Laplace, Napoleón y Dios

No ha sido raro a lo largo de la historia que los científicos atribuyan la armonía del cosmos a Dios. Kepler, Newton o Euler así lo hicieron. Últimamente abundan más los agnósticos y ateos –ya era hora-, hasta el punto de que el 90% de los científicos de la National Academy of Sciences estadounidense se reconoce al menos agnóstico -en un país donde el 90% de la población dicen creer en algún dios-. Uno de los primeros científicos en expulsar a Dios de los dominios celestes fue Pierre-Simón Laplace (1749-1827) .

Laplace en pose de marqués

Laplace vivió todo el convulso periodo revolucionario francés, así como el ascenso y caída de Napoleón, y la posterior restauración borbónica, y supo, como pocos, surfear tamaña tempestad histórica, política y social manteniéndose, por así decir, siempre en la cresta de la ola de la influencia político-científica.

Miembro desde muy joven de la Académie des Sciences, fue también examinador de matemáticas en varias academias militares, entre ellas la de Artillería de París en la que Napoleón Bonaparte pasó por sus manos cuando era allí cadete en 1785. Laplace aguantó bien el periodo revolucionario, implicándose activamente en todas las iniciativas científicas del nuevo régimen, y alcanzó su cima con Napoleón. En 1799, nada más alcanzar el poder, Napoleón nombró a Laplace ministro del interior, aunque sólo duro seis semanas en el cargo. ¿Por qué tan poco tiempo? Décadas después, Napoleón escribió en sus memorias que Laplace era un político torpe que se perdía en sutilezas cada vez que había que actuar. En palabras del propio Napoleón: «Quería llevar el espíritu de los infinitesimales a la administración». Aunque quizá sea más correcto afirmar que Napoleón usó el prestigio de Laplace en su favor: lo nombró inmediatamente después de dar su golpe de estado, posiblemente para atraerse el favor del influyente sector científico donde Laplace tanto peso tenía, y sabiendo que sólo lo mantendría hasta consolidar su poder, hecho lo cual lo cesó y puso en su lugar a alguien de más confianza: a su hermano Lucien Bonaparte.

Napoleón en traje de faena

Napoleón, sin embargo, honró a Laplace nombrándole primero senador, después Presidente del Senado –puestos ambos tan bien pagados que lo convirtieron en un hombre rico–, y finalmente conde del Imperio. Laplace, a su vez, incluyó aduladoras dedicatorias a Napoleón, «el pacificador de Europa», tanto en el tercer tomo de su Mecánica Celeste (1802) como en su Teoría analítica de las probabilidades (1812) –discretamente eliminadas en posteriores ediciones impresas durante la restauración borbónica–. Tras la desastrosa campaña de Rusia, Laplace inició un alejamiento del emperador y un acercamiento a los que trabajaban por la restauración borbónica. Cuando esta se produjo, Laplace fue nombrado marqués.

Dios en acción

De la relación entre Napoleón y Laplace ha quedado para la historia una anécdota sobre la picardía del primero preguntando y la agudeza del segundo respondiendo: cuando Laplace ofrendó a Napoleón un ejemplar de uno de sus libros de astronomía, este preguntó: «Me han dicho que en este gran libro que habéis escrito sobre el sistema del mundo no se menciona a Dios, su creador», a lo que Laplace respondió: «Sire, no he necesitado de esa hipótesis». Como ocurre con bastantes de las mejores frases de la historia, esta posiblemente sea apócrifa; del encuentro de Laplace con Napoleón, que tuvo lugar en 1802, fue testigo directo William Herschel –el descubridor del planeta Urano- que lo contó en uno de sus diarios, y aunque Laplace y Napoleón discutieron sobre quién había creado el universo –una cadena de causas naturales, que también era responsable de su preservación, según Laplace; eso más la intervención divina según Napoleón y el propio Herschel–, no parece que Laplace empleara esa brillante frase como respuesta.

Referencias

A.J. Durán, El universo sobre nosotros, Crítica, Barcelona, 2015

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