Podemos decir que, por su desmesura, la eternidad y el infinito son hermanastros. Y si el infinito ha dado mucho juego en manos de los matemáticos, no ha dado menos la eternidad en manos de clérigos y curas. En su novela cuasi biográfica Retrato del artista adolescente, James Joyce recogió una de las más prodigiosas descripciones de la eternidad de sufrimiento que nos espera en el infierno a quienes allí tenemos reservado un sitio. Joyce se la oyó contar a un cura con ocasión de un retiro espiritual al que tuvo la mala fortuna de asistir. Se dio la circunstancia de que poco antes de acudir, el por entonces adolescente Joyce había ganado un premio literario con el que se había pagado una prostituta. Influenciable y sensible como fue el joven Joyce, imagínense el estado miserable en que tuvo que dejarlo la siguiente diatriba: «La última tortura ―clamaba el cura en su sermón―, la que sirve de remate a todas las otras del infierno es su eternidad. ¡Eternidad! ¡Oh, tremenda y espantosa palabra! ¿Qué mente humana podrá comprenderla? Y tened presente que se trata de una eternidad de sufrimiento. Aunque las penas del infierno no fueran tan terribles como son, se harían infinitas sólo por estar destinadas a durar para siempre. Pero al mismo tiempo que son eternas, son también, como sabéis, insufriblemente intensas, intolerablemente extensas. Sufrir aunque fuera sólo la picadura de un insecto toda la eternidad, sería un tormento espantoso. ¿Qué será, pues, el sufrir para siempre las múltiples torturas del infierno? ¡Para siempre! ¡Por toda la eternidad! No por un año, ni por un siglo, ni por una era, sino para siempre. Tratad de representaros la horrible significación de estas palabras. Vosotros habréis visto frecuentemente las arenas de una playa. ¡Qué diminutos son los granitos de arena! ¡Y cuántos de estos granillos hacen falta para formar el puñadito que un niño abarca con la mano en el juego! Pues imaginad ahora una montaña de esta arena de más de un millón de millas de altura, que alcanzara desde la tierra hasta los cielos empíreos, de más de un millón de millas de ancho, tal que se extendiera hasta el espacio más remoto, y de más de un millón de millas de espesor; e imaginad esa enorme masa de innumerables partículas de arena, multiplicada tantas veces como hojas hay en el bosque, gotas de agua en el enorme océano, plumas en los pájaros, escamas en el pez, pelos en los animales y átomos en la vasta extensión de los aires. E imaginad que al cabo de un millón de años viniera una avecilla a la montaña y se llevara en el pico un solo granillo de arena. ¿Cuántos millones de millones de centurias transcurrirían antes que la avecilla hubiese transportado ni tan siquiera un pie cuadrado de la arena de la montaña, y cuántos siglos de siglos de edades tendrían que transcurrir antes de que la hubiese transportado toda? Y sin embargo, al final de tan enorme período de tiempo ni aun siquiera un solo instante de la eternidad podría decirse que habría transcurrido. Al fin de esos billones y trillones de años, la eternidad apenas si habría empezado. Y si esta montaña volviera a levantarse tan pronto como el pajarillo hubiera terminado de transportarla, y el pájaro volviera y la comenzara a transportar de nuevo, grano a grano, y así se volviera a levantar y a ser transportada tantas veces como estrellas hay en el cielo, átomos en el aire, gotas de agua en el mar, hojas en los árboles, plumas en los pájaros, escamas en el pez, pelos en los animales, al fin de todas esas innumerables formaciones y desapariciones de aquella montaña inmensurablemente grande, no se podría decir ni que un solo instante de la eternidad había transcurrido; aun entonces, al fin de aquel enorme período, que sólo el imaginarlo hace girar nuestro cerebro vertiginosamente, aun entonces, la eternidad apenas si habría comenzado».
Ya lo advirtió Woody Allen: «La eternidad se hace larga, sobre todo al final».
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