Dice el diccionario de la RAE que las matemáticas son una ciencia deductiva que estudia las propiedades de los entes abstractos, como números, figuras geométricas o símbolos, y sus relaciones. Aunque debería, no se incluye en esa definición un hecho fundamental: que, a menudo, es la emoción estética, el sentido de la belleza, la que guía al matemático cuando deduce o decide qué propiedades de los números o los entes abstractos va a estudiar. Los académicos de la lengua, más apegados a las cosas de las letras que a las de los números, no parecen haber advertido la inextricable ligazón entre matemáticas y belleza, de la que alguien dijo que era la verdadera guía en los grandes, y no tan grandes, descubrimientos matemáticos.
Esa importancia de los valores estéticos en las matemáticas, que las sitúa a medio camino entre el arte y la ciencia –un arte con aplicaciones, como tuve ocasión de escribir en La poesía de los números, un libro que dediqué precisamente a analizar la importancia de la belleza en las matemáticas–, refuerza la inevitable trabazón entre la ciencia abstracta por excelencia y la sensibilidad emocional propia de la especie humana. «Puede ser sorprendente ver invocada la sensibilidad emocional a propósito de demostraciones matemáticas –escribió Henri Poincaré–, las cuales parecería que pueden interesar únicamente al intelecto. Esto sería olvidar el sentimiento de la belleza matemática, de la elegancia geométrica, que constituye un verdadero sentido de lo bello, conocido por todos los matemáticos y que con seguridad pertenece a la sensibilidad emocional». El que la belleza de las matemáticas sea difícil de apreciar –porque no se percibe por un acto de percepción sensorial, como ocurre con la música o la pintura, sino por un proceso de pensamiento discursivo–, no la hace menos real.
Como tantas otras cosas en la cultura occidental, la existencia de esa conexión entre belleza y matemáticas empezó a interiorizarse a raíz de los juicios de esos grandes creadores de opinión que fueron los filósofos clásicos griegos, especialmente Pitágoras, Platón y Aristóteles. Para Platón, las cualidades de medida y proporción, esencia de la matemática griega, son sinónimo de belleza; mientras que, para Aristóteles, «Las formas que mejor expresan la belleza son el orden, la simetría, la precisión. Y las matemáticas son las que se ocupan de ellas especialmente». Después han sido legión los científicos y pensadores que a lo largo de la historia han loado la belleza de las matemáticas. «La geometría es el arquetipo de la belleza del mundo», escribió el astrónomo, astrólogo y matemático Johannes Kepler en el siglo XVII; y, más recientemente, ya en el siglo XX, nos encontramos con frases como esta del filósofo y lógico Bertrand Russell: «Las matemáticas no solamente poseen la verdad, sino la suprema belleza, una belleza fría y austera, como la de la escultura, sin atractivo para la parte más débil de nuestra naturaleza».
Aunque quizá su máximo defensor fue Hardy. Su magnífico A Mathematician’s Apology es, casi desde la primera hasta la última palabra, una defensa del valor estético de las matemáticas: «La belleza es la primera piedra de toque; en el mundo no hay un lugar permanente para las matemáticas desagradables desde el punto de vista estético», escribió Hardy; y también: «Las configuraciones construidas por un matemático, lo mismo que sucede con las de un pintor o un poeta, deben poseer belleza; las ideas, los colores y las palabras deben ensamblarse de un modo armonioso». Y de su inutilidad. A menudo, la insistencia de Hardy en la inutilidad de las «verdaderas» matemáticas ha sido considerada una muestra más de su faceta extravagante y provocadora. Porque es casi una provocación escribir «Las auténticas matemáticas no repercuten de ningún modo sobre la guerra. Nadie ha podido descubrir ninguna finalidad bélica ni ninguna aplicación a la guerra que pueda derivarse de temas tales como la teoría de números o la relatividad, y parece bastante improbable que nadie pueda hacerlo en un futuro próximo» casi a la vez que en los Estados Unidos ponían en marcha el Proyecto Manhattan y fabricaban las primeras bombas atómicas. Pero, ironías de la vida, lo primero que reseña la Encyclopaedia Britannica en su biografía de Hardy es la llamada ley de Hardy-Weinberg, a la que en una entrada posterior la Britannica dedica más espacio que al propio Hardy, para decir: «Hardy dio poco valor a esta ley, pero su importancia es central en el estudio de muchos problemas genéticos, incluyendo la distribución del Rh según grupos sanguíneos y las enfermedades hemolíticas». Aunque, para mí, la impúdica loa de Hardy a la inutilidad de las matemáticas tiene otro sentido que el de ser un mero rasgo de histrionismo: Hardy, a su manera, estaba declarando que en cuestiones de estética era un seguidor de Kant, o sea, defendía que las matemáticas son más arte –finalidad sin fin– que ciencia.
Andrés Trapiello escribió: «La poesía es verdad indemostrable». La poesía pretende, según el diccionario, manifestar la belleza o el sentimiento estético por medio de la palabra, en verso o en prosa. Las matemáticas, a fin de cuentas, son verdades demostradas, por lo que su universo no debe andar demasiado alejado del poético.
Referencias
A.J. Durán, La poesía de los números, RBA, Barcelona, 2010
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