Doscientos diez años sin Lagrange

Estatua de Lagrange en Turín, su ciudad natal

El pasado 10 de abril se cumplieron doscientos diez años de la muerte del gran matemático francés Joseph Louis Lagrange, que, sin embargo, no nació en Francia sino en Turín el 25 de enero de 1736, de padre francés y madre italiana. Fue el menor de once hermanos y el único de ellos que sobrevivió más allá de la infancia. Su padre, que había hecho fortuna con un matrimonio ventajoso, la perdió en especulaciones; el propio Lagrange, mostrando una fina ironía, que junto con la modestia fue uno de sus rasgos de personalidad, se mostraría poco contrariado por este hecho: «Si hubiera tenido fortuna no me habría inclinado por las matemáticas».

Lagrange, desde sus inicios, fue un analista. Euler quedó muy impresionado con los primeros resultados del joven Lagrange sobre el cálculo de variaciones, lo felicitó e incluso retrasó la publicación de uno de sus trabajos para que Lagrange recibiera toda la gloria del descubrimiento: «Vuestra solución del problema isoperimétrico no deja nada que desear, y me regocijo de que este tema del que sólo yo, desde las primeras fases, me preocupaba, haya sido llevado por vos al más alto grado de perfección –le escribió–. La importancia de la materia me ha estimulado a trazar de ella, con la ayuda de vuestras luces, una solución analítica, a la que no daré ninguna publicidad hasta que vos mismo hayáis publicado la serie de vuestros descubrimientos para no arrebataros ninguna parte de la gloria que os he debido».

El cálculo de variaciones es una disciplina matemática que se empezó a desarrollar a lo largo del siglo XVIII muy ligada a las ecuaciones diferenciales. Algunos de los problemas que la originaron provenían de la física, como el siguiente, propuesto y resuelto por Newton en los Principia –y con obvias aplicaciones en la fabricación de barcos–: ¿cuál debe ser el contorno de una superficie de revolución que se mueve a velocidad constante en la dirección de su eje para que presente la mínima resistencia al movimiento? Otro ejemplo de este tipo es el de la braquistócrona, o curva por la que un cuerpo cae por gravedad en el menor tiempo entre dos puntos. El cálculo de variaciones también aborda problemas geométricos, como el de las geodésicas: dada una superficie y dos puntos cualesquiera sobre ella, ¿cuáles son las curvas sobre la superficie que dan la mínima distancia entre los puntos? Y también los llamados isoperimétricos, del que el siguiente es un ejemplo: de todas las curvas planas cerradas con longitud fija, ¿cuál encierra un área máxima? –que se suele relacionar con la historia de la fundación de Cartago por la reina Dido, a la que permitieron asentarse en el trozo de terreno que pudiera ser delimitada por la piel de un buey: Dido ordenó hacerla tiras muy finas y marcó con ellas su territorio–.

Lagrange sistematizó, usando procesos puramente analíticos, las primeras técnicas de Euler para tratar problemas de cálculo de variaciones –con mejoras posteriores por parte de Jacobi y Weierstrass, entre otros–.

El desarrollo del cálculo de variaciones acabó poniendo de manifiesto un principio físico fundamental: el de mínima acción. Grosso modo establece que la naturaleza siempre actúa de manera económica, minimizando su acción. En más o menos esos términos lo expusieron Pierre-Louis de Maupertuis (1698-1759) y Euler en 1744, aunque ya Leibniz lo había formulado cuatro décadas antes. Todos ellos usaron razones teológicas para justificarlo: «Ya que la fábrica del universo es más que perfecta y es el trabajo de un Creador más que sabio –escribió Euler–, nada en el universo sucede en el que alguna regla de máximo o mínimo no aparezca».

Ejemplar de la primera edición de la Mécanique analytique, encuadernado con una copia de Théorie des fonctions analytiques

Lagrange reformuló después el principio de mínima acción en los términos más precisos de acción estacionaria, y lo culminó Hamilton en el segundo cuarto del siglo XIX. Usando el cálculo de variaciones y el principio de acción estacionaria, Lagrange sintetizó y amplió la mecánica newtoniana en su obra más importante: Mécanique analytique. Lagrange sintió una profunda admiración por Newton y su obra, y a menudo lo citaba como el más grande genio que jamás hubo existido. Aseguró también, con gran ironía, que había sido por eso el más feliz de los científicos pues sólo hay un sistema del mundo por descubrir.

Lagrange cuidó en especial la estética de los resultados, logrando una obra de gran belleza que fue calificada por Hamilton de «poema científico». Del libro se desprenden los nuevos rumbos que el análisis había traído a las matemáticas, lo que hizo explícito Lagrange en el prefacio con una simple frase: «Nadie espere encontrar dibujos en esta obra. Los métodos que expongo no demandan ni construcciones ni razonamientos geométricos o mecánicos, sino únicamente operaciones algebraicas analíticas sujetas a un procedimiento uniforme y regular».

Lagrange hizo también contribuciones importantes en teoría de números y a la resolución de ecuaciones algebraicas que abrieron el camino tanto a Abel como a Galois. En efecto, fue Lagrange el primero en darse cuenta de la importancia que el grupo de permutaciones asociado a una ecuación y la estructura de sus semigrupos tenía para la resolución de la ecuación. Lagrange no usó el nombre de «grupo», ni aisló las propiedades esenciales que lo definen, pero para el caso de las permutaciones sí obtuvo algunos resultados de carácter general, como el hecho de que el número de elementos de un subgrupo de permutaciones divide al número de elementos del grupo.

D’Alembert también apoyó con mucho entusiasmo a Lagrange, del que llegó a ser buen amigo. Junto con Euler, preparó el camino para que Lagrange lo sustituyera en Berlín, cuando, harto de Federico de Prusia, Euler regresó a San Petersburgo. El rey escribió una solemne carta a Lagrange invitándole a ocupar el puesto de Euler, pues «el matemático más grande de Europa debía estar junto al rey más grande». Lagrange pasaría veinte años en Berlín, y llegó a tener cierta amistad con Federico, que encontró el cambio de matemático muy de su gusto, pues prefería la ironía de Lagrange a la rígida moral protestante de Euler. A la muerte de Federico de Prusia en 1786, Lagrange regresó a París, donde fue recibido con grandes honores, siéndole habilitadas unas habitaciones en el palacio del Louvre como residencia.

Lagrange representa bien los cambios ocurridos en la profesionalización de las matemáticas durante el siglo XVIII. Trabajó buena parte de su vida en la Academia de Berlín a sueldo del rey de Prusia, pero al poco de volver a Francia se integró en el nuevo sistema universitario, siendo profesor de la École Normale y la Polytéchnique. Por encargo de la revolución participó también en el comité para renovar y unificar el sistema de pesos y medidas, que culminó con la creación del sistema métrico decimal que hoy usamos.

Referencias

A.J. Durán, Crónicas matemáticas, Crítica, Barcelona, 2018.

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