Al-Bīrūnī: más ácido que el vinagre, y II

Cerramos la anterior entrada anterior dedicada a al-Bīrūnī preguntando si la personalidad de al-Bīrūnī fue tan ácida como aseguraba su fama. En realidad no fue para tanto, y por lo que se sabe, al-Bīrūnī no debió de tener mal carácter, sino que fue, más bien, una persona de mentalidad abierta; aunque su tolerancia, sin embargo, no alcanzaba ni a los fanáticos ni a los imbéciles: despreció a los conquistadores árabes de su tierra natal porque destruyeron muchos libros antiguos, y ridiculizó a almuecines que, recelosos en su ignorancia, rechazaban la ayuda que la astronomía y la trigonometría podían ofrecerles para determinar las horas de los rezos: «No podemos fiarnos de esos almuecines cuyo corazón se disgusta ante el mero hecho de mencionar las sombras, funciones trigonométricas o altitudes, a los que se les pone la piel de gallina por la simple mención de un cálculo o de un instrumento científico. Y no podemos fiarnos de ellos cuando hemos de vérnoslas con las horas de la oración, no porque sean infieles o traidores, sino por su enorme ignorancia».

El islam es especialmente sensible a esta cuestión de los rezos, pues uno de sus pilares básicos establece cinco oraciones rituales diarias. Teniendo en cuenta lo que contó el profeta Mahoma a sus seguidores, la determinación horaria de estos rezos se convirtió en un serio problema, con una clara componente astronómica y trigonométrica. El rezo de la tarde, por ejemplo, viene a corresponder con el rezo que Mahoma hizo en la Kaaba junto al arcángel Gabriel; según propia confesión del profeta, el primer día este rezo tuvo lugar «cuando la sombra de cualquier objeto es igual al objeto», mientras que el segundo día se produjo «cuando la sombra de cualquier objeto es el doble que el objeto». La dinámica inherente a la creencia religiosa hace que los creyentes atribuyan a las palabras de un profeta un grado de infalibilidad absoluto, así que la oración de la tarde debía tener lugar entre esos dos precisos momentos: después de que la sombra iguale la altura de un objeto y antes de que sea el doble. La curiosidad por la longitud que pueden alcanzar las sombras ha encontrado eco en las más diversas culturas. Célebre es la medición que hizo el filósofo griego Tales de las pirámides de Egipto usando la longitud de su sombra. Esa curiosidad, convertida en obsesión, también la encontramos en El libro de las maravillas de Marco Polo. En un capítulo dedicado a los brahmines indios, Polo aseguró que usaban la sombra como consejera mercantil: «Si ocurre que hacen mercado de alguna mercadería, el brahmín que la quiere comprar se pone de pie, mira su sombra al sol y se dice: “¿Qué día es hoy?”; “Tal”, se responde; y luego hace medir su sombra y, si la encuentra tan larga como debe ser aquel día, concluye el trato; pero, si la sombra no es tan larga como debe ser, no concluye el trato, sino que espera a que esté en el punto ordenado por su ley». La costumbre descrita posiblemente sea espuria, pero ilustra sobre un problema, el del cálculo de la longitud de la sombra proyectada por un cuerpo, que ha preocupado a gentes de casi todas las latitudes.

Ilustración de un método propuesto por Al-Bīrūnī para calcular el radio de la Tierra

Al-Bīrūnī escribió todo un libro sobre las sombras ―del que Roberto Casati, autor de El descubrimiento de la sombra, dijo que era «el más importante libro de sombra escrito jamás»―. En sus treinta capítulos se revisaba todo lo que en su momento se sabía de la sombra, desde concepciones filosóficas y poéticas sobre la sombra ―donde al-Bīrūnī incluyó numerosas descripciones de poetas árabes de todo tipo de sombras―, hasta un completo tratado trigonométrico para calcular la longitud de la sombra en distintas latitudes y épocas del año, o cómo calcular distancias entre cuerpos celestiales usando las sombras. Los capítulos 25 y 26 del libro los dedicó al-Bīrūnī a determinar los horarios de los rezos musulmanes.

Al-Bīrūnī tuvo que lidiar con el hecho de que la prescripción de Mahoma sobre el rezo de la tarde deja sin horario para rezar a todos aquellos territorios situados suficientemente cerca de los polos como para que la poca altura que el sol alcanza haga que la sombra arrojada por un objeto siempre sea más del doble de su tamaño. Ocurrió, de hecho, que el sultán recibió una vez a unos embajadores turcos del Volga. La delegación le contó que en el curso alto del río había unos territorios donde el sol apenas levantaba en el mediodía un palmo del suelo, haciendo que los cuerpos arrojasen unas sombras casi inacabables. «Eso es una herejía», clamó un imán de la corte, «porque no se podría entonces rezar la oración de la tarde». Al-Bīrūnī fue más comprensivo que el imán. Le explicó al sultán que la Tierra es una esfera y que su curvatura hace que cerca de los polos la poca altura que alcanza el sol hace que las sombras se dilaten. Explicó también que las prescripciones del profeta eran para los territorios situados en las latitudes de la Meca, y que había que dejarse guiar por la trigonometría para establecer el correspondiente horario según la latitud. A al-Bīrūnī le sacaba de quicio la ignorancia y el fanatismo, lo que le llevó a tener más de un enfrentamiento con el clero musulmán. En cierta ocasión recomendó utilizar un calendario solar, en vez del lunar prescrito por Mahoma, para los cálculos de las sombras; un muecín le reconvino por esto, dado que eso equivalía a imitar a los infieles. «Los infieles comen ―le contestó al-Bīrūnī, haciendo gala de la acidez que los indios le atribuyeron―, ¿debemos también dejar de imitarles en eso?»

Minarete de Gazni que podría remontarse a la época de los gaznavíes

En su libro sobre la India, al-Bīrūnī contó la siguiente interesante historia, muy ilustrativa sobre el valor y utilidad de los símbolos religiosos, sobre lo que cabe o no calificar de ofensivo y sobre la irreverencia y la ignorancia.

En una de sus incursiones bélicas por el valle del Ganges el sultán Mahmud tomó como botín algunos lingas, que colocó posteriormente a las puertas de la mezquita de Gazni. El linga es una representación estilizada del falo en erección, y según cuenta Massimo Raveri en su Historia de las religiones: «es la representación más depurada, austera y, sin embargo, intensa de Shiva» ―junto con Brahma y Vishnú, Shiva conforma la trinidad primaria de dioses hindúes―. Sucedió que los fieles musulmanes que iban a orar a la mezquita de Gazni, sin saber muy bien que aquellas esculturas que el sultán había plantado allí fueran la representación más depurada y austera de Shiva y la veneración que los hindúes le profesaban, o precisamente por saberlo, acabaron usando los lingas para rascarse los pies.

 

Referencias

A.J. Durán, El ojo de Shiva, el sueño de Mahoma, Simbad… y los números, Destino, Barcelona, 2012.

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