Como el mismo Einstein reconoció, lo de ser judío no parece que fuera una cosa de nacimiento, o no del todo; en 1929 escribió –incluido en su libro Mi visión del mundo-: «Cuando llegué a Alemania, hace quince años, descubrí por primera vez que era judío, y ese descubrimiento provino de los no judíos más que de los judíos».
Y, efectivamente, la cuestión se empezó a fraguar con el antisemitismo que empezó a inundar Alemania tras la Primera Guerra Mundial. Antisemitismo que llegó a alcanzar el mundo aparentemente aséptico de la ciencia, cuando empezaron a surgir defensores de que la ciencia también tenía un carácter racial. Y no eran unos cualesquiera esos defensores. Entre los más destacados estaban Philipp Lenard (1862-1947) y Johannes Stark (1874-1957), premios Nobel de Física en 1905 y 1919, respectivamente. Ambos defendían una «Deutsche Physik» por encima de la física judía que representaban no sólo Einstein, y sus teorías de la relatividad, sino también Werner Heisenberg ―que ni siquiera era judío― y la mecánica cuántica. No fueron Lenard o Stark los únicos teóricos de la influencia de la sangre y la raza en la ciencia; cada disciplina tuvo su paladín, y en matemáticas el guardián de su pureza racial fue Ludwig Bieberbach (1886-1982) –como ya tuvimos ocasión de contar en la entrada Matemáticas en tiempos de cólera-. Naturalmente, las posturas de Lenard o Stark no eran puramente ideológicas, también pensaban en el beneficio propio. Por ejemplo, sostenían que la física alemana es la física clásica y experimental y, en consecuencia, la única matemática que debía permitirse hacer es la que esa física lleva asociada. «Desde los tiempos de Gauss ―escribió Lenard―, y a causa de la infiltración de los judíos en los puestos científicos de responsabilidad, las matemáticas han ido perdiendo progresivamente su gusto por la investigación natural, en beneficio de un desarrollo ajeno al mundo que las ha reducido a un mero juego mental en la cabeza de los matemáticos». En realidad, con esas declaraciones en las que supeditaba las matemáticas a la física, Lenard buscaba poner bajo su control la elección del profesorado universitario tanto de física como de matemáticas. Las purgas raciales expulsaron de las universidades alemanas a entre un 15 y un 25 por ciento de los físicos, entre ellos once eran o llegarían a ser premios Nobel.
Einstein y Lenard habían mantenido una buena relación científica, pues fue Einstein quien explicó en 1905 las rarezas que Lenard había descubierto en el efecto fotoeléctrico, e incluso Lenard apoyó la creación en 1913 de una cátedra de Física Teórica en la Universidad de Heidelberg, donde él era catedrático, siempre que fuera Einstein quien la ocupara, pero la situación cambió después y Lenard fue el responsable de que se tardara tanto en conceder a Einstein el premio Nobel.
Así pues, después de la Primera Guerra Mundial Einstein sintió en propia carne los ataques del antisemitismo. Empezó entonces a sentir a los judíos como hermanos de raza, hasta el punto de que al final de su vida diría: «Mi relación con el pueblo judío ha sido el más fuerte de mis vínculos humanos, desde que se me hizo patente su precaria situación entre las naciones». Un sojuzgamiento que había venido observando desde pequeