El IMUS, con la participación de la Facultad de Matemáticas, celebrará el próximo miércoles 6 de marzo una jornada para celebrar los cien años de la medida de la desviación de la luz por la gravedad: la primera predicción de la teoría de relatividad general de Einstein comprobada experimentalmente.
El 7 de noviembre de 1919, el Times de Londres publicaba en primera página un artículo a dos columnas bajo el titular «Revolución en ciencia. Nueva teoría del universo. Las ideas de Newton destronadas». En él se informaba de la reunión que había tenido lugar el día anterior entre la Royal Society de Londres y la Royal Astronomical Society, durante la cual se habían expuesto los resultados sobre las mediciones de la curvatura de la luz llevadas a cabo en mayo de ese año durante un eclipse de Sol. Esas mediciones debían inclinar la balanza científica bien hacia la todavía entonces todopoderosa gravitación de Newton o bien en favor de la imberbe relatividad general de Einstein.
Se da la circunstancia de que en julio de 1914 se había puesto en marcha una primera expedición, financiada por la Academia de Ciencias de Berlín, para medir la desviación de la luz durante un eclipse en Crimea, que se truncó por el estallido de la primera guerra mundial. Fue una circunstancia afortunada para Einstein, pues en aquellos momentos con la teoría de la relatividad todavía en proceso de construcción, su predicción para la desviación de la luz fue la mitad de la realmente existente.
Newton había sugerido en su Óptica que si la luz viajaba a velocidad finita y estaba compuesta por corpúsculos –cosas ambas sobre las que él tenía pocas dudas–, entonces debía ser desviada por grandes acumulaciones de materia como el Sol. No hizo ninguna estimación sobre el valor de esa desviación porque le faltaban datos adecuados –sobre la velocidad de la luz, por ejemplo–. Cuando esos datos estuvieron disponibles, el matemático, físico y astrónomo alemán Johann von Soldner hizo los cálculos que Newton no pudo hacer y en 1804, justo un siglo después de la publicación de la Óptica, dio a conocer al mundo que la curvatura de la luz atraída por la gravedad solar debía de andar por los 85 segundos de arco. Sin embargo, la estimación de von Soldner llegaba algo tarde, pues los trabajos de Young y Fresnel empezaban a convencer a los científicos de que la luz no estaba formada por corpúsculos sino que era una onda y, por tanto, malamente se iba a ver afectada por la gravedad solar. Consecuentemente los cálculos de von Soldner cayeron en el olvido. Pero cuando sir Frank W. Dyson (1868-1939), a la sazón astrónomo real y director del observatorio de Greenwich, propuso organizar una expedición para observar el eclipse solar de mayo de 1919 y comprobar si las estimaciones de Einstein eran correctas, los que veían en tal expedición una amenaza para la gravitación de Newton desempolvaron sin dudarlo los cálculos de von Soldner.
La cuestión era todavía más peliaguda. Primero porque, caso de confirmarse la teoría de Einstein, lo sería en detrimento de la de Newton, ¡uno de los héroes nacionales ingleses! Y segundo porque Dyson hizo su propuesta en plena primera guerra mundial, y lo que se quería comprobar era la teoría formulada por un científico nacido en Alemania, que vivía en Berlín y que era miembro de la Academia Prusiana de Ciencias: ¡la más prestigiosa institución científica del enemigo! –fundada, para colmo, a instancias de Leibniz, el gran contrincante de Newton–. Los amantes de las conspiraciones apostarían por la existencia de una mano negra detrás de semejante propuesta. Y la había… sólo que no era una mano negra, sino la de Arthur Stanley Eddington (1882-1944) –nombrado Sir en 1930–. Eddington fue el primer científico británico convencido de la superioridad de la relatividad general, sobre la que publicó un delicioso librito en 1918 y un texto memorable en 1923 –Mathematical Theory of Relativity, del que Einstein dijo: «Es la más lograda presentación de la teoría que se ha escrito en cualquier idioma», y donde durante muchos años físicos de todo el mundo aprendieron la teoría de la relatividad–. Fue Eddington quien convenció a Dyson de la conveniencia de planificar una expedición para observar el eclipse de 1919. Aunque de generaciones diferentes, Dyson y Eddington compartían más intereses que los puramente científicos; ambos pertenecían a minorías religiosas –Dyson era baptista, Eddington cuáquero–, y ambos habían estudiado con casi idénticos honores en Cambridge –Eddington era por entonces catedrático de astronomía en Cambridge y director del observatorio de la Universidad–. Dyson, de hecho, había logrado una dispensa durante la guerra para Eddington arguyendo que estaba implicado en importantísimas tareas científicas; estas no eran otras que liderar una de las expediciones aprobadas para observar el eclipse del 29 de mayo de 1919, si la guerra lo permitía –o si, como irónicamente apuntó alguien: «El estado de la civilización lo permitía cuando llegase el momento»–.
La guerra acabó, y la doble expedición británica, una a la Isla del Príncipe en la costa occidental africana –comandada por Eddington–, y otra a Sobral en Brasil, se realizó. No sin algún contratiempo nuboso, el 29 de mayo se tomaron fotos del eclipse que permitirían medir la curvatura de la luz procedente de algunas estrellas del cúmulo de las Híades en la constelación de Tauro –cercanas a la corona solar en el momento del eclipse–.
El estudio de las fotografías llevó más tiempo del esperado y no estuvo exento de cierta controversia –la medición es sumamente delicada pues la desviación de la luz según Einstein, 1’7 segundos de arco, corresponde al ángulo con que se ve una moneda de un euro a tres quilómetros de distancia, o a una desviación de 29 centésimas de milímetro medidos en las fotografías–. Debido a las nubes, de las 16 placas fotográficas tomadas en la isla del Príncipe sólo sirvieron dos, que daban una desviación de 1’61 segundos de arco –con una estimación de error no superior a 0’3 segundos de arco–; bastante de acuerdo con la predicción de Einstein. En Sobral se consiguió mayor número de fotografías, pero Eddington descartó una parte –más acorde con la desviación predicha por la gravitación de Newton– porque presumiblemente el objetivo de la cámara, expuesta al Sol, sufrió una pequeña dilatación que introdujo errores considerables en la situación de las estrellas. Las placas consideradas daban una desviación de 1’98 segundos de arco –con una estimación de error no superior a 0’12 segundos de arco–.
Los datos se hicieron públicos en Londres el 6 de noviembre: no había lugar a la duda, los datos estaban de acuerdo con las predicciones de Einstein. Como J.J. Thomson –descubridor del electrón– escribiría unos años después: «Toda la atmósfera de tenso interés era exactamente la de un drama griego. Nosotros éramos el coro comentando el decreto del destino revelado en el desarrollo de un incidente supremo. Había una cualidad dramática en la misma representación; el ceremonial tradicional, y en el trasfondo el retrato de Newton para recordarnos que la mayor de las generalizaciones científicas iba a recibir ahora, después de más de dos siglos, su primera modificación. El dramatismo de la tragedia tiene su esencia no en la infelicidad, sino en la solemnidad del trabajo implacable de las cosas. Esta inevitabilidad del destino solamente puede ser ilustrada en términos de vida humana… Las leyes de la física son los decretos del destino». Idéntica atmósfera de drama se trasluce en el titular con que, al día siguiente, el Times dio cuenta de la noticia: «Revolución en ciencia. Nueva teoría del universo. Las ideas de Newton destronadas». Y era Einstein el nuevo rey que iba a ocupar el trono de Newton. El que, además, hubiera sido una expedición británica la que hasta allí lo aupara fue algo que Einstein agradeció en la primera ocasión que pudo; concretamente el 28 de noviembre de 1919 escribió, a solicitud del Times, un artículo sobre relatividad general que comenzaba en estos términos: «Tras la lamentable ruptura de relaciones internacionales de los científicos, será la ocasión de expresar mi agradecimiento a los físicos y astrónomos ingleses. Está dentro de las tradiciones del trabajo científico de su país el que célebres investigadores e institutos dediquen tiempo y esfuerzos para comprobar una teoría completada y publicada durante la guerra en un país enemigo. Y si bien cuando se trató de examinar la influencia del campo gravitatorio del Sol en los haces luminosos era un asunto puramente objetivo, quiero expresar mi agradecimiento personal a mis colegas ingleses, pues sin ellos no hubiera podido tener la comprobación de la consecuencia más importante de mi teoría». Einstein adjuntaba una postdata cargada con su más fina ironía: «Explicaré a los lectores una aplicación más de la teoría de la relatividad: actualmente en Alemania se me califica de «científico alemán» y en Inglaterra de «judío suizo». Si alguna vez se dan las circunstancias de que me presenten como bête noire, entonces para los alemanes seré un «judío suizo» y para los ingleses un «científico alemán»».
La comprobación de que sus estimaciones sobre la curvatura de la luz eran correctas convirtieron de la noche a la mañana a Einstein en un personaje popular, una estrella mediática de inusitado brillo: pocas personas antes y después de Einstein, y desde luego ningún científico, han sido tan perseguidos por los medios de comunicación como lo fue él el resto de su vida. De hecho, finalizando el siglo XX, la revista Time eligió a Einstein como el personaje del siglo –seguido por Franklin Roosevelt y Gandhi–.
Referencias:
- A.J. Durán, El universo sobre nosotros, Crítica, Barcelona, 2015.
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