No es raro que hacer ciencia sea una actividad de lo más placentero. Pero, ¿por qué se suele convertir en algo tan satisfactorio? A mi modo de ver, quien mejor ha sabido explicar esto no ha sido ningún científico. Ha sido un obispo, pero un obispo santo –parece que no todos lo son–, y padre de la Iglesia: San Agustín. Y no es que San Agustín fuera muy devoto de la ciencia, que no lo era, pues la acusaba de ser pagana al identificar a los científicos de su época (siglo IV d.C.) con el último reducto de las viejas mitologías griegas. A pesar de lo cual dio con una magnífica metáfora para explicar la excitación que, a menudo, acaba poseyendo a los científicos: es del mismo tipo que la excitación sexual. Y así lo dejó por escrito en el libro X de Confesiones:
Además de la concupiscencia de la carne, que consiste en el placer de todos los sentidos y hace sucumbir a quienes se esclavizan a ella, alejándolos de Dios, se desliza también en el alma no sé qué deseo curioso y vano encubierto bajo el eufemístico nombre de ciencia y conocimiento.
Desde el punto de vista de la ciencia pocos, si alguno, han sido tan clarividentes como San Agustín. Y si lo vemos desde el punto de vista del sexo, nadie, salvo Woody Allen, ha dicho nada tan interesante. Pero sobre esto ya habrá ocasión de pildorar.
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