Araucaria. Revista Iberoamericana de Filosofía, Política y Humanidades | Otras reseñas, diciembre 2016
Sección digital Reseñas
ADELINA SARRIÓN MORA, El miedo al otro en la España del siglo XVII. Proceso y muerte de Beltrán Campana, Cuenca, Universidad de Castilla-La Mancha, 2016, 269 pp.
FRANCISCO JAVIER ESPINOSA ANTON
Se trata de una obra no fácilmente encasillable, escrita por la profesora de filosofía, Adelina Sarrión, que es una muy buena especialista en Inquisición, como muestran sus anteriores libros Médicos e Inquisición en el siglo XVII (2006), Beatas y endemoniadas: mujeres heterodoxas ante la Inquisición, siglos XVI a XIX (2003) y Sexualidad y confesión: la solicitación ante el Tribunal del Santo Oficio (siglos XVI-XIX) (1994). El punto de partida es la historia de una persona concreta, Beltrán Campana, su proceso inquisitorial y su muerte. Desde ahí se va abriendo el foco para estudiar los procesos inquisitoriales, abordar la situación de la sociedad española de ese siglo e incluso analizar algunas de las más importantes teorías políticas españolas del momento. Se basa fundamentalmente en los textos de la Inquisición sobre el proceso, pero estos textos se utilizan frecuentemente como pretextos para hacer una descripción de la sociedad española de ese tiempo, junto con una reflexión social y política. Es, pues, una obra con gran tensión narrativa y, al mismo tiempo, con fuerte carácter reflexivo. Muchas veces queremos imaginarnos cómo sería un proceso de la Inquisición y un auto de fe. La lectura de este libro lo hace tan real que sentimos que estamos allí, en medio de los inquisidores y de los acusados, indignados con el poder y compadecidos del sufrimiento. Es difícil entender e imaginarse mejor lo que era un proceso inquisitorial o un auto de fe.
Beltran Campana era un francés que llevaba deambulando algunos meses por tierras de Castilla. Todo extranjero, sobre todo si era vagabundo (alguien que no tenía fuertes lazos con una comunidad, ni había asumido normas o jerarquías), era un potencial hereje. Llegó un 19 de abril de 1651 a Torrijos y se fue al hospital de viandantes a ver si le daban de comer. En cuanto se le oyó hablar en su acento extranjero se pusieron en marcha los mecanismos. Se avisó al regidor que le hizo un examen y le preguntó si había cumplido con el precepto de la Iglesia de confesarse al menos una vez al año. Beltrán Campana afirmó que no creía en la confesión. Eso era bastante para ir a la cárcel y llamar a la Inquisición. En los procesos inquisitoriales los inquisidores actuaban dando por supuesta la culpabilidad del reo. En vez de presunción de inocencia, presunción de culpabilidad. Por eso, desde el primer encuentro con el acusado le instaban a confesar sus delitos. La obra que reseñamos describe minuciosamente, y magistralmente, todos los detalles del proceso que duró desde 19 de abril de 1651 hasta su muerte, el 29 de junio de 1654. Es un magnífico ejemplo de lo que eran los procesos.
En primer lugar, diríamos que fue un proceso muy pesado: más de tres años de interrogatorios para dirimir una cuestión que debería haber llevado algunos minutos. Y no les importaba a los inquisidores que Beltrán Campana diera las mismas heréticas respuestas. Parecía un proceso para cansarle, doblegarle y que confesara. Desde el principio, señala la autora, la suerte estaba echada. Era culpable y debía confesar. Y ya que desde el inicio no se humilló ni obedeció, ciertamente no tenía opciones de librarse de la muerte. Los inquisidores querían que confesara para ajusticiarle por medio del garrote y que fuera quemado después de muerto. Así verían respaldada su labor, pues, aunque sacrificaran el cuerpo, salvarían el alma del condenado. Además, en el auto de fe, la actitud sumisa del reo mostraría a todos los presentes la superioridad de la fe católica y la eficacia de la justicia inquisitorial. Pero llegado el momento del auto de fe, Beltrán Campana no había confesado, o había confesado un par de veces y se había desdicho cientos de esa confesión, lo que no les parecía una obediencia clara. Así que fue condenado a morir en la hoguera. Nadie lloraría por su vida, solo quedaba hacer de su muerte un espectáculo en el que se representase el triunfo de la verdadera fe sobre el hereje. En el auto de fe los reos se presentaban, indica la autora, no como alguien temible, sino ya como vencidos, como los fracasados que no habían asumido el orden sagrado del universo, como algo ridículo y objeto de mofa, como seres despreciables. De algún modo, los condenados representaban al diferente, al otro, cuya existencia permite, por oposición, la afirmación de la orgullosa identidad propia. Cuando llegó el momento definitivo, quizá Beltrán Campana pensó que él no era un luchador por unas convicciones teológicas y sacramentales, ni por una nueva sociedad en la que reinase la libertad de conciencia; sólo quería ser él (alguien que construía su identidad diciendo que era diferentes nombres: Juan de Austria, Beltrán Campana…), que lo dejasen vivir tranquilo y, ya que esto no podía ser, que lo dejasen morir lo más tranquilo posible, sin los terribles sufrimientos de la hoguera. Así que accedió a confesar para ser ajusticiado primero y quemado después de muerto. Quizá confesar no era muy importante para él y no era tan petulante que pensase que así se traicionaba a sí mismo.
