericanas, que rompe todo esquema común de “nosotros”, si es que alguna vez lo hubo; o la naturaleza no-criolla de la emigración a los USA, que conecta más con realidades étnicas que con realidades hispanas; o la extraordinaria capacidad que han desplegado los USA a la hora de lograr la fidelidad de las poblaciones emigrantes. Mi sencilla y elemental experiencia personal coincide con esto. Un hispano en Nueva York puede hablar castellano en sus círculos de amigos, pero en el taxi te hablará en inglés aunque seas español, para tu fastidio, porque no eres de su comunidad de referencia. La misma lengua no basta para generar un sentido de “nosotros”, como es obvio. No al menos en USA. Y todo esto por no hablar de las cautelas y reservas de todo tipo –si hemos de ser sinceros, y por decir toda la verdad, también la hostilidad– que las minorías indígenas proyectan desde sus elites criollas hacia los ancestros españoles. Ellos emigran de su tierra porque el mundo criollo no les deja otra opción que la miseria. Esas elites, atrincheradas en sus estructuras oligárquicas de diferente cuño, son para ellos los descendientes de los españoles y apenas nadie entre los indígenas traza una diferencia entre las viejas realidades imperiales y el mundo criollo de sus dominadores ya seculares. Para ellos se trata de un sistema de dominación único y continuo. No, los españoles no sólo no hemos generado esa capacidad de hablar del pasado propio sin reabrir heridas en nuestra casa. Tampoco hemos generado esa capacidad moral de hablar acerca de nuestro imperio sobre aquellos pueblos humillados, y ya se sabe que sólo estos relatos nos ponen en condiciones de emprender prácticas de cooperación y ayuda que se abren camino desde la franqueza y la sinceridad. El latinoamericanismo académico americano sí habla de todo ello y, por eso, no puede convivir fácilmente con un hispanismo que se mantiene mudo en este terreno. Así que no se forjan parámetros comunes y así no se pueden fundar campos académicos cercanos. El latinoamericanismo es normal que se despliegue en los USA con fuerza. Es la última consecuencia de la doctrina Monroe y es lógico que el gran país del norte desee conocer las realidades de las gentes con las que también tendrá que formar su pueblo. Esta es la razón de la promoción del estudio de las lenguas indígenas, cuya realidad política se ha demostrado tan eficaz en tiempos recientes. Pero no cabe duda de que el republicanismo norteamericano sabrá construir una res publica con todos ellos, y hay pocas dudas de que los hispanos se sentirán orgullosos de formar parte de ella.

Todos estos dilemas y problemas constituyen el entorno en el que hay que leer este libro. Pero creo que su conclusión es clara. El hispanismo de los hispanos no puede confundirse con el hispanismo de la academia. Tienen el mismo nombre, pero no la misma realidad. Sin este nuevo contexto socio-político no se entenderá la problemática de fondo que en estas páginas se aborda y que, en general, apela a reconciliarnos con el principio de realidad. Ya sabemos lo fastidioso que resulta esta recomendación, sobre todo a una cultura que de forma ancestral prefiere mirarse a sí misma. Por lo demás, la reconciliación con el principio de realidad se hace a costa de abandonar la pulsión de megalomanía, que tantas recompensas psíquicas ofrece. Abandonemos entonces todo oportunismo. El mestizaje hispano en USA no tiene nada que ver con nosotros, los españoles. No nos hará más relevantes en la historia actual. La consigna podría ser: antes de pensar cuál puede ser nuestro papel en la gran construcción geoestratégica mundial, y más que soñar con que los hispanos en USA son algo así como los moriscos para el Gran Turco, una quinta columna de simpatizantes, arreglemos mejor las cosas en casa. De otra manera nos creeríamos nuestras propias mentiras –otra forma de ignorar el principio de realidad–, pues, para empezar, los moriscos nunca fueron la quinta columna de nadie, sino sencillos labradores apegados a su tierra con un amor que los que vinieron después no demostraron ni de lejos. Y esta exhortación es la que preside este libro, al proponernos una cita de Gumbrecht, de un ya lejano año 1989, que me permito reproducir aquí para ver si cala hondo entre nosotros: “Para tomar el control de su futuro [...] España —como otras sociedades— necesita una teoría sobre la que sostener su práctica. Contribuir a esta teoría, mediante una comprensión de la identidad históricamente desarrollada de la sociedad española es, sin duda, la tarea más importante en nuestros días”.

