¿Hay vida en algún otro rincón del universo? En cierta forma, las sagas galácticas tipo Star Trek o La guerra de las galaxias (iniciadas en 1966 y 1977, respectivamente) han anestesiado el vértigo que produce pregunta tan fundamental. La catarata de interrogantes que una respuesta afirmativa a esa cuestión genera es colosal, empezando por si será vida inteligente (sea lo que sea lo que podamos entender por inteligencia) y acabando con la angustia de decidir hasta qué punto no sería desastroso para nuestra forma de vida, o la suya, o para las dos, un contacto entre ambos mundos. La cuestión de si existe o no vida extraterrestre tiene ya varios siglos de antigüedad, y se remonta a la revolución científica puesta en marcha por Copérnico, que acabó igualando la Tierra a los planetas, y al Sol con las otras estrellas, en disposición por tanto de tener también planetas orbitándolas, e hizo a todos ellos, por tanto, susceptibles de albergar vida. A lo largo del siglo XX se convirtió en tema recurrente en novelas y películas de ciencia ficción, entre las que destaca 2001: una odisea del espacio, que acaba de cumplir 50 años y de la que es difícil exagerar su influencia posterior. Dado que este blog tiene una sección que lleva por nombre Los monos de Kubrick, sería ingrato no dedicarle al menos una entrada a esta efeméride.
Yo pude ver la película por primera vez en 1978, avisado por un compañero de instituto que tenía un hermano mayor con ciertos conocimientos cinematográficos (fue la primera persona que nos habló de Woody Allen, Coppola, Scorsese… y de Bo Derek, a la que según nos decía contempló en persona una vez en Granada durante el rodaje de una película). Debo recordar que en 1978 no había internet, ni ordenadores personales, ni siquiera había todavía videos, ni videoclubs. Yo vivía además en un pueblo de la subbética cordobesa que no era precisamente un hervidero de inquietudes culturales, aunque funcionaban diariamente dos cines, y cuatro en verano. La obra maestra que supuestamente íbamos a ver, a mí se me hizo larga, muy aburrida por momentos, especialmente durante los episodios en la nave Descubrimiento (detallistas y fríos, contados con la misma meticulosa consistencia de un documental). Naturalmente no me enteré de nada, y acabé harto del monolito (que en la depurada pronunciación de mi pueblo suena casi como «manolito»). Pero la enorme potencia visual de las imágenes (potenciada con la música), y el intuir que había una historia coherente tras la deliberada oscuridad e histrionismo por la que Kubrick había optado para desarrollarla, hicieron de aquella primera visualización de 2001: una odisea del espacio una experiencia inolvidable.
Tardé en enterarme de que el guion de la película había sido convertido en novela por el co-guionista: Arthur C. Clarke; de hecho, el germen de la historia venía de un cuento corto escrito por Clarke veinte años antes, y titulado «El centinela» (que no fue el único elemento del argumento que provenía de otros cuentos y novelas de Clarke). Y tardé todavía más en dar con un ejemplar, que compré en 1984 en una feria del libro viejo cuando ya estudiaba matemáticas en Sevilla; un ejemplar publicado en 1970 en la colección RTV de Salvat y Alianza, patrocinada por el franquista Ministerio de Información y Turismo («Colección singular en el mundo por su lanzamiento y su tirada, y que constituye una aportación decisiva para difundir la cultura y para promover el mundo del libro en España», según reza en la página de créditos).
Para entonces ya había visto la película un par de veces más, en el circuito de cineclubs que por entonces tan bien funcionaba en algunas facultades y escuelas técnicas de la Universidad. La lectura de la novela me sirvió para confirmar que la composición de la historia a la que había llegado era esencialmente correcta. Caí también en la cuenta de que fue el enfoque de Kubrick y la magia del cine, más que la historia en sí, lo que habían convertido a 2001: una odisea en el espacio, en una obra maestra («Alcanza una poética de talla comparable a la de las grandes teogonías y cosmogonías de las viejas civilizaciones», escribió el crítico de cine Román Gubern).
La cobertura científica de la película fue (casi) impecable, así como la de la novela (no hay que olvidar que Clarke fue también astrofísico). Naturalmente hay muchos guiños a la astronomía, cosmología, inteligencia artificial, e, incluso, a las matemáticas. Por ejemplo, se evidencia varias veces con el ordenador HAL el test de Turing para saber si una máquina es capaz de pensar por sí misma; de hecho, en la novela se menciona explícitamente tanto a Turing como a su test, no así en la película. También en la novela se mencionan explícitamente los “agujeros de gusano” (“picaduras de gusano”, según la traducción de Antonio Ribera para Salvat), como atajos para viajar por el universo, recreados en la película en la larga escena “La puerta de las estrellas” (tras la desconexión de HAL), donde viajamos por paisajes alucinados, abstractos y coloristas, acompañados por la música contemporánea de György Ligeti (que fue usada por Kubrick sin permiso del autor). Y hasta hay varios guiños a la numerología (más explícitos en la novela que en la película) cuando, por ejemplo, se comenta en el prefacio la (dudosa) coincidencia entre el número de personas que han transitado por el planeta y el de las estrellas de la Vía Láctea, cien mil millones en ambos casos; o cuando, hacia el final, David Bowman se da cuenta del secreto encerrado en las dimensiones del monolito: «¡Cuán evidente, y cuán necesaria, era aquella relación matemática de sus lados, la serie cuadrática 1:4:9! ¡Y cuán ingenuo haber imaginado que las series acababan en ese punto, en sólo tres dimensiones!»
Hay sin embargo un detalle de la película (que es mucho más que un detalle), y que nunca he visto que nadie le haya dado la importancia que merece: a pesar de ser una película de ciencia ficción, y transcurrir en casi un 90% de su metraje en naves espaciales, en ella no se para de comer. Los monos no cesan de ramonear o devorar carne (y son a su vez devorados), y los astronautas dan cuenta varias veces de comidas tan futuristas como poco apetitosas. Y antes de pasar a mejor vida, al ya anciano Bowan se le da la oportunidad de disfrutar del ágape más decente de toda la película: la única comida, además, donde hay vino; con su indefinible y desvaído tono verdoso, no parece desde luego un gran vino, pero tampoco debemos olvidar que Kubrick era estadounidense, y Clarke inglés.
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