Omar Jayyam (1048-1131) fue matemático, astrónomo, filósofo y poeta; a sus composiciones poéticas, las rubayat, le hemos dedicado ya una entrada en este blog Rubayat de Omar Jayyam. Aquí glosaremos su relación con los «asesinos».
Poco después de la muerte de Jayyam se gestó una sobrecogedora leyenda que establece vínculos de amistad escolar entre él, Nizam el-Molk y Hassan ibn Sabbah, tres de los personajes más interesantes de la historia medieval iraní. Nizam el-Molk fue visir del sultán selyúcida Alp-Arslan (1029-1072) y, a su muerte, de su hijo Malik Shah (1055-1092) –con quien los selyúcidas alcanzaron su apogeo, dominando sobre Irán, la mitad norte de Afganistán y buena parte de Asia central, Iraq, Siria, Líbano, Palestina y Anatolia–.
A su vez, Hassan ibn Sabbah fue el fundador de los «hashshashin», o «consumidores de hachís», una comuna de fanáticos pertenecientes a la secta chií de los nizaríes que, desde su irreductible fortaleza de Alamut ―en los montes Elburz al sur del mar Caspio―, elevaron el asesinato, selectivo unas veces indiscriminado otras, al rango de una de las bellas artes ―como habría dicho el heterodoxo Thomas de Quincey―. Precisamente del vocablo «hashshashin» deriva etimológicamente el nombre con que en buena parte de las lenguas occidentales se designa a la persona que mata a otra con premeditación y alevosía: «asesino», en castellano, «assasin», en francés e inglés, o «assasino», en italiano ―Dante fue, en su Divina Comedia, uno de los autores que primero usó el término y ayudó a extenderlo por occidente―.
Pero tanto la dimensión real de la secta de los asesinos como la de su creador han quedado medio ocultas por los sahumerios de su propia leyenda. Más que secta, los «hashshashin», o los nizaríes, como sería más correcto denominarlos, fueron una facción surgida en el enésimo cisma sufrido por los chiíes. Los nizaríes tuvieron un importante papel en el reparto de poder y las tensiones religiosas y políticas que enfrentaron a las diversas facciones del islam durante los siglos XI, XII y XIII.
Desde sus inexpugnables castillos, de los cuales el de Alamut fue santo y seña, llegaron a dominar amplias zonas de Siria e Irán, y su influencia no cesó hasta las conquistas mongolas de mediados del siglo XIII.
La leyenda de los asesinos y de su líder, el inefable «viejo de la montaña», la empezaron a forjar los cruzados y la acabó de cincelar Marco Polo. El veneciano atribuyó el fanatismo y la fidelidad que los asesinos profesaban al «viejo de la montaña» al hecho de que este los embriagara con hachís ―de ahí el nombre de «hashshashin»― y los llevara a un jardín poblado por huríes: «Allí residían las damas y doncellas más hermosas del mundo ―se lee en El libro de las maravillas―, que sabían tocar muy bien todos los instrumentos, cantar melodiosamente, danzar en torno de fuentes frescas y sombreadas mejor que cualquier otra mujer, y, por encima de todo, estaban bien instruidas en hacer a los hombres caricias y confianzas inimaginables». Enajenados con ese anticipo de lo que Mahoma había prometido a sus más fieles creyentes, «el viejo ha inspirado a los suyos tantas ganas de morir para ir al paraíso ―sigo citando a Marco Polo―, que aquel a quien ordena ir a morir en su nombre se considera muy afortunado con la certeza y recompensa de tal premio».
La psicología de aquellos «hashshashin» no difiere mucho de la de los actuales terroristas islámicos, ya sean suicidas palestinos, iraquíes, de al-Qaeda, el ISIS o de alguna otra de sus variantes ―aunque también se podrían mencionar los kamikazes, que fructificaron al calor del imperialismo japonés―.
La leyenda de Omar, Nizam y Hassan cuenta que los tres coincidieron en una escuela en Nishapur y se hicieron íntimos amigos. «Siguiendo la costumbre de los jóvenes de su época ―se lee en un manuscrito árabe del siglo XIV conservado hoy en el Museo Británico―, los tres camaradas culminaron su amistad con un rito en el que, tras marcar sus labios con sangre de los otros, juraron solemnemente que cualquiera de ellos que alcanzara un alto rango favorecería con su poder a los otros dos amigos». Así, cuando Nizam el-Molk alcanzó la gloria de ser gran visir de los sultanes selyúcidas, Omar y Hassan le recordaron su juramento de sangre, y Nizam les ofreció a ambos el gobierno de una provincia. Omar rehusó: «Porque siendo un eminente filósofo, astrólogo y matemático ―sigo citando del manuscrito árabe del Museo Británico―, no deseaba el gobierno de ninguna provincia, ni coartar a las gentes con mandatos y prohibiciones. “Prefiero”, le dijo al gran visir, “que me asignes un estipendio o una pensión”» ―se entiende que para poder dedicarse a la ciencia, la filosofía y la poesía―. Hassan también rehusó el ofrecimiento de su viejo amigo, aunque por distinta razón: a él le pareció poca cosa la oferta de Nizam. Así se rompió la amistad entre Hassan ibn Sabbah y Nizam el-Molk, que se acabaron convirtiendo en enemigos irreconciliables. Cuando Hassan ibn Sabbah creó la secta de los asesinos, una de sus primeras víctimas fue Nizam el-Molk, que fue apuñalado por un secuaz de Hassan en 1092.
La leyenda, aunque muy repetida, es con toda probabilidad espuria, pues desde finales del siglo XIX se tienen por establecidas, de manera razonablemente aproximada, las fechas de nacimiento y muerte de los tres supuestos amigos: 1018-1092 para Nizam, 1034-1124 para Hassan y 1048-1131 para Omar; fechas que desvelan la imposibilidad de que coincidieran como estudiantes en una escuela de Nishapur.
No todo lo que cuenta la leyenda de Omar Jayyam, Nizam el-Molk y Hassan ibn Sabbah es espurio. La relación entre Omar y Nizam existió realmente, y el matemático y astrónomo recibió una oferta del gran visir para trabajar de astrónomo y astrólogo en la corte del sultán Malik Shah en Isfahán. Allí, Omar Jayyam ejerció de astrónomo y astrólogo durante dieciocho años, acaso los más apacibles de su vida.
Lo que históricamente se puede salvar de la relación entre Jayyam, Nizam y Hassan, lo usó el escritor libanés Amin Maalouf para montar, con la natural ayuda de alguna licencia literaria, una excelente novela a la que tituló Samarcanda. En ella se narran las peripecias de un manuscrito, exquisitamente ilustrado, que contenía las rubayat de Omar Jayyam, desde que el matemático y poeta comenzara a componerlo en Samarcanda hacia el año 1070 hasta que el manuscrito acabó hundiéndose con el Titanic en la noche del 14 al 15 de abril de 1912.
Referencias:
Antonio J. Durán, El ojo de Shiva, el sueño de Mahoma, Simbad… y los números, Destino, Barcelona, 2012.
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