Einstein, Luis Bárcenas y otros que tal

Luis Bárcenas declarando en uno de los juicios en los que fue condenado

Es poco conocido que Einstein durante un tiempo tuvo su «Luis Bárcenas» particular. Por Luis Bárcenas, sin comillas, me refiero al que fuera durante 20 años (1990-2009) gerente (primero) y tesorero (después) del Partido Popular. Condenado a docenas de años de prisión por diversos fraudes fiscales y tropelías, protagonizó, junto a su partido, un monumental escándalo de corrupción, en el que destacaron su célebre libreta con apuntes contables presuntamente fraudulentos y los no menos célebres mensajes de ánimo que le envió Mariano Rajoy, siendo presidente del gobierno de España­ -«Luis, nada es fácil, pero hacemos lo que podemos. Ánimo», o «Luis, sé fuerte»-, cuando se iniciaron las investigaciones judiciales.

Ehrenfest (izquierda), Einstein y el hijo mayor de Ehrenfest, en Leiden

Pues bien, en los años posteriores al final de la primera guerra mundial, Einstein tuvo su «Luis Bárcenas» particular en la figura de Paul Ehrenfest. En aquellos años, Ehrenfest era catedrático de física en Leiden, y buen amigo de Einstein, quien le había ayudado a conseguir ese puesto tras la jubilación de Hendrik Antoon Lorentz. Ehrenfest fue un físico muy singular, que protagonizó uno de los más trágicos sucesos de la historia de la ciencia –que ya habrá ocasión de contar en otro momento-.

Tras el fin de la primera guerra mundial, Einstein pasaba por momentos económicamente difíciles, pues el marco alemán había colapsado con la hiperinflación de la posguerra y él tenía que pagar a su exmujer Mileva Maric y sus hijos pensiones en francos suizos. La familia de Einstein se había instalado en Zúrich, donde Mileva vivió el resto de su vida, cuando Einstein se mudó a Berlín tras aceptar la oferta laboral de la Academia de Ciencias de Berlín.

De hecho, para evitar los efectos de la devaluación del marco y los impuestos en Alemania, Einstein desviaba los emolumentos que ganaba en el extranjero a Leiden, donde su amigo Ehrenfest actuaba de testaferro; para evitar problemas –Einstein cometía varias ilegalidades con ello–, los amigos diseñaron un código secreto algo cómico para hablar de sus trapicheos; el código que usaban para referirse al dinero negro era Au, el símbolo químico del oro, de manera que no eran raros en los intercambios epistolares con Ehrenfest de esa época frases como: «Tus noticias sobre la alta concentración de iones de Au es muy bienvenida, especialmente si tenemos en cuenta que el estado de nuestra investigación aquí convierte a tal concentración en más que deseable». Esto se puede considerar, sin duda, un ilustre antecedente de los apuntes que hizo Bárcenas en su famosísima libreta.

Durante esos años, Einstein hizo numerosas visitas a Ehrenfest en Leiden. Pero, aparte de las económicas, había también razones de índole política, pues la atmósfera en Berlín empezaba a ser difícil de soportar para Einstein. La derrota alemana en la primera guerra mundial no le había entristecido demasiado, pues entendió que era casi la única manera de frenar el militarismo prusiano. A pesar de lo cual Einstein temía los excesos, sobre todo en lo referente a libertades individuales, que podía acarrear una revolución como la rusa que a punto estuvo de desatarse en Alemania al fragor de la derrota. Einstein mismo intervino para liberar al rector y otros miembros del claustro encarcelados por revolucionarios estudiantiles en Berlín, nada más acabar la guerra. De manera que su apoyo, crítico y con matices, a la república de Weimar, así como su decidido pacifismo e internacionalismo, y su recién estrenada celebridad mundial, le convirtieron en blanco predilecto de los grupos que, nada más terminada la guerra, hicieron responsables de la derrota a los pacifistas, a los internacionalistas y a los judíos.

Las consignas antisemitas llegaron incluso al supuestamente más desideologizado mundo de la ciencia –véase, al respecto, las entradas Pi y los nazis, o Matemáticas en tiempos de cólera-. Pero, para los ideólogos del nazismo, la ciencia no era tanto una creación objetiva del intelecto humano guiado por la pura razón lógica, sino un constructo social cargado de componentes subjetivas; debía quedar también, por tanto, bajo el control del estado racial: «La ciencia es un fenómeno social y, como todos los fenómenos sociales, está limitada por la utilidad o el daño que produce –se lee en el libro Conversaciones con Hitler de H. Rauschning–. Con el eslogan de la ciencia objetiva, el profesorado sólo quería liberarse de la muy necesaria supervisión por parte del Estado». Siguiendo estos dictados, a principios de la década de 1920 surgió en Alemania un movimiento que abogaba por la preservación de la Ciencia Pura, para lo cual había que separar, del grano de la «ciencia aria», la supuesta paja de una ciencia degenerada de origen judío. ¿Y qué mejor ejemplo de esa ciencia degenerada que la teoría de la relatividad del judío, pacifista e internacionalista Einstein? Al calor de esas consignas, se organizaron en 1920, por toda Alemania, encuentros para atacar a Einstein y sus teorías, que culminaron en un gran acto celebrado a finales de agosto de 1920 en la sala de conciertos de la Filarmónica de Berlín. Einstein contraatacó aplicándoles una medicina a base de altas dosis de histrionismo y sarcasmo. De entrada, asistió en persona a dicho acto, donde no se privó de reír a carcajadas y de calificarlo de «encuentro de lo más divertido»; luego publicó un artículo y concedió varias entrevistas con perlas como la siguiente, donde describía su situación en Berlín: «Me siento como un hombre que yace en una cama buena pero plagada de chinches». Su amigo Ehrenfest le escribió desde Leiden: «Te insto con todas mis fuerzas a no arrojar una palabra más sobre este tema a esa bestia voraz que es la opinión pública». A lo que Einstein respondió con tono arrepentido: «Todo el mundo debe, de vez en cuando, hacer un sacrificio ante el altar de la estupidez, a fin de agradar al dios de la humanidad».

Walther Rathenau en un sello de 1952, cuando se cumplió el 30 aniversario de su asesinato

La situación de Einstein en Berlín vivió un punto de no retorno el 24 de junio de 1922. Ese día, Walther Rathenau, ministro de Exteriores, fue asesinado en un brutal atentado. Rathenau, judío, hijo del fundador de la empresa AEG, abogaba por la asimilación de los judíos dentro de la sociedad alemana –de hecho, se consideraba más alemán que judío–. Estaba muy alejado de los postulados sionistas, y en contra de la postura de Einstein proclive a mantener la identidad cultural, a pesar de lo cual Einstein y Rathenau habían acabado siendo buenos amigos. Einstein quedó muy afectado, máxime cuando su nombre apareció muy arriba en el listado de objetivos potenciales que la policía encontró en el curso de la investigación. Las amenazas eran para tomárselas en serio en un periodo (1919-1922) en el que había habido cientos de asesinatos políticos en Alemania; de hecho, la policía le aconsejó que dejara Berlín por un tiempo. Consejos que se repitieron en los años siguientes.

Y Einstein los siguió; unas veces buscando refugio en Leiden con su amigo Ehrenfest, otras embarcándose en largos viajes ya a lomos de la fama que lo llevaron, por ejemplo, a Palestina y Japón, a los Estados Unidos o a Sudamérica, y, naturalmente, por toda la geografía europea. Tras el atentado contra Rathenau, Einstein siguió en Berlín otra década más, aunque lo hizo con la casi certeza de que más temprano que tarde tendría que abandonar Alemania. Y eso fue lo que ocurrió al ser nombrado Hitler canciller el 30 de enero de 1933.

Referencias:

Antonio J. Durán, El universo sobre nosotros, Crítica, Barcelona, 2015.

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