Algunos venimos insistiendo en que esa teoría no se formará con las tradiciones fundadas en Menénez Pelayo, Menéndez Pidal y en Ortega y Gasset. Por su parte, Resina nos dice que para tomar el control de su futuro, y comprender el desarrollo histórico de la sociedad española, al menos en lo que respecto a los estudios culturales y humanísticos, España sólo tiene una salida: la perspectiva federal. La cuestión fundamental reside en qué debemos entender por tal cosa y adónde acudir para fecundar tal punto de vista, pues conviene precisar que no se trata de una opción política inmediatamente conectada con las derechas o con las izquierdas. Hay una tradición de derechas, como la de Elías de Tejada, que agudizaría el oído con viva atención ante lo que aquí se sugiere. Así que el asunto pasa por darnos cuenta de que esa tradición dominante ha cegado muchos caminos. Pero al margen de este problema, de largo alcance, la razón más poderosa para dar a conocer este libro aquí, entre nosotros, reside en que Resina no se muerde la lengua. No se debe disminuir un ápice la cuestión central. Él asume la realidad plurinacional del Estado español y todo lo que dice tiene muy en cuenta este hecho. Él habla, además, desde su convicción de compartir la cultura nacional catalana. Muchos catalanes, cuando vienen a Madrid, tienen una profunda inclinación a moderar su lenguaje para captar la benevolencia de su público. Por nuestra parte, los que no somos catalanes, incluso aquellos que creemos que Cataluña dispone de una cultura nacional, tendemos a entender con ello también lo que más nos conviene. Así, unos y otros tienen coartadas para escandalizarse de las incomprensiones y malentendidos. De ahí la necesidad de un diálogo que no parta de cesiones semánticas previas, de cautelas o de previsiones acerca lo que resultaría aceptable.

Quizá la ventaja de este libro reside en que es sincero y nos dice también lo que más cuesta de oír. Espero que yo no peque de escuchar solo lo que previamente está dentro de mi horizonte. En todo caso, intento ser sincero y comprendo que mi interpretación de su libro no tiene por qué ser exactamente la de su autor. La propuesta federal implica un severo kantismo: al ideal sólo se acerca uno por aproximación. Lo decisivo es que se haga en diálogo y que intención que guíe ese diálogo esté sostenido por la convicción de que se avanza en la comprensión recíproca y en la decisión de cooperación. En los tiempos que corren, no es poco el valor cívico que implica escucharnos con este espíritu. Para alguien que ha estudiado a Schmitt, la evidencia más básica reside en que la falta de diálogo es la antesala de la construcción de amigo-enemigo. Lo miremos como lo miremos, hay que impedir que el seno de un mismo Estado se habrán camino estas estrategias.

Creo que el punto básico de partida debe partir de la experiencia de la dictadura franquista, que tuvo como uno de sus ejes –la megalomanía no es solo cosa del presente– el sueño de acabar de una vez con la cultura propia de Cataluña. Sobre esto podemos estar de acuerdo. No creo que fuera la única razón de la Dictadura, pero fue una de sus razones y aspiraciones más profundas, al menos en algunos de sus componentes más totalitarios y brutales. Pero hay más. Esta pasada persecución, fruto directo de la guerra civil y de la victoria del General Franco, culmina una política del reino de España ya desplegada desde el siglo XVIII. Ese proceso histórico coloca a la cultura catalana, y a las demás culturas hispánicas con lenguas nacionales, en una situación de partida amenazada que reclama cuanto menos una reparación y un compromiso. Ambas cosas parecen necesarias si los españoles hemos de situarnos a la altura de una conciencia moral, política y cultural apropiada para superar estos pasados traumas.

Y aquí esta la cuestión más importante. Con demasiada frecuencia se llega a esta composición de lugar: el Estado español ha reparado esa situación de injusticia pactando con las comunidades nacionales competencias exclusivas en la defensa de sus propias lenguas y culturas. Por lo demás, y corrigiendo una tentación que nos amenazó como Estado digno de tal nombre en los primeros años 80, el Estado ha operado con el compromiso implícito de que no se dirigirá a ninguno de sus territorios, poderes legítimos constituidos y conciudadanos mediante la violencia inmediata e ilegal, sino que lo hará siempre con el derecho y las instancias mediadoras pacíficas oportunas. Sin embargo, nadie sabe cómo –es una figura retórica que podemos mantener aquí–, se ha impuesto la idea de que tampoco en el terreno cultural es posible la cooperación, sino la lucha política. Las comunidades con exclusivas competencias en defensa de lengua y cultura propias siguen viéndolas amenazadas, mientras que muchos españoles ven alarmados este sentimiento de amenaza como una excusa para continuar la tarea de zapa de la propia unidad del Estado. Manifiestos y asociaciones piden una reversión de lo pactado no sólo sin contar con los poderes legítimos constituidos, sino contra estos, quienes avisan a mi parecer con razón acerca de las consecuencias de esta ruptura del consenso constitucional. Esta situación ha generado un doble rearme: las nacionalidades perciben una tendencia amenazante en las instancias centrales de gobierno y en la comprensión de muchos que defienden que el Estado tiene que fortalecer su base nacional, desde luego sobre la hegemonía de la cultura castellana. Así, organizados los campos desde la sensación de recíproca de amenaza, la esencia misma cooperativa de la solución federativa es inviable. Pero lo más grave es que esa sensación recíproca nos pone en una horizonte en el que todo desenlace pasa por la univocidad Estado=Nación. Lo que no se sabe es si esto dará lugar a una o a varias naciones-estado.

Frente a esta desviación, que amenaza con poner al frente de la política española personajes grotescos y brutales, una propuesta federal bien entendida reclama que el Estado, como tal, tiene que defender con equidad todas sus lenguas. No se trataría tanto de una defensa de su igualdad paritaria, pero sí de una protección y promoción suficiente y pactada desde el sentido de la justicia de todos los implicados. No se trata de que las comunidades nacionales defiendan sus lenguas cada una y el Estado, junto con las comunidades castellanohablantes, defiendan el castellano. Se trata de que el Estado defienda todas sus lenguas. Un senado políglota sería aquí un símbolo adecuado y algo más que un símbolo, por otras razones políticas que no podemos ahora explicitar.

El libro de Joan Ramon Resina no quiere plantear las cosas en el terreno político. Sabe que ahí las cuestiones son todavía más difíciles. En cierto modo, y haciendo gala de un profundo optimismo, cree que todavía es posible alterar la lógica perversa de este juego en el ámbito más reducido de los estudios de humanidades, que para él siguen simbolizando la razón de ser del sentido del “nosotros”. Y su propuesta federativa tiene como perspectiva la creación de un diálogo más intenso entre los diversos “nosotros” nacionales sobre el que tejer una zona de interacción que habrá de emerger de ese mismo diálogo. Y propone abrir ese diálogo no sólo al gallego, sino al portugués, porque sería la manera de mostrar que la realidad cultural de la Península es inseparable en su presente y en su historia y que sólo artificialmente puede ser fracturada y presentada como autosuficiente, autorreferencial o cuarteada en culturas cerradas en sí mismas. Y esta nueva comprensión, que él juzga compatible con el mantenimiento de la óptica nacional, mostraría la imposibilidad de comprender de verdad la cultura castellana sin entender la catalana, la portuguesa o la gallega. Se supone que a la inversa también es así, ¿pero quién lo ha puesto en duda alguna vez?

Los casos concretos en que basar esta propuesta podrían ser muy abundantes, y el lector podrá identificarlos en las páginas de este libro. En otros campos de humanidades, como la filosofía, el iberismo goza de cierta realidad y muchos nos sentimos gustosos de fomentarla. En el campo de la filología, no parece una opción tan clara. En el campo de la historia, por lo general, salvo excepciones, se han impuesto las argumentaciones de autoafirmación y urge superar esa tendencia. Que el Estado promoviera ese diálogo en el que las culturas ibéricas se demostraran su recíproca influencia, sería muy relevante para disminuir la lógica dominante en la actualidad, por la cual los diversos poderes han dejado de verse como instancias cooperativas. Pero al menos los académicos dedicados a las humanidades deberíamos hacerlo. Desde los Padres fundadores americanos, hasta los teóricos europeos de la división de poderes, como Kant, esta siempre se justificó desde la necesidad de cooperación tanto como desde la exigencia de su ámbito propio de actuación.

Pero parece que, prendidos de los problemas que más nos afectan en casa, nos hemos alejado de los asuntos con los que se comenzó este prólogo, el futuro del hispanismo en las universidades norteamericanas. Sólo en apariencia es así. Reconozco que, en lo que sigue, como quizá en todo este prólogo, ofrezco una posible manera de argumentar en favor de sus opciones. Pues lo que llamaré las sociedades hispánicas –podría quizá también llamar ibéricas-, aunque sin pretender por ello precipitadamente fundar una categoría histórica, han padecido una larga y dolorosa historia dominada por indecisiones, fragilidades, inconsistencias y diferentes déficits de modernidad. Entre estos hay que contar los ámbitos civilizatorios, morales, políticos y religiosos. Esta nueva propuesta cooperativa y federativa se nos aparece a algunos como la única que puede dejar atrás esa triste historia. La superación de ese pasado complicado y difícil no estaría exenta de enseñanzas, que quizá, en su momento, pudieran ser motivo de reflexión para el mundo iberoamericano. Pues en el fondo implicaría la capacidad de diluir dominios oligárquicos, de superar formas ancestrales de poder, de reconocer heterogeneidades sociales y de respetar los derechos de minorías desde estatutos firmes, capaces de alejar la atmósfera de amenaza a través de un camino de una cooperación sólida. Esta capacidad de superar viejos obstáculos históricos podría parecer muy significativa en contextos políticos como los Iberoamericanos. Podría así ofrecer un horizonte de principios hermenéuticos, políticos y morales convergente con el que resulta inevitable en el latinoamericanismo.

Resina ha señalado con claridad los condicionantes políticos mundiales que promovieron los estudios hispánicos en Alemania o en USA. Sin duda, estamos en otros tiempos. Quizá se pueda afirmar sin demasiados riesgos que este nuestro es el tiempo de los grandes espacios. El problema de esta escueta definición reside en que nadie sabe cuáles serán sus fronteras. Sin embargo, parece inevitable pensar que sólo la intensidad y la calidad en las relaciones cooperativas marcarán los nuevos límites de los grandes espacios. Pero esto significa que, para generarlos, los agentes tendrán que disponer ya de un principio cooperativo y de valores morales y políticos relativamente comunes. Este espacio cooperativo, como sabía el Kant del escrito Hacia la paz perpetua, ha de basarse sobre ciertas estructuras de homogeneidad institucional y filosófica. El federalismo es la única estrategia que a largo plazo cuenta y fomenta esta previsión y responde a este horizonte histórico inédito. Que se haga valer ante todo en el ámbito cultural es muy lógico. La propuesta de Resina tiene el valor de poner las cosas en orden desde el principio, desde lo más humilde. Pero también se asienta sobre principios que valen más allá de ese ámbito. De entrada son los mismos que nos permiten reclamar en otros sitios protección de las minorías culturales y exigir de todas las instancias lealtad a los estatutos pactados. Con ellos, se puede desplegar activamente un mismo horizonte normativo práctico en España, en Alemania, en América del Norte o del Sur. Sea cual sea el futuro de los grandes espacios del mundo, parece que aquí se ofrecen principios diferentes a la burocracia de un mandarinato, a un Estado controlado por los servicios secretos del viejo aparato comunista o a una lucha hegemónica por representar de forma correcta el nombre de Alá. Frente a estas otras alternativas, las humanidades deben contribuir a fortalecer esa posibilidad sin la que no entendemos nuestro arsenal normativo. La propuesta federativa es la única que está a la altura de las exigencias normativas de humanidad occidental.

 

Mas Camarena, a 12 de septiembre de 2008

José Luis Villacañas Berlanga

 

 

 

ISSN 0327-7763  |  2011 Araucaria. Revista Iberoamericana de Filosofía, Política y Humanidades  |  Contactar