Hay algo de espeluznante en la sencillez de la anécdota de la manzana de Newton, y en lo utilísima que ha sido a lo largo de la historia para popularizar la figura de Newton como personaje genial. Algo parecido había ocurrido ya antes con Arquímedes y la anécdota del ¡Eureka!
Newton posiblemente comprendió muy bien que el halo genial que desde tiempos inmemoriales había rodeado a Arquímedes tenía que ver con la excelencia de sus descubrimientos pero, también, con ciertas llamativas historias recogidas por los cronistas de la antigüedad. La más célebre de ellas es la del ¡Eureka! ―¿qué persona, independientemente de su nivel cultural, no la conoce hoy en día?―, pero abundan también otras con una innegable capacidad propagandística. Newton logró dar con una historia que, a la postre, iba a tener tanta o más capacidad que el ¡Eureka! arquimediano: la historia de la manzana. Y he escrito «Logró dar», porque fue el propio Newton quien, ya septuagenario, se dedicó a contar la anécdota a todo aquel que se ponía a tiro ―hasta cuatro versiones independientes se han conservado, todas ellas contadas por un Newton ya anciano―. Una de ellas se la contó a William Stukeley, el paisano de Newton que estaba preparando una biografía suya. Newton se la contó poco antes de morir y, naturalmente, Stukeley la incluyó en su Life of Newton (1752): «Después de comer, estando el tiempo cálido, fui al jardín a tomar el té con sir Isaac; bajo la sombra de unos manzanos, nos quedamos solos él y yo. Entre otras cosas, me dijo que justo en esa misma situación fue como se le había ocurrido la noción de gravitación. Fue sugerida por la caída de una manzana cuando estaba sentado en actitud contemplativa. Por qué la manzana siempre desciende perpendicularmente hasta el suelo, se preguntó a sí mismo. ¿Por qué no va hacia otro lado o hacia arriba? Seguramente la razón es que la tierra la atrae. Debe haber una potencia de atracción en la materia: y la suma de la potencia de atracción de la Tierra debe estar en el centro de la Tierra, y no en otro lado de la Tierra. Por eso esta manzana cae perpendicularmente o hacia el centro de la Tierra. Hay una potencia, como esa que aquí llamamos gravedad, que se extiende a todo el universo».
Tal y como Newton contó la historia de la manzana, da la impresión de que fue ver caer la manzana y toda la dinámica del movimiento planetario quedó clara en su mente. Esa tendencia que Newton tuvo, sobre todo en los últimos años de su vida, a resaltar su faceta de genio visionario frente a la más prosaica, aunque más real, de trabajador incansable, se aprecia también en otras descripciones de cómo había hecho sus descubrimientos: «Mantenía el problema constantemente ante mí, y esperaba hasta que los primeros albores se convertían lentamente, poco a poco, en plena y clara luz».
Pocas cosas hay más alejadas de la verdad que esa visión simplista del Newton que todo lo debe a la inspiración genial. Cualquiera que conozca el proceso completo que llevó a Newton a realizar uno de sus mayores descubrimientos científicos, la teoría de la gravitación, y a componer su obra cumbre: los Principia, sabe a qué me refiero: a la enorme diferencia que hay entre esos supuestos destellos geniales por los que un descubrimiento se pone de manifiesto, sin ayuda de nadie, en apenas el tiempo que tarda una manzana en caer del árbol —la visión simplista del genio que a menudo se asocia con Newton—, y el proceso arduo, esforzado y prolongado en el tiempo que supone concebir un germen de idea, depurarla, delimitar lo esencial de ella de lo que es ganga o incluso error, encajarla con otras ideas, hasta llegar a parir, trabajosamente, no sin dolor y a menudo ayudado por lo que otros han descubierto o investigado antes, lo que propiamente es ya un descubrimiento —la visión real de lo que Newton hizo—.
Aunque no fue la norma, alguna rara vez el propio Newton reconoció todo lo que debía a su descomunal capacidad de trabajo; y así, en una carta fechada el 10 de diciembre de 1692 escribió que debía los Principia sólo: «A la laboriosidad y al pensamiento paciente».
Y no es la historia de la manzana la única historia que emparenta las anécdotas de Newton con las de Arquímedes. «Arquímedes, halagado y entretenido de continuo por una sirena doméstica y familiar ―contó Plutarco en Vida de Marcelo―, se olvidaba del alimento y no cuidaba de su persona; y llevado por la fuerza a ungirse y bañarse, formaba figuras geométricas en el mismo hogar, y después de ungido tiraba líneas con el dedo, estando verdaderamente fuera de sí, y como poseído por las musas, por el sumo placer que en estas ocupaciones hallaba». De esta anécdota, que nos muestra a un Arquímedes lúdico y juguetón, embadurnado de aceite por una asistenta personal, hizo Newton una versión en clave puritana: «No sé lo que podré parecer al mundo ―contó en cierta ocasión―, pero yo me veo a mí mismo únicamente como si hubiese sido un niño que jugaba a la orilla del mar, y que se divirtió encontrando de vez en cuando un guijarro más liso y una concha más bella que las normales, mientras que el gran océano de la verdad permanecía sin descubrir ante mí».
Referencias
A.J. Durán, Crónicas matemáticas, Crítica, Barcelona, 2018.
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