La muerte de John von Neumann

Sorprende la reiteración y unanimidad con la que aquellos que conocieron y trataron a John von Neumann hablan de su genialidad. Es, también, una constante en sus biografías, incluso en aquellas que censuran el marcado belicismo que mostró durante y después de la Segunda Guerra Mundial. Muchas de esas personas fueron intelectualmente sobresalientes, políticos notables, científicos muy destacados, premios Nobel algunos de ellos, que, sin embargo, dijeron haberse sentido ciertamente sobrepasados por la rapidez, lucidez y profundidad de la inteligencia de von Neumann. He aquí una muestra: a Eugene Wigner, premio Nobel de Física en 1963 y nacido en Hungría como von Neumann, le preguntaron una vez que a qué se debía la proliferación de genios nacidos en Hungría y pertenecientes a su generación ―hubo varios premios Nobel, incluido él―; Wigner dijo no entender la pregunta: «En esa época ―aseguró― Hungría sólo produjo un genio, Johnny von Neumann».

En la entrada de hoy, sin embargo, no voy a hablar de por qué casi todo el que lo conoció consideró a von Neumann un genio (sobre lo que algo se dijo en esta entrada). Hoy hablaré de su muerte.

La radiactividad se había descubierto unos años antes de que von Neumann naciera, y pronto los científicos que la investigaron fueron dolorosamente conscientes de las graves consecuencias que una sobreexposición produce en la salud, sobre todo en forma de quemaduras en la piel. Pero acaso no imaginaron que la acumulación de radiación conduce inexorablemente a la muerte. Una muerte dolorosa. Marie Curie murió en 1934 a causa de una anemia aplásica causada por años y años de exposición a la radiactividad. Su hija Irène murió en 1956 a consecuencia de una leucemia, probablemente también causada por la radiación.

Conscientes del peligro que la radiactividad suponía para la salud, instituciones de varios países empezaron a redactar en los primeros años del siglo XX manuales de buenas prácticas para la protección de científicos y médicos que usaban rayos X y otro material radiactivo ―los pacientes tardaron todavía un tiempo en ser considerados como grupo de riesgo―. A la tarea se unieron algunas instituciones internacionales a lo largo de la década de los 20. Pero debido a la falta de información sobre los niveles de exposición potencialmente dañinos, esos manuales no pasaron de ser formalidades vagas o, en el mejor de los casos, meros consejos de dudosa utilidad.

Así, la fabricación de las primeras bombas atómicas se hizo con protocolos de seguridad elaborados por el U.S. Advisory Committee on X-Ray and Radium Protection. Protocolos que no se cumplieron al chocar en muchos casos con las premuras de tiempo. De manera que la radiactividad de la bomba afectó primero a los que la construían.

Pero ningún protocolo podía servir para después de las primeras explosiones atómicas pues se produjo entonces una enorme cantidad de elementos radiactivos que eran desconocidos ―muchos de ellos ni siquiera existen de forma natural en la Tierra―. Las fotografías de los responsables del proyecto Manhattan, arremolinados en torno a los hierros retorcidos en que la detonación de la bomba de Alamogordo convirtió la torre metálica de 30 metros donde la suspendieron, dan verdadera grima: se les ve contentos por el efecto de la explosión… ¡y sin otra protección para la radiación que sus zapatos envueltos en bolsas de plástico!

Enrico Fermi murió de cáncer de estómago en 1954 ―con 53 años―, von Neumann de cáncer de huesos en 1957 ―con 54 años― y Oppenheimer de cáncer de garganta en 1967 ―con 63 años―. Acaso no se pueda establecer una relación de causa efecto entre la enfermedad que los mató y la radiación, al menos no tan clara como en los casos de Marie e Irène Curie.

John von Neumann fue el principal asesor matemático de Los Álamos durante la fabricación de las primeras bombas atómicas, además de ser consejero y miembro de mil y un Comités del Ejército, la Marina y la Fuerza Aérea norteamericanas desde el comienzo de la Segunda Guerra Mundial hasta su muerte en 1957; tres años antes fue nombrado por el presidente Eisenhower uno de los cinco comisionados de la todopoderosa Comisión de la Energía Atómica (AEC), la agencia creada por Truman en 1947 y que tanto influyó en la política de rearme de los Estados Unidos durante la guerra fría. Stanislaw Ulam contó que a von Neumann le fascinaban los generales y almirantes, y que se llevó tan bien con ellos porque admiraba en secreto a las personas o instituciones capaces de ser despiadadas e implacables.  En su caso, no son pocos los que achacaron su cáncer ―el de huesos era secundario, una metástasis de uno previo de páncreas o próstata― a la radiación sufrida cuando asistió a las pruebas atómicas habidas en el atolón de Bikini en el verano de 1946.

Lápida de la tumba de von Neumann

Los últimos meses de von Neumann fueron una verdadera pesadilla. No faltó casi de nada. Médicos que habrían llegado muy lejos de haberse dedicado al humor negro, como aquel que, preguntado por von Neumann sobre lo que debía hacer una vez le habían diagnosticado el cáncer, le contestó: «Mientras el cuerpo aguante siga usted en la Comisión de la Energía Atómica. Pero si tiene pendiente alguna investigación científica importante, una aportación realmente grande, póngase a trabajar en ella ahora mismo». Militares que trataron, es de suponer que con la mejor intención, de prolongar la vida de aquel cerebro prodigioso; aunque hubiera que poner soldados de guardia a las puertas de su habitación porque al enfermo le dio por hablar en voz alta mientras dormía, y tenían miedo de que alguien pudiera espiar por si en esos delirios a von Neumann se le escapaba algún secreto nuclear. Al espía le habría hecho falta saber idiomas, porque después se supo que von Neumann deliraba en húngaro.

Por no faltar, no faltó ni siquiera un cura, pues el agnóstico von Neumann se convirtió al catolicismo a última hora, aunque tuvo el buen gusto de exigir un cura con sus mismas preocupaciones intelectuales.

Pero, sobre todo, a von Neumann no le faltó la compañía del miedo y del dolor; un dolor atroz que apenas mitigaron drogas ni calmantes. Pócimas que acaso tampoco le impidieran percibir aquello que siempre le había causado más pavor: ser consciente de cómo la enfermedad deterioraba su propia inteligencia.

Referencias

Durán, Antonio J., Pasiones, piojos, dioses … y matemáticas, Destino, Barcelona, 2009.

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