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Objetivo Arcadi Espada
A propósito de En nombre de Franco. Los héroes de la embajada de España en el Budapest nazi, Espasa, Barcelona, 2013.
Alfonso Galindo Hervás | Universidad de Murcia
Hace unos años, en un artículo titulado “Política, periodismo y verdad. A propósito de Arcadi Espada”[1] defendí la tesis de que no es posible un acceso objetivo y directo a la realidad, pero que ello no implica relativismo sino sólo contingencia y falsabilidad, pues la realidad, al ser causa de nuestras teorías y descripciones, impide hacer ciertas afirmaciones. También sostuve que la calidad e idoneidad del vínculo causal entre lenguaje y realidad (sobre todo en el caso de las ciencias sociales y humanas) sólo es decidible usando estrategias indirectas entre las que sobresalen adoptar precauciones pragmáticas tales como tender a problematizar las explicaciones que se han asumido acríticamente, o acoger el punto de vista de los vencidos y silenciados por el sistema, o reparar en las situaciones que constituyen una excepción frente a lo esperado/esperable y lo proyectado/proyectable, o asumir explícitamente la falibilidad y revisabilidad del propio punto de vista, o dejarse interpelar por puntos de vista alternativos, o esforzarse por persuadir a los demás de los propios, o hacerles justicia en la propia vida (esto es, ser coherente con lo que se defiende), etc.
Allí defendí igualmente que la escritura del periodista y ensayista Arcadi Espada constituye un paradigma de esta actitud, por cuanto suele detenerse en situaciones y acontecimientos que constituyen una excepción frente a la normalidad de las cosas, esto es, frente a lo esperable y previsible. Una estrategia habitual para lograrlo consiste en mirar la realidad desde el punto de vista de los perdedores, lo que equivale a mirarla superando (o contra) las opiniones dominantes. La normalidad aceptada como tal es cuestionada por un hecho que, tal vez por su modestia o debido a intereses ocultos, ha pasado desapercibido. En este sentido, la tarea de iluminarlo y extraer de él argumentos para golpear los dogmas comúnmente aceptados, puede comprenderse como una tarea de dimensiones políticas y morales.
Si en ese artículo puse como ejemplo de esta forma de servir a la verdad la redacción de Raval, el soberbio ensayo sobre el conocido caso de pederastia, su reciente libro sobre los héroes de la embajada franquista en el Budapest ocupado por los nazis constituye un desarrollo de dichas estrategias al servicio de la reconstrucción y constitución de la verdad histórica. Ciertamente, hay diferencias con un texto como el de Raval. La seducción de una prosa brillante e irónica cede paso ahora ante la mayor presencia de argumentos de autoridad proporcionados por datos (más de cuarenta páginas al final de citas y referencias), que tampoco escaseaban en Raval. La redacción es más exigente para el lector, lo que también se explica por la diferencia entre una historia contemporánea impactante y no exenta de morbo (los protagonistas estaban vivos) frente a la pura investigación de archivo.
Pero la actitud fundamental ante la verdad no sólo sigue siendo la misma, sino que Espada profundiza en ella; la ha radicalizado y enriquecido. Se trata de un libro que continúa el estilo, propio de la casa, de identificar la debilidad del tópico que se ha impuesto, en este caso sobre la política exterior franquista hacia los judíos, permitiendo su problematización. El reconocimiento de la propia falibilidad se torna visible al explicitar en el texto los meandros que han recorrido sus propias convicciones, sostenedoras a la vez que determinadas por su voluntad de atender todos los frentes posibles y escuchar cuantos más testimonios mejor. De este modo hace justicia y legitima la frase con que se inicia el libro, “Cogí un largo camino para llegar a Budapest”. Junto a ello, el autor adopta nuevamente el punto de vista de los vencidos y silenciados por el sistema, que en este caso son tanto algunos agentes de la administración franquista (a los que trata se hacer justicia ya desde el título, a contracorriente y sólo apto para lectores sin prejuicios) como, específicamente, el diplomático Ángel Sanz Briz, el héroe silenciado.
