La fabricación de las primeras bombas atómicas durante la segunda guerra mundial fue un momento decisivo de la historia, donde la ciencia y la tecnología tuvieron que pelear en el ring de la ética. Y las matemáticas también estuvieron implicadas. Pensemos en el laboratorio de los Álamos, donde se llevó a cabo el diseño y ensamblaje de las bombas. Allí hubo, sobre todo, ingenieros y físicos nucleares, pero también químicos y un puñadito de matemáticos.
Los matemáticos se dedicaron mayormente a hacer estimaciones, resolución aproximada de las complicadísimas ecuaciones que sirvieron para poder anticipar cómo sería la explosión según fuera el diseño de la bomba y otras cosas por el estilo.
Uno de los momentos álgidos se produjo cuando alguien planteó en cierta ocasión la pregunta de si una explosión atómica no liberaría suficientes neutrones como para provocar una reacción en cadena en los gases de la atmósfera. Las cuentas para estimar si eso podía realmente pasar se las encargaron a los matemáticos. Richard Hamming (1915-1998) fue uno de los que se encargó del asunto.
El propio Hamming contó con espeluznante detalle aquel suceso: «Un poco antes de hacer estallar la bomba de prueba ―hay que tener en cuenta que un experimento a menor escala no se podía hacer, porque o alcanzabas la masa crítica o no había explosión―, alguien me pidió comprobar algunas cuentas que él había hecho; le dije que sí, pensando en pasárselas a algún subordinado. Cuando le pregunté que qué eran me respondió: “Es la probabilidad de que la bomba de prueba haga estallar también a la atmósfera entera”. ¡Decidí entonces que las comprobaría yo mismo! Al día siguiente, cuando vino a verme le dije: “Las cuentas aparentemente están bien, aunque no conozco el valor de la sección dentro de la cual los núcleos de oxígeno y nitrógeno capturan neutrones” ―no había experimentos hechos a esos niveles de energía―. Me contestó como un físico contesta a un matemático: “Lo que quiero que me compruebas son las cuentas no la física”, y se fue. Entonces dije para mí: “¿Qué haces aquí, Hamming, envuelto en un asunto que arriesgará toda la vida conocida en el universo y sin saber parte de lo esencial?” Me puse a andar arriba y abajo del pasillo cuando un amigo me preguntó qué es lo que me preocupaba. Se lo dije y me respondió: “No te preocupes, Hamming, nadie te acusará nunca de nada”. Así fue la cosa: confiamos toda la vida de la que tenemos noticia en el universo conocido a unas pocas cuentas. Las matemáticas no son meramente una forma de arte baldío sino una parte esencial de nuestra sociedad». Los cálculos resultaron acertados, y la atmósfera no explotó a la vez que la primera bomba atómica lo hacía en el desierto de Alamogordo el 16 de julio de 1945 (foto).
Probablemente su experiencia en Los Álamos hizo de Hamming un escéptico de algunas sofisticaciones matemáticas. Por ejemplo, encontraba la integral de Lebesgue innecesaria para describir la realidad física, y lo explicó de una forma harto contundente en una célebre cita: «¿Cree realmente alguien que la diferencia entre la integral de Lebesgue y la de Riemann puede tener relevancia física, digamos que como para que el vuelo de un avión dependa de esa diferencia? Pues bien, incluso si alguien asegurará que sí, a mí no me importaría volar en ese avión».
A Hamming le debemos un código para detectar errores en la transmisión de datos numéricos que le dio cierta celebridad y de donde, en cierto modo, derivan los dígitos de control hoy usados en las cuentas bancarias.
Referencias:
- R.W. Hamming, Mathematics on a Distant Planet, The American Mathematical Monthly, 105, 640-650, 1998.
- A.J. Durán, Pasiones, piojos, dioses… y matemáticas, Destino, Barcelona, 2009.
Esta entrada participa en la Edición 7.7 del Carnaval de Matemáticas, que en esta ocasión organiza Los Matemáticos no son gente seria.
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