Epitafios

«Se recordará a Arquímedes aún cuando Esquilo haya sido olvidado, pues los lenguajes perecen mientras que las ideas matemáticas no mueren nunca. Quizás “inmortalidad” sea un término absurdo, pero es bastante probable que un matemático comprenda su significado exacto»; eso lo escribió Hardy en su A mathematician’s apology unos años antes de intentar suicidarse.

Posiblemente Hardy tuviera razón, pues, en cierta forma, la inmortalidad (o perdurabilidad en el tiempo, si se prefiere), significa mucho para un resultado matemático. Un teorema tiene algo de perenne, incluso de eterno, pues muchos piensan que el matemático solo descubre una verdad que ya existía y seguirá, naturalmente, existiendo. El matemático espera que algo del aroma a eternidad que tiene el teorema que ha descubierto acabe perfumándolo también a él. Hay, en muchos de los que se han dedicado a las matemáticas a lo largo y ancho de la Historia, un ansia por trascender a través del propio objeto que estudian, esto es, de las matemáticas. Y, con todo, las tumbas de los cementerios del mundo están tan llenas de matemáticos, como de literatos, de frailes, de limpiabotas o de personas de cualquier otro gremio que quepa imaginar.

Y dan buen testimonio de ello la gran cantidad de epitafios célebres en tumbas de matemáticos de los que se tiene noticia. He aquí unos pocos de ellos.

Según contó Plutarco, Arquímedes explicó muy claramente a sus familiares el epitafio que quería para su tumba: debía grabarse en ella una esfera inscrita en un cilindro junto con la relación que vincula sus áreas y volúmenes; y así se hizo. Cuenta la leyenda que esa inscripción permitió a Cicerón, siglo y medio después, encontrar en Siracusa la tumba de Arquímedes entre zarzas, matorrales y maleza. De esta forma Cicerón pasó al folklore matemático como el único romano que hizo una aportación de interés a las matemáticas.

En la tumba de Diofanto grabaron un problema, un acertijo cuya solución daba al visitante el número de años que vivió quien allí estaba enterrado; y uno imagina la sepultura sombreada por una higuera y al visitante reponiéndose de las fatigas del camino con sus frutos mientras se devana los sesos pasa saber cuánto vivió aquel matemático griego al que los dioses le concedieron el ser un muchacho la sexta parte de su vida, y al cabo de una doceava parte más poblaron de vello sus mejillas; le iluminaron con la luz del matrimonio pasada otra séptima parte de su existencia, y al cabo de cinco años más le dieron un hijo. Infeliz hijo que solo alcanzó a vivir la mitad de la vida de Diofanto, que consoló entonces sus penas con la ciencia de los números durante cinco años más hasta que las parcas cortaron el hilo de su vida.

Según su yerno, el epitafio de Kepler en un cementerio de Ratisbona rezaba: «Yo que medí los cielos, mediré ahora las sombras de la tierra. Mi espíritu al cielo fue, aquí solo yace la sombra de mi cuerpo»; aunque solo por poco tiempo, porque la mala suerte persiguió a Kepler hasta más allá de la muerte. Tres años después de enterrado, Ratisbona fue tomada por las tropas suecas durante la Guerra de los Treinta Años, para ser recuperada por las tropas imperiales ocho meses después. En el curso de los combates, la tumba y los restos de Kepler se perdieron para siempre.

Hay grabado, en mármol negro, un esquema de Júpiter y las cuatro lunas «mediceas» en el ostentoso panteón donde reposa Galileo en la iglesia florentina de la Santa-Croce; allí están también enterrados Miguel Ángel, Maquiavelo, y Gioachino Rossini.

Tumba de Newton en la Abadía de Westminster.

El magnífico entierro de Newton lo narró nada más y nada menos que Voltaire; lo que de Newton es mortal yace en un coqueto mausoleo de la Abadía de Westminster. La Abadía es, en sí misma, un verdadero cementerio; y además de Newton allí también están los enterrados otras glorias científicas británicas, como Darwin o Maxwell, mientras que otros, que no lo están, tienen un monumento, una lápida o un simple azulejillo conmemorativo, como Dirac.

Espiral de Arquímedes grabada en la lápida de Jacques Bernoulli.

Jacques Bernoulli eligió para su lápida el dibujo de una espiral logarítmica, como la que se obtiene a partir de un rectángulo áureo; pero alguien tuvo que equivocarse porque lo que aparece grabado en su sepultura es una espiral de Arquímedes. Acaso ese alguien fuera su hermano Johan, también célebre matemático, con quien Jacques tuvo más de una pelea, y que quiso tomar así venganza póstuma de su hermano con esa muestra de humor negro e intelectual. Pero esto, ¿quién lo puede saber?

Tumba de Gauss en Gotinga.

Al gran Gauss le costó el asunto de su epitafio un gran disgusto: el «príncipe de los matemáticos» quería que le grabaran en la tumba un polígono regular de 17 lados, pero no hubo forma de encontrar un cantero que se comprometiera pues todos se desgañitaron explicando que aquello no se iba a diferenciar de una circunferencia.

Tumba de Hilbert en Gotinga.

Y ni los teoremas de Gödel ni el mismísimo sursuncorda impidieron que en la tumba de Hilbert se grabara su célebre frase «Wir müssen wissen, wir werden wissen» («Debemos saber, sabremos»). Hay que reconocer, de todas formas, que le quedó pintiparada para un epitafio.

 

Referencias

A.J. Durán, Pasiones, piojos, dioses… y matemáticas, Destino, Barcelona, 2009.

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