El IMUS, con la participación de la Facultad de Matemáticas, celebrará el próximo miércoles 19 de febrero una jornada para conmemorar los cien años de la desaparición del matemático indio Srinivasa Ramanujan.
En la historia de las matemáticas no escasean los personajes singulares; los ha habido con una intensa vida emocional, además de científica, rajados otros de parte a parte por las circunstancias históricas, políticas y sociales que les tocó en suerte o en desgracia vivir; unos, quizá los más, han tirado a eremíticos mientras que otros, los menos, no han rehuido fiestas ni saraos. De todos los matemáticos de primera fila que ha habido a lo largo de la historia, Srinivasa Ramanujan, del que se cumplen este 2020 cien años de su muerte, ha sido, sin duda, el más inexplicable. Uno de sus primeros biógrafos supo condensar en una frase el ímpetu con que transcurrió su vida: «Como un meteoro, Ramanujan apareció súbitamente en el firmamento matemático, cruzó raudo la corta duración de su vida, se consumió y desapareció con igual rapidez».
Nacido en 1887 en un pueblo al sur de Madrás en una familia de brahmines pobres, Ramanujan fue incapaz de obtener siquiera el equivalente al título de bachiller, y no tanto por razones económicas, sino porque nunca le interesó ningún otro estudio que no fueran las matemáticas. Fue un muchacho «especial» que cayó bajo el embrujo de los números y logró levantar de la nada un soberbio edificio matemático. Y lo hizo sólo, sin la ayuda de nadie, sentado a la puerta de su casa, escribiendo en una pizarra y borrando con el codo.
Cuando sus teoremas y fórmulas empezaron a trascender, la pequeña comunidad científica de Madrás fue incapaz de determinar si estaba ante un genio o ante un loco. Comprendiendo que nadie en su entorno más cercano podía entender sus fórmulas, Ramanujan decidió enviarlas a Cambridge, centro entonces de las matemáticas inglesas. Pero ni la primera carta que envió, ni la segunda, surtieron ningún efecto, porque los catedráticos ingleses a quienes iban destinadas estaban demasiado ocupados para intentar comprender lo que un desconocido oficinista del puerto de Madrás les enviaba. La tercera carta cayó en mejores manos, las de G. Harold Hardy; tenía entonces 35 años, fue pacifista en tiempos de guerra, homosexual no practicante ―en palabras de su más cercano colaborador―, estilista de las matemáticas, gourmet de los números.
Hardy se tomó la carta de Ramanujan en serio y, tras estudiar a fondo lo que el oficinista indio le había enviado, removió cielo y tierra hasta que consiguió llevar a Ramanujan a Cambridge. Allí llegó en 1914, casi coincidiendo con el comienzo de la primera guerra mundial. Hardy pudo comprobar que Ramanujan era un diamante en bruto: tenía una intuición monstruosamente afinada para números y fórmulas, pero desconocía conceptos y herramientas básicas que cualquier aspirante aplicado a matemático debe dominar en los primeros años de la carrera. Pero el milagro se produjo, lo imposible sucedió, porque Ramanujan, que se había formado matemáticamente a sí mismo en el porche de su casa en el sur profundo de la India, fue capaz de colaborar fructíferamente y en pie de igualdad con Hardy, uno de los más logrados frutos del prestigioso sistema educativo inglés.
Ramanujan estuvo en Inglaterra casi cinco años ―durante los cuales se desarrolló la primera guerra mundial―, aunque los dos últimos los pasó enfermo e internado en varios sanatorios; la soledad, el clima húmedo de la campiña inglesa y los rigores de una dieta inflexible ―Ramanujan era estrictamente vegetariano― agravada por la escasez de alimentos apropiados durante la guerra, lo hicieron enfermar de un mal que, ninguno de los varios médicos que lo atendieron, supo diagnosticar adecuadamente.
Ramanujan regresó a la India en 1919, pero lo hizo para morir. Salió de su país orondo y lozano y volvió consumido por la enfermedad; salió siendo un desconocido y volvió convertido en celebridad: fue elegido miembro de la Royal Society de Londres, el miembro más joven de su centenaria historia y el segundo de nacionalidad india ―el primero fue elegido en 1841―, y el primer indio en ser nombrado fellow del Trinity College de Cambridge; el Times de Madrás le dedicó un artículo al poco de llegar, donde se podía leer: «Como alguien en Cambridge ha afirmado, desde Newton no ha habido nadie igual, lo que, no necesita decirse, es el mayor de los elogios». Ramanujan murió en abril de 1920 con 32 años de edad.
Además de sus trabajos publicados ―mayormente durante su estancia en Inglaterra―, ya fuera con Hardy o en solitario, Ramanujan dejó una colección de cuadernos repletos de fórmulas y teoremas. Hasta muy recientemente, la comunidad matemática no ha llegado a entender el pleno significado de muchas de las fórmulas de Ramanujan; y ese significado es de tal transcendencia y profundidad que ha acabado aupándolo al Olimpo de los más grandes matemáticos de la historia.
Ramanujan fue, sin duda, una persona «especial», un matemático «genial» e «inexplicable» que, en palabras de Hardy: «Habría llegado a ser el matemático más grande de su tiempo»; un tipo, en suma, «interesante». Lo fue, además, de una forma exagerada. Y cuantos más pliegues, más recovecos de su biografía uno conoce, más inimaginablemente exagerado se le antojará ese carácter «especial», «interesante», «genial» e «inexplicable» que afectó a ese descendiente de la India más profunda: porque con Ramanujan sucede lo que habitualmente pasa con los fenómenos, ni se pueden explicar ni se pueden comprender.
Referencias
Antonio J. Durán, El ojo de Shiva, el sueño de Mahoma, Simbad… y los números, Destino, Barcelona, 2012.
Sencillamente maravilloso, más aún cuando, en la actualidad existen teoremas son su debida comprensión
Qué hermosa, enigmática y mística esta historia. Quiero saber más de este hombre de las matemáticas.