Ya hemos dedicado en este Blog algunas entradas a Godfrey Harold Hardy (por su relación con esta entrada recomiendo leer ¡Qué bonicas son las matemáticas!).
La vivencia matemática de Hardy fue, mayormente, estética. Y sobre ello encontramos continuas referencias en su imprescindible A mathematician’s apology: «La belleza es la primera piedra de toque; en el mundo no hay un lugar permanente para las matemáticas desagradables desde el punto de vista estético».
Hardy llegó a defender que es la belleza lo único que dotaba de valor a sus matemáticas, que es tanto como decir dotar de sentido a su vida entera: «Juzgado desde el punto de vista práctico, el valor de mi vida como matemático es nulo y, en cualquier caso, fuera de mi actividad profesional es insustancial. Así pues, mi vida, o la de cualquier otro que haya sido matemático en el sentido en que yo lo he sido, puede resumirse del modo siguiente: he añadido algo al caudal del conocimiento de la humanidad y he ayudado a otros para que hicieran lo mismo. Los productos de nuestro trabajo tienen un valor que tan sólo difiere en grado, y no en especificidad, del de las creaciones de los grandes matemáticos, o de las de cualesquiera otros artistas, grandes o pequeños, que han dejado tras de sí alguna huella en el recuerdo de los hombres».
A menudo, la insistencia de Hardy en la inutilidad de las «verdaderas» matemáticas ha sido considerado una muestra más de su faceta extravagante y, también, provocadora. Porque es casi una provocación escribir: «Las auténticas matemáticas no repercuten de ningún modo sobre la guerra. Nadie ha podido descubrir ninguna finalidad bélica ni ninguna aplicación a la guerra que pueda derivarse de temas tales como la teoría de números o la relatividad, y parece bastante improbable que nadie pueda hacerlo en un futuro próximo», casi a la vez que en los Estados Unidos ponían en marcha el Proyecto Manhattan y fabricaban las primeras bombas atómicas. Pero, ironías de la vida, lo primero que reseña la Encyclopaedia Britannica en su biografía de Hardy es la llamada ley de Hardy-Weinberg, a la que en una entrada posterior la Britannica dedica más espacio que al propio Hardy, para decir: «Hardy dio poco valor a esta ley, pero su importancia es central en el estudio de muchos problemas genéticos, incluyendo la distribución del Rh según grupos sanguíneos y las enfermedades hemolíticas».
Aunque para mí la impúdica loa de Hardy a la inutilidad de las matemáticas tiene otro sentido que el de ser un mero rasgo de histrionismo: Hardy, a su manera, estaba declarando que en cuestiones de estética era un seguidor del filósofo Immanuel Kant (1724-1804).
Las satisfacciones estéticas parecen ser de una naturaleza distinta a las otras satisfacciones más ligadas al hecho biológico de nuestra constitución animal, tanto en sus aspectos sensoriales como racionales. Así, poco tiene que ver la satisfacción que sentía un humano prehistórico ante un cuenco de arcilla decorado con la que sentía al satisfacer con el contenido de ese mismo cuenco su hambre o su sed; y, por lo mismo, también parece diferir el gusto que nos produce satisfacer los instintos sexuales o la complacencia que tenemos los humanos por la comodidad, de la dicha que obtenemos escuchando el segundo concierto para piano de Rajmáninov. Según Kant, la diferencia entre la satisfacción estética y las otras deriva de que estas últimas se producen al dar cumplimiento a alguna necesidad y, por lo tanto, todas ellas tienen una motivación interesada; lo artístico, en cambio, no tiene ningún tipo de utilidad interesada. El hombre, venía a decir Kant, es el único animal que tiene capacidad de juicio estético: «La facultad de juzgar un objeto o una representación mediante una satisfacción o un descontento, sin interés alguno». Precisamente esa «falta de interés» es la característica fundamental de una obra de arte: el arte, dejó escrito Kant en la Crítica del juicio, es «finalidad sin fin».
Así que lo que pretendía Hardy ensalzando la inutilidad de las matemáticas no era hacerse el extravagante; siguiendo la teoría estética de Kant, Hardy estaba defendiendo que las matemáticas son más arte que ciencia.
Esa reivindicación estética de las matemáticas, y por tanto de su inutilidad, está presente de principio a fin en A mathematician’s apology; no es pues por casualidad que Graham Greene dijera que ese libro era la mejor descripción que conocía de lo que significa ser un artista creador.
La pasión que sintió Hardy por las matemáticas lo acabó consumiendo. Al final de su vida, cuando ya su energía mental no daba para producir matemáticas, acabó deprimido e intentó suicidarse. Precisamente cuando encaraba esa última etapa de su vida, bien sobrepasadas ya seis décadas de existencia, fue cuando escribió A mathematician’s apology; y esa amargura vital lo impregna: «Siempre que sea leído con la atención que se merece ―escribió en el prólogo Charles Snow―, A mathematician’s apology es un libro de devastadora tristeza. Ciertamente es ingenioso y agudo, con un humor muy intelectual; no es menos cierto que la claridad cristalina y el candor siguen todavía presentes; no hay duda alguna de que es el testamento de un artista creador. A pesar de todo no es menos cierto que se trata de una forma estoica de lanzar un apasionado lamento por el poder de creación del que se ha gozado y que ya nunca jamás volverá».
Hardy dijo eso mismo en las primeras líneas de su librito, pero de la manera más brutal que pudo: «Decidirse a escribir sobre matemáticas es una experiencia realmente melancólica para todo matemático profesional. La función de un matemático es trabajar probando nuevos teoremas, acrecentar el campo de los conocimientos matemáticos, y en modo alguno hablar sobre lo que él u otros matemáticos han hecho. Los estadistas menosprecian a los agentes de publicidad, los pintores menosprecian a los críticos de arte, y fisiólogos, físicos o matemáticos comparten muy a menudo tales sentimientos: no existe desdén más profundo, o en su conjunto más justificable, que el que siente los hombres que crean hacia los hombres que explican. Exposición, crítica y apreciación es una labor reservada para inteligencias de segunda fila». Y siguió: «Así pues, si me encuentro escribiendo “sobre” matemáticas y no matemáticas, debo indicar que tal hecho no es más que una confesión de debilidad ante la que sólo me cabe esperar el desprecio o la conmiseración por parte de los matemáticos más jóvenes y vigorosos. Escribo sobre matemáticas porque, como cualquier otro matemático que haya sobrepasado la frontera de los sesenta, ya he perdido la frescura de pensamiento, la energía y la paciencia necesarias para enfrentarme de un modo efectivo con mi verdadera profesión».
Referencias:
Hardy, G. H., A Mathematician’s Apology, Cambridge University Press, Cambridge, 1940. Hay versiones castellanas: Autojustificación de una matemático, Arial, Barcelona, 1981; Apología de un matemático, Nivola, Madrid, 1999.
Antonio J. Durán, La poesía de los números, RBA, Barcelona, 2010.
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