En segundo lugar, la lectura de la obra nos revela que lo importante no era la posición en cuanto a las ideas del hereje o de los inquisidores. Realmente en el proceso tanto uno como los otros mezclaban “churras con merinas” y parecían no saber muy bien lo que decían: por ejemplo, él ligaba extrañamente la libertad de conciencia con el calvinismo y con el judaísmo o los inquisidores le acusaban de ser calvinista, judío, novaciano y arriano al mismo tiempo, como todo eso si fuera la misma cosa. Así que no era muy importante afinar las ideas. Probablemente había en el dogma católico intrincados aspectos ideológicos que los mismos inquisidores no eran capaces de entender. Pero lo importante era la obediencia y la homogeneidad de la identidad colectiva. Si no fuera así, no tendría sentido que a una persona que reniega de una minimísima parte del conjunto del dogma cristiano y se declara católico se le rechace en su totalidad, se le torture y se le mate. A Beltrán Campana no le parecía que disentir en un pequeño aspecto le pusiera fuera de la comunidad. Pero para los inquisidores, o se estaba totalmente con ellos o, si se discrepaba en lo más mínimo, se estaba contra ellos. Para ser de los nuestros hay que ser totalmente de los nuestros, pensaban. Para los guardianes de la ortodoxia (quizá sería mejor decir “para los guardianes de la identidad colectiva”), por arbitrario que fuera, había que definir las ideas, no porque fueran tan importantes en sí mismas, sino porque eran como símbolos de que se quería ser miembro de esa identidad colectiva y se era capaz de someter su pensamiento y su palabra para ello. Así quedaba anulada la individualidad y la libertad de conciencia. De ahí la importancia de la confesión y la entrega de la conciencia al poder de la jerarquía. El criterio de definición de lo que era la verdadera religión era un criterio de poder y un criterio de control de la identidad colectiva. El poder estaba en la jerarquía que mediante el dogma y los sacramentos controlaba la identidad colectiva.
Quizá en los pocos momentos en que Beltrán Campana en algunos interrogatorios dijo que aceptaba todo, incluida la confesión, era porque en el fondo para él tampoco era tan importante esa idea como dogma. Pero cada vez más iba reclamando la libertad de conciencia, su libertad como individuo para pensar y hacer lo que quisiera, siempre que no causase daño a nadie. Quizá lo importante no fueran tanto sus convicciones, que las podía cambiar, como que no se dejase anular en su libertad. Por eso El 12 de noviembre de 1653 dijo que “cada uno se podía salvar en su ley, como el moro, el turco en la suya, el hebreo según su ley, el inglés en la suya, el francés en la suya, el español en la suya y todos los demás del mundo en su ley. Y la libertad de conciencia es lo bueno”.
La tremendamente desigual lucha entre un vagabundo, que quería que le dejasen en paz para vivir a su manera, y una omnipotente maquinaría bien engrasada de poder político-religioso, que quería controlar absolutamente la vida de todos los ciudadanos para lograr la uniformidad sin mota de diversidad, se apoyaba en diversas teorías teológico-políticas. Por eso es muy relevante en la obra la última parte, en la que la autora da un detenido repaso a las teorías políticas del momento. Atiende a dar un panorama completo sumamente interesante (arbitristas, tacitismo, teología del poder indirecto, tradicionalistas, exaltadores de la monarquía hispana, defensores de España como el nuevo pueblo elegido…) y acentúa especialmente aquellas teorías que sustentaban lo que pasó con Beltrán Campana, las que se hicieron hegemónicas a medida que avanzaba el siglo XVII, las que defendían que la religión era el marco de interpretación de la vida entera, también del devenir histórico: Dios era el que con su providencia regía la historia. Así el providencialismo convertía los desastres políticos, militares, económicos y sociales que estaban devastando España en el efecto del pecado y la irreligiosidad. Por tanto, no eran resultados de las medidas tomadas por los políticos ni del influjo de la Iglesia en la política. La coartada era perfecta, apunta la autora. La solución era que hubiera todavía más Iglesia y religión en la política y que se controlara todavía más la conducta moral, las ideas y la participación sacramental de todo el mundo. Trágico, porque la solución ahondaba el problema. El ansia infinita de poder de las jerarquías eclesiásticas, enmascarada en diversas teorías teológicas y políticas, no tenía freno ni la más mínima autocrítica. ¿Qué podía contra eso, Beltrán Campana, que sólo quería ser un poco diferente y que le dejaran en paz?