Es bien sabido que una de las características de las matemáticas del siglo XX fue su incesante proceso de abstracción. En la década de los sesenta esa abstracción llegó incluso a la enseñanza primaria.
La idea cuajó en Francia por influencia de Nicolas Bourbaki, el colectivo creado en la década de 1930 y al que han pertenecido muchos de los grandes matemáticos franceses del siglo XX; los Bourbaki se propusieron, y en gran medida llevaron a cabo, la reescritura de buena parte de las ramas de las matemáticas como construcciones puramente formalistas desde bases abstractas –sobre la influencia de Bourbaki puede leerse esta entrada-. Aunque fue la llamada «comisión Lichnerowicz» del gobierno francés –presidida durante siete años por el matemático André Lichnerowicz (1915-1998)– la responsable última de que nociones básicas de teoría de conjuntos y algunas estructuras algebraicas –anillos, grupos, cuerpos– hicieran su aparición estelar en las escuelas de medio mundo. A aquel engendro se le llamó la «matemática moderna». Quien esto escribe la sufrió, y ni tiene buen recuerdo ni buena opinión de lo que supone someter a niños de nueve, diez u once años a esos niveles de abstracción.
Naturalmente, el proceso fue mucho más virulento en los niveles universitarios. A nadie sorprenderá que yo defienda la importancia que el valor estético tiene en matemáticas –sobre lo que he publicado en este Blog varias entradas, y a lo que he dedicado incluso un libro-. Me conviene ahora recordar que, en buena medida, el arte significa la aportación del artista. Pensemos que a la hora de enseñar la ciencia, en general, y las matemáticas en particular, se puede prescindir de los científicos o de los matemáticos, y, de hecho, se suele hacer. Eso me parece una mala idea, porque va en detrimento de la apreciación del valor estético de las matemáticas. Si lo comparamos con la literatura, la pintura y la escultura, la cosa es clara. Queremos leer la Odisea, el Quijote, o Cien años de soledad, o los cuentos de terror de Poe, no versiones resumidas o actualizadas o cómo se podrían contar hoy esas historias. Nos interesan los cuadros de Velázquez o las esculturas de Bernini, no copias al gusto moderno de esas obras de arte. Ahora comparemos con lo que ocurre en matemáticas. Hay muchos resultados matemáticos que, contados en la forma como sus autores los descubrieron son verdaderas joyas artísticas. Y, sin embargo, solemos hurtar esa forma original en que los resultados fueron encontrados para enseñar en clase reescrituras actuales que son, en muchos casos, de dudoso gusto. Nos enfadaríamos mucho si vamos a Egipto, Petra o Chichen Itzá y nos quisieran mostrar reproducciones modernas con aditamentos de acero y cristal, en vez de los edificios construidos por esas civilizaciones –incluso si están en ruinas–. Pero nosotros no tenemos empacho en mutilar los razonamientos de Euler, destrozar buena parte del arte de Arquímedes, o modernizar a Gauss. Naturalmente, lo que digo es una cuestión de proporción. Es evidente que no podemos enseñar todo lo que se ha hecho en matemáticas en la forma original en que se hizo; pero de ahí a no enseñar nada en la forma original en que los artistas lo parieron –o manteniendo al menos cierto aroma de época– media un abismo.
En cierta forma, podemos culpabilizar al bourbakismo mal entendido, o quizá bien entendido pero mal usado, como casi exclusiva herramienta metodológica para la enseñanza universitaria de las matemáticas, de esa renuncia a mostrar la parte artística de las matemáticas. Se dijo «¡Abajo Euclides!», pero en realidad significó «¡Abajo Euclides y Arquímedes y Newton y Euler y Gauss y etcétera, etcétera!».
Voy a acabar esta entrada parafraseando el artículo Chisteras en la playa de Julio Camba (1882-1962), el gran periodista gallego, para explicar la forma en que yo veo la invasión bourbakista de finales de los sesenta, y haciendo alguna propuesta de cómo se puede mejorar la situación. Con la llegada del bourbakismo a España –que a fin de cuentas fue una corriente francesa–, pasó igual que pasaba cuando, según el capitán Cook (1728-1779), llegaba una chistera a una isla de Polinesia habitada por aborígenes. Contó el capitán Cook que eso le ocurrió en varias ocasiones y en todos los casos los aborígenes se comportaron igual: se acercaban recelosos a la chistera, le daban primero una patada, después la olían, etc., etc., hasta que comprendían que la chistera era un signo de autoridad y un instrumento de mando; y colocándose ese símbolo de poder se iban al poblado a proclamar sus derechos y a exigir la obligada sumisión para la chistera y para sí mismos. Hoy ya nos hemos acostumbrado a la chistera bourbakista, y los que lucen raros son los matemáticos que no la llevan puesta cuando enseñan. A mí me gustaría que la historia de las matemáticas nos sirviera para eliminar la chistera bourbakista, pero yo soy un exagerado. De manera que ya me conformaría con que la historia de las matemáticas sirviera para modernizar la chistera o, al menos, para colocarle una flor que la haga menos rígida y más atractiva.
Referencias
A.J. Durán, Crónicas matemáticas, Crítica, Barcelona, 2018.
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