Por todo lo afirmado, se comprende que, en el caso de Espada, siempre resulte especialmente difícil e injusto deslindar forma y fondo, redacción y contenido, pues forman una mixtura que se retroalimenta y sostiene. Paradójicamente, en este caso dicha imbricación pasa por el esfuerzo del autor por tornar explícito el making of de su obra, es decir, por evidenciar su perspectiva y su distancia, propia de espectador. Así, el texto está escrito en presente histórico (“Salgo temprano de Cracovia…”, p. 155), lo que sirve también al interés por crear en el lector cercanía y sensación de contemporaneidad. Junto a ello, Espada alterna permanentemente datos y peripecia individual, en un ejercicio que trata de no hurtar el trasfondo de la elaboración del libro. Más aún, que trata, como el Pompidou de Piano y de Rogers, de borrar la distancia entre interior y exterior. Incluso su disciplina al servicio de la recreación de los hechos no le impide permitirse explicitar sus motivaciones (“El porqué hago eso no me interesa. No me ha interesado nunca. Yo sólo trabajo por encargo”; p. 41). Tampoco el introducir algún que otro adorno retórico (“No veo el momento de llegar a Budapest, allí donde al final toda la pastelería se afinó”; p. 63).
Pero la opción del autor no sólo sirve al objetivo de evidenciar el objetivo de transparencia. Cabe inferir que, paradójicamente, también resulta índice y factor de la voluntad de crear una atmósfera persuasiva que, a diferencia de lo que sucede en Raval, que a este respecto resulta un libro de más fácil lectura, pasa por construir un marco extraordinariamente complejo en el que se anudan cientos de referencias de archivo con datos de entrevistas y reflexiones de alcance intemporal. Y es precisamente en este terreno, saldada la verdad histórica a cuyo servicio está (a saber, el papel de Sanz Briz, y de otros trabajadores de la embajada franquista, en el cumplimiento de las órdenes del régimen a favor de la protección de los judíos), donde el ensayo muestra un perfil que trasciende la mera historiografía, el mero registro, sin optar sin embargo por la recreación novelada ni tampoco por la lúcida ironía y el juicio de tipos y roles profesionales contemporáneos que sobresalen en Raval.
Desde luego, no estamos ante un ensayo autosostenido. Los hechos son referidos no sólo mediante alusiones a las fuentes en notas a pie de página, sino transcribiendo conversaciones que, en ocasiones, dotan la redacción de textura de reportaje. Conmovedora, profundamente persuasiva de su verdad e intensamente evocadora de un paisaje, resulta, por ejemplo, la alusión de un entrevistado de Espada, Jaime Vándor, que tenía 11 años en el Budapest ocupado, acerca de la inconsciencia de los niños durante la ocupación, la cual, a diferencia de los adultos concernidos por la responsabilidad, les permitía jugar y olvidarse en medio del horror (pp. 117s.).
Lo justo es, pues, afirmar que toda la construcción está al servicio de la constitución de una verdad histórica. Aunque reconoce que “no siempre la justicia tiene que ver con la verdad” (p. 232), Espada parece querer asumir el rol del historiador benjaminiano, que trata de hacer justicia al pasado recreando posibilidades asfixiadas (“muchas veces mi trabajo consiste en resucitar a los muertos”, afirma en la página 16). Lo logra. Pero, junto al rol de historiador, está la capacidad de seducción y de hacer reflexionar del ensayista, que nos tiene acostumbrados a columnas periodísticas e intervenciones radiofónicas repletas de ideas brillantes e interpelantes.
