De cómo el racional Descartes perdió la cabeza

Retrato de Descartes por Frans Hals (1649)

Descartes, el gran pensador francés, tuvo una vida ajetreada… y no digamos las aventuras que corrieron sus huesos una vez Descartes murió.

Formado por los jesuitas en La Flèche, Descartes fue soldado –participó en varias campañas en diferentes ejércitos durante la guerra de los treinta años– y, por momentos, pendenciero, hasta que se decantó por la filosofía y las matemáticas. Renovó la filosofía occidental, medio podrida por siglos de tradición escolástica, y, temiendo la represión de la Iglesia católica –a pesar de que sus razonamientos incluían el de la existencia de Dios–, se exilió voluntariamente en la tolerante Holanda, donde publicó la mayoría de sus obras, alguna de las cuales, Meditaciones filosóficas, por ejemplo, acabaron condenadas por la Iglesia católica en el Índice de libros prohibidos; no conviene tampoco idealizar en demasía la situación en los Países Bajos: «Aun en Holanda Descartes se vio sometido a ataques vejatorios –escribió Bertrand Russell al respecto–, no por parte de la Iglesia romana, sino de los fanáticos protestantes. Se decía que sus opiniones llevaban al ateísmo, y hubiera sido perseguido de no haber mediado el embajador de Francia y el príncipe de Orange».

La mala salud que el fundador del racionalismo tuvo de joven, le llevó a adquirir la costumbre de permanecer en cama hasta tarde. Aunque, de las varias ocupaciones que se pueden hacer en la cama, Descartes adoptó la de meditar. Y de esas reflexiones surgieron posteriormente la duda metódica, el «pienso, luego existo», la razón como guía fundamental del pensamiento –tomando como modelo el razonamiento matemático guiado por la lógica– y, también, la geometría analítica.

En el cráneo de Descartes hay varias pintadas, una de ellas dice: “Cráneo de Descartes tomado por I. Sr. Planstrom en el año 1666, cuando se iba a enviar el cuerpo a Francia”

¿Y qué pasó con sus huesos? Descartes fue enterrado en Estocolmo en 1650, donde residía tras entrar unos meses antes al servicio de la reina Cristina de Suecia. El clima frío del norte, junto con los madrugones que los hábitos espartanos de la reina impusieron a Descartes, le doblaron la salud y lo llevaron a la tumba en poco tiempo. Dieciséis años después, sus restos fueron robados por encargo del embajador francés, trasladados a Francia y enterrados en la iglesia de Santa Genoveva en París –hoy en día desaparecida–. De allí fueron exhumados durante la revolución francesa y llevados al Panthéon, para ser una vez más desenterrados y sepultados después en la Abadía de Saint-Germain-des-Prés. Pero, en este último traslado, se descubrió que el cráneo de Descartes había desaparecido, para aparecer años después en una subasta en Suecia; al parecer, estaba en poder del químico Jöns Jacob Berzelius que la había comprado por un puñado de monedas. Tras algunos avatares el cráneo (sin el maxilar inferior, que no regresó de Suecia) descansa hoy, separada de los otros restos, en el Museo del Hombre de París… sólo que desde hace unos años se sospecha que el caos revolucionario hizo que los restos desenterrados de Santa Genoveva no fueron realmente los de Descartes. «La tendencia cartesiana a primar la mente por encima de la materia (la mente por encima del cuerpo) encuentra, por tanto, su remate metafórico –escribió Russell Shorto, autor de Los huesos de Descartes–. El cráneo (la representación de la mente), sometido a una serie de análisis científicos de creciente complejidad y considerado auténtico, se conserva como una reliquia en el Museo del Hombre. En cuanto al cuerpo, la pista se interrumpe abruptamente y se pierde en el olvido. Quizá deba ser así. Polvo eres y en polvo te convertirás».

Antonio J. Durán, Crónicas Matemáticas, Crítica, Barcelona, 2018.

Russell Shorto, Los huesos de Descartes, Duomo ediciones, Barcelona, 2009.

 

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