Cauchy: agente educador al servicio de su majestad

Cauchy hacia 1840

En el verano de 1833, el gran matemático francés Augustin Cauchy se encontraba en su tercer año de exilio. Cauchy, convencido del derecho divino que ataba a los Borbones franceses al trono, había abandonado Francia en 1830 tras ser depuesto Carlos X, último rey Borbón de Francia –véase mi entrada Votar con malos modos–. Carlos X y su séquito fijaron su residencia en Praga, en un palacio cedido por el emperador austríaco Francisco II, mientras que Cauchy había encontrado acomodo en Turín bajo la protección del rey Carlos Alberto de Piedemonte-Cerdeña.

Recibió entonces Cauchy un encargo que tuvo que saberle a gloria: «Feliz de encontrarme fuera de la escena política –escribió Cauchy–, y totalmente entregado a la cultura de las ciencias, acababa de dar a la luz dos nuevos cálculos que me parecían de interés para los geómetras, soñaba con publicar mis trabajos sobre teoría de números y completar aquellos otros sobre la teoría de la luz, cuando una orden del rey de Francia vino a sacarme de ese apacible retiro para encargarme la educación del heredero de san Luis, de Enrique IV y de Luis XIV».

No sabía bien Cauchy el avispero donde se estaba metiendo.

El repelente Enrique con su mamá, la duquesa de Berry, 1828.

El aspirante al trono al que había que educar era el duque de Burdeos, Enrique de nombre. Nieto de Carlos X, tenía entonces 13 años y, tras abdicar en él Carlos X, se había convertido en el aspirante borbón al trono de Francia.

Cuando Cauchy llegó a Praga, la situación no era la mejor.

En primer lugar porque la madre del duque, Marie-Caroline, duquesa de Berry, decidió regresar a Francia para tratar, in situ, de preparar una revuelta que devolviera a su hijo al trono. Fue detenida y encarcelada, y la revuelta acabó fracasando, dejando paso a un escándalo algo esperpéntico cuando se supo, en febrero de 1833, que Marie-Caroline se había vuelto a casar y estaba, además, embarazada de su nuevo marido.

Aparte de los desmanes de la duquesa de Berry, había dos bandos enfrentados por la educación del duque de Burdeos, uno rancio y tradicionalista encabezado por los jesuitas y otro algo más liberal. El primero había perdido algo de apoyo, pues se sabía del pésimo prestigio que los jesuitas tenían en Francia y se temió que ser educado por ellos restaría posibilidades al duque de volver a reinar.

Palacio Hradschin en Praga, cedido por el emperador Francisco II para que Carlos X se instalara con su corte en el exilio.

Cuando Cauchy se incorporó a la corte en el exilio para ayudar en la educación del duque de Burdeos, entró en ella como un elefante en una cacharrería. Cauchy se alineó con los jesuitas y generó un conflicto con el tutor de su egregio alumno, perteneciente al bando más liberal, que acabó con la dimisión del tutor a principios de 1834.

Sin embargo, los mayores problemas los sufrió Cauchy del propio pretendiente a la corona al que tenía que educar. El duque de Burdeos resultó ser un niñato mal educado y consentido; es lo que tienen las monarquías: si sale un rey estúpido o tonto ―lo que no es raro que suceda: véase, si no, el catálogo de reyes, reinas, príncipes, infantas e infantes españoles de los tres últimos siglos― no se le puede quitar votando, esa forma civilizada de hacer política, sino con una revolución, donde también se hace política, pero de forma algo más incivil.

Cauchy acabó pagando con creces su contribución a la mala educación del duque, porque una de las desavenencias que Cauchy tuvo con el ex-tutor fue provocada por el grado de tolerancia que nuestro matemático mostraba con la mala conducta del duque, excesivamente permisivo según el ex-tutor, y adecuado, según Cauchy, teniendo en cuenta la alta cuna del educando.

Es difícil no sentir simpatía por el pobre y estirado Cauchy que tuvo que aguantar de su amado príncipe todo tipo de humillaciones y abusos. Soportó que el regio alumno lo bombardeara en clase con bolas de nieve que traía de sus paseos, y, en otra ocasión, que el duque lo agarrara por el cuello y lo echara de clase de un empellón en uno de sus frecuentes arrebatos de ira; la reacción de Cauchy ante semejante ofensa fue pedirle excusas y preguntarle al regio agresor qué había hecho para disgustarlo. Otras veces, el propio Cauchy tenía que ponerse a recoger, rodilla en tierra, los objetos que al mimado jovenzuelo se le hubiera antojado tirar al suelo.

Y lo único que Cauchy consiguió con sus desvelos fue que el duque de Burdeos acabara odiando las matemáticas, y la física y la química, de cuya formación también estuvo encargado. «¿Pero qué hay de interesante en estos números y dibujos que el señor Cauchy siempre me hace estudiar?», se quejaba el duque tras sufrir la poca actitud que Cauchy pareció tener siempre para enseñar: «Una de las cosas que alentó más la antipatía del jovencito por las matemáticas fue que nunca entendió qué era lo se le pretendía enseñar ―contó una vez el ex-tutor―. Un día atendí personalmente a una de las clases, durante la cual el profesor estaba demostrando una de las proposiciones más simples de la geometría. Me di cuenta que el príncipe se agitaba más y más, y estaba cada vez más confuso, y me tuve que reconocer a mí mismo que, aunque recordaba muy bien esa proposición, difícilmente podía seguir lo que el profesor Cauchy estaba explicando».

En el otoño de 1838, el duque de Burdeos cumplió 18 años y dio por terminada su formación. Cauchy, apremiado por sus amigos de París y, especialmente, por su madre, y seguro que temiendo que le pudieran encargar la educación de algún otro borbón, aprovechó la circunstancia, puso fin a su exilio y regresó a París. Durante los cinco años que Cauchy pasó educando al duque de Burdeos, apenas publicó nada y poca más investigación matemática pudo hacer que apuntar las ideas que le venían a la cabeza para desarrollarlas con posterioridad.

Referencias

A.J. Durán, Cauchy, hijo rebelde de la revolución, Nivola, Madrid, 2009.

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