Es en este sentido que Espada logra con En nombre de Franco una obra singular, compleja, rica, en ocasiones exigente, siempre trufada de frases luminosas y argumentos sugerentes. Destacaría sus reflexiones sobre la representación del horror, tema recurrente entre los intelectuales contemporáneos y al que por lo demás cabría remitir gran parte de la escritura de Espada, en las que su posición es clara: “¿Se deben fotografiar envueltos en la misma gasa rojiza del crepúsculo el Taj Mahal, la Torre Eiffel, el Coliseo o Auschwitz? No. ¿Se debe fotografiar con la misma intención el cuerpo que va suicidándose por las ventanas de las Torres Gemelas que el vuelo feliz hacia el agua de la piscina de un saltador olímpico? No” (pp. 14s.). Pero, ojo, que no se deban representar del mismo modo no implica, para Espada, el veto de su representación, que ha devenido lugar común en cierta intelectualidad influida por las viejas tesis de Adorno y Horkheimer. Para el autor de Raval, cercano en este punto a Lanzmann, el reto es el cómo. “El mayor triunfo de una obra criminal es hacerla irrepresentable” (p. 120). Nada de mero registro, de mera arqueología, de mero y morboso re-crearse. Es preciso integrar el horror acaecido en un relato que le haga justicia pero que, aun respetando su sinsentido, restituya la posibilidad de un futuro.
Cuestión central que atraviesa e incluso determina el libro por entero es la dialéctica entre individuo y sistema. ¿Fue Sanz Briz un verso suelto o respondía a órdenes del gobierno franquista? También en la respuesta que se ha dado a esta pregunta va prendida una toma de posición política y moral. “Este libro también tiene algunas preguntas viejas. Destaca la que plantea atribuir, bien a una acción individual bien a una estrategia de gobierno, la actividad de los diplomáticos españoles en el salvamento de los judíos” (p. 49).
En esta colección de reflexiones integradas en la redacción de la recreación de este episodio histórico, subrayaría su apunte sobre la pena de muerte: “Qué grave derroche la pena de muerte. El interés que habría tenido Eichmann encerrado de por vida, examinado cada cuarto de hora por los científicos de la conducta y sometido a la probabilidad de abrirse a la verdad que trae el envejecer, ¡ese aflojamiento general de esfínteres! Qué dilapidación” (p. 154). En este argumento se evidencia, más allá de la fina ironía, el cientifismo del autor, que asume la futilidad de la mera exhortación moralista. Vuelve sobre ello al reflexionar sobre la legitimidad del magnicidio del genocida: “La única reserva es kantiana, naturalmente: el imperativo de que el hombre, tú o cualquier otro, sea fin en sí mismo y no mera herramienta de las acciones. Pero acudir a Kant supone siempre ir justo de gasolina” (p. 168).
En suma, En nombre de Franco constituye un paradigma de escritura de la historia al servicio de la constitución/revelación de una verdad ocultada, en concreto de un episodio aparentemente modesto de nuestra historia reciente, pero capaz de modificar la percepción de la política exterior del franquismo en determinado asunto. Una escritura crítica, avisada, apabullantemente nutrida de datos de archivo y de testimonios. Una escritura cuya redacción no sólo muestra su fieri, sus meandros y zigzagueos, sino que hace de ello elemento fundamental para la creación de un clima persuasivo, que se ve enriquecido por múltiples detalles y reflexiones de pretensión intemporal. De esta forma, Espada parece concretar la idea de que la realidad no nos dice cómo desea ser descrita, sino que precisa de la persuasión y del choque de interpretaciones alternativas. Esto puede inferirse cuando reconoce que, si bien los hechos heroicos protagonizados por Sanz Briz ya habían ocurrido en 1980, año de su muerte, en realidad aún no había ocurrido nada, pues “los hechos no bastan, y esa es una de las principales conclusiones que deberían sacarse de este libro” (p. 225). Efectivamente, los hechos no bastan, se precisan historiadores, cronistas, periodistas como Arcadi Espada para despejar la maleza, darles voz, elevarlos a concepto y constituirlos.
[1] “Política, periodismo, verdad. A propósito de Arcadi Espada”, Artificium, 1, 2011, pp. 65-75.