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Reseña de Paula Bruno, Pioneros Culturales de la Argentina. Biografías de una época, 1860-1910
Buenos Aires, Siglo XXI, 2011.
Maximiliano Fuentes Codera | Universitat de Girona [*]
Este libro es la adaptación de la tesis leída por la Doctora Paula Bruno en la Universidad de Buenos Aires hace dos años. Se trata, como dice la autora-investigadora del CONICET y profesora en la Universidad de Buenos Aires, de un acercamiento a la vida cultural argentina durante la segunda mitad del siglo XIX y comienzos del XX a través de las biografías de cuatro personaje de gran importancia: Eduardo Wilde (1844-1913), José Manuel Estrada (1842-1894), Paul Groussac (1848-1929) y Eduardo Holmberg (1852-1937). Estos hombres hicieron sus primeros pasos como intelectuales en la década de 1860, momento en el que, con el fin del “rosismo” se comenzó a organizar una comunidad intelectual particular que experimentaba constantes modificaciones por la llegada de figuras de otras latitudes –el propio Groussac es un ejemplo– que convivían con las locales, las que estaban emergiendo y las que ya estaban consolidadas. Más allá de las diferencias entre estos intelectuales –detalladamente analizadas en el libro– todos ellos surgieron a la sombra de los prohombres de la patria –Sarmiento, Alberdi, Mitre– y se tuvieron que hacer un lugar en un contexto complejo y en constante transformación. Su crepúsculo como figuras prominentes de la cultura argentina se produjo en un momento en que se profundizó la modernización del mundo cultural y los nuevos defensores del ensayo positivista, por un lado, y las nuevas figuras profesionales especializadas, por el otro, llegaron al centro de la escena, dejándolos entre aturdidos y fuera de contexto.
El libro se estructura siguiendo este planteamiento general y presenta, después de una introducción, cuatro capítulos biográficos dedicados a cada uno de los personajes, y un último apartado titulado "Ensayo final. Coordenadas de una época ", seguramente el más sugerente por todo lo que tiene de síntesis y de potencialidad explicativa, en el que Bruno plantea las ideas fundamentales del libro y articula los cuatro personajes para dar al lector una compleja visión de conjunto de la vida cultural argentina del período.
Desde el principio, el lector tiene claro que se encuentra ante una apuesta metodológicamente interesante y con una gran potencialidad: estudiar algunos hombres de la “Generación del 80” desde una perspectiva cultural que sirve para matizar una parte de la historiografía que ha puesto el énfasis en sus vinculaciones con la política y el poder en el momento histórico de la llegada a la presidencia de Julio A. Roca. Se trata, por tanto, de trascender la “fotografía de 1880” y pensar en una perspectiva a medio plazo para explorar las singularidades de la vida cultural de esta época, tradicionalmente pensada en términos de transición cultural. Desde esta perspectiva, Bruno se sitúa como parte de una corriente que se ha ido consolidando en los últimos años en la historiografía argentina, que ha puesto en cuestión clasificaciones clásicas –“Generación del 80”, “roquismo”, “oligarquía”, entre otras– , que veían los actores sociales en bloques compactos, y ha estudiado sus fracturas en todo nivel y, para el caso de los intelectuales, ha planteado categorías como “cosmopolitas y nacionalistas” (Lilia Ana Bertoni) o “liberales reformistas” (Eduardo Zimmermann). Así, más que dar cuenta de un todo homogéneo, los intelectuales escogidos ponen de manifiesto la diversidad constitutiva de una esfera cultural en constante transformación, marcada por las presidencias de Bartolomé Mitre, Domingo F. Sarmiento y Nicolás Avellaneda, en sus primeras décadas, y por la determinante llegada de Julio Roca en 1880, más tarde.
Teniendo en cuenta esta renovación historiográfica, la autora es deudora de la mejor historiografía francesa que ha analizado recientemente el método biográfico como herramienta de aproximación a una época histórica (François Dosse y Sabina Loriga, entre otros) y se inscribe en la línea de la historia social de los intelectuales al intentar combinar circunstancias biográficas con procesos políticos y económicos. Así, a pesar del marcado énfasis cultural, Bruno no deja de lado los elementos políticos, intenta asumirlos como una parte central del análisis y, desde el principio, enfatiza la vinculación de los cuatro intelectuales con el poder político y cultural (las relaciones y los intercambios de Mitre con Estrada, Groussac, Wilde y Holmberg así lo demuestran). Esta relación, argumenta Bruno, los obligó a definirse culturalmente y los llevó a preguntarse si había alguna tradición cultural en la que debían inscribirse o si, por el contrario, era necesario forjar una nueva. La respuesta fue dubitativa –oscilaron entre el parricidio y la reivindicación tibia–, y probablemente eso hizo que fueran considerados por la historiografía como unos intelectuales en transición. Sin embargo, su propuesta fue muy clara en su relación con la política y se postularon como figuras alejadas del doble perfil de hombre de letras y hombre político que había definido los destinos de la nación previamente. Desde diferentes perspectivas, los cuatro consideraron la política como un ámbito que bloqueaba las posibilidades de desarrollo de la cultura nacional desde la cual pensaban que tenían que proyectar sus actividades. Sin embargo, esto no los llevó inexorablemente a cuestionar las instituciones: rechazar la política y ocupar cargos en el Estado no eran incompatibles. Trabajar o no para el Estado no fue motivo de duda para estos intelectuales; participar o no de la vida política, sí. Así, Groussac y Holmberg se mantuvieron fuera de las dinámicas políticas pero se hicieron fuertes como directivos de importantes instituciones (la Biblioteca Nacional y el Jardín Zoológico respectivamente); Estrada y Wilde, en cambio, ocuparon cargos en las cámaras, sobre todo en partir de 1880, e ingresaron con diferentes niveles de compromiso en el mundo político, aunque lo trataron siempre despectivamente. Por ello, según Bruno, ninguno de ellos puede ser considerado simplemente como parte de un grupo de escritores al servicio del Estado o de cómplices de un régimen.
En líneas generales, la propuesta del libro es volver a pensar los años que van desde 1860 a 1910 como un período con una dimensión cultural propia y que no se corresponde estrictamente con la mirada desesperanzada de sus protagonistas, miembros de una élite cultural que se desarrolló en un escenario que presentaba múltiples vías de inserción institucional para la acción de unos “pioneros culturales” –la expresión de la autora es muy afortunada– que presentaron proyectos para conducir la Argentina, situando alternativamente la redención en la cultura, la ciencia y la política, y ocupando puestos institucionales de importancia a partir del trascendental período abierto en la década de 1880.
Tal como recoge François Dosse en La Apuesta biográfica, Walter Benjamin afirmó que “la vida de un individuo está contenida en una de sus obras, en uno de sus hechos y que en esta vida hacia una época entera”. Una parte importante de la potencia sugerente de esta frase se puede encontrar en las páginas de este libro. Éste es un gran mérito que hace de este libro una lectura de referencia para comprender un poco mejor la Argentina del cambio de siglo.