El descubrimiento del planeta Urano por William Herschel en 1781 permitió fortalecer una regla empírica propuesta poco tiempo antes, llamada ley de Titius-Bode, que pretendía determinar la distancia de los planetas al Sol –aunque la ley no tenía más fundamento científico que la extrapolación de las distancias al Sol de los planetas conocidos–. La ley de Titius-Bode establecía que, de haber un planeta más allá de Saturno, el radio medio de su órbita debía de medir 2.940 millones de quilómetros, más o menos; y resultó que esa era una buena aproximación para la distancia que Urano dista del Sol. Pero la misma ley también vaticinaba la existencia de otro planeta situado entre Marte y Júpiter; las órbitas de estos planetas están demasiado separadas entre sí –casi 550 millones de quilómetros– y había sitio allí para otro planeta. Concretamente, la ley de Titius-Bode establecía que ese planeta podría distar del Sol 420 millones de quilómetros, aproximadamente. En 1796, en un congreso astronómico, se recomendó su búsqueda, a raíz de lo cual muchos de los observatorios astronómicos de la época apuntaron sus telescopios a la órbita marcada tratando de encontrarlo. Pero buscar un planeta con el único dato de su supuesta distancia al Sol es como buscar una aguja en un pajar, y fueron pasando los años sin que el éxito sonriera a los esforzados «policías celestiales» –apelativo que gustaban de usar–.
La suerte cambió el 1 de enero de 1801, una fecha con un tufo muy del agrado de milenaristas y astrólogos. Ese día, Giuseppe Piazzi, desde el modesto observatorio de Palermo, localizaba entre Marte y Júpiter lo que en un principio le pareció un cometa, pero que después resultó ser otra cosa. Piazzi lo observó durante varias noches más, pero el objeto se fue acercando al Sol y dejó de ser visible.
Muchos pensaron que el objeto encontrado por Piazzi sería el planeta cuya existencia predecía la ley de Titius-Bode y, de hecho, Piazzi se aprestó a bautizarlo y optó por un nombre y un apellido. Eligió el nombre de Ceres, diosa de las semillas, una versión romana de la Deméter griega que, al ser Sicilia uno de los graneros de Roma, había tenido allí mucho predicamento; y como apellido el de Ferdinandea, por Fernando IV de Nápoles y III de Sicilia, rey de las dos Sicilias, hijo de Carlos III de España y patrón de Piazzi. El nuevo miembro del sistema solar pronto perdió el apellido y hoy es conocido por Ceres, a secas.
Pero había con Ceres un problema mucho mayor que el del nombre. Los datos que había podido recoger Piazzi eran muy escasos y hacían extremadamente complicado el cálculo de su órbita; no obstante los astrónomos hicieron los cálculos. Se estimaba que el objeto volvería a ser visible ese año a principios de septiembre, pero llegada esa fecha Ceres no aparecía por ningún sitio.
Entonces entró en acción Carl Friedrich Gauss, que por entonces era matemático pero no astrónomo. Es posible que se enterara del problema ese mismo septiembre. Para octubre había desarrollado un método para calcular la órbita de un cuerpo celeste moviéndose alrededor del Sol conocidas unas pocas observaciones. Gauss envió sus cálculos a Franz von Zach, director del Observatorio Astronómico de Gotha; el 7 de diciembre de 1801 localizó a Ceres justo donde las matemáticas de Gauss habían predicho que estaría, aunque debido al mal tiempo no pudo verificar el hallazgo hasta el 31 de diciembre de 1801. Después de que Ceres fuera redescubierto gracias a los cálculos de Gauss, se comprobó que era demasiado pequeño –tiene poco más de 900 quilómetros de diámetro; compárese con los casi 3.500 que tiene la Luna–; tanto que los astrónomos encontraron inapropiado denominarlo planeta. Herschel propuso llamarlo «asteroide», lo que molestó un tanto a Piazzi que prefería el apelativo de «planetoide». Pronto se descubrieron otros asteroides –el nombre de Piazzi no prosperó–; el bien surtido panteón clásico proveyó nombres para todos ellos: Pallas, Juno, Vesta, … Gauss se encargó de calcular las órbitas de los primeros en ser descubiertos y, por esa razón, se le concedió el honor de bautizar a uno de ellos: Vesta.
Gauss publicó su método ocho años después, siendo ya Director del Observatorio Astronómico de Gotinga, bajo el título de La teoría del movimiento de los cuerpos celestes que se mueven alrededor del Sol en secciones cónicas. El método, llamado de los mínimos cuadrados, permite determinar la órbita del cuerpo celeste a partir de tan sólo tres o cuatro buenas observaciones y es todavía hoy utilizado para determinar órbitas de satélites artificiales.
El ahora célebre perfeccionismo de Gauss –una de cuyas divisas era «Pauca et matura»: «poco pero bien hecho»– le hizo demorar en ocho años la publicación del método. Tiempo durante el cual lo fue puliendo y llevándolo a un grado de perfección muy de su gusto. En el prefacio Gauss justificó el retraso: «En la esperanza de que una profundización en este estudio permitiría llevar su solución a un mayor grado de generalización, simplicidad y elegancia». Sin embargo, esa perfección matemática que Gauss finalmente alcanzó no es del agrado de todo el mundo: «Los triunfos computacionales de Gauss ―escribió Ivars Peterson en El reloj de Newton― le trajeron un reconocimiento inmediato y duradero como el mejor matemático de Europa y una posición confortable como profesor de astronomía y director del Observatorio de Gotinga, donde vivió modestamente durante el resto de su larga y productiva vida. Sin tener ninguna prisa por ver sus ideas publicadas, tanto en matemáticas, astronomía como en física, Gauss reelaboró implacablemente sus resultados una y otra vez hasta que estaban pulidos a la perfección. Clarificando sus pensamientos paso a paso y eliminado todo menos los elementos esenciales, borraba todas las trazas de la trayectoria que había seguido para llegar a sus descubrimientos. Ningún andamio estropeó jamás las elegantes estructuras que había construido tan pacientemente. Este austero estilo, que ahora permanece en matemáticas, puede ser uno de los legados menos felices de Gauss. Para los no iniciados, la rígida abstracción que conlleva gran parte de la matemática contemporánea, es virtualmente impenetrable. Sólo un pequeño grupo de selectos se atreve a afrontar sus densas y fuertemente entretejidas espesuras».
Las Disquisitiones Arithmeticae que Gauss había publicado también en 1801 y los cálculos astronómicos que le permitieron localizar a Ceres conforman un ejemplo magnífico para ilustrar la manera en que Gauss entendió las matemáticas; son una ciencia con dos caras: por un lado son un juego del espíritu, por otro, una herramienta irracionalmente eficaz e imprescindible para estudiar y comprender la naturaleza.
Referencias
A.J. Durán, Pasiones, piojos, dioses… y matemáticas, Destino, Barcelona, 2009.
I. Peterson, El reloj de Newton. Caos en el sistema solar, Alianza, Madrid, 1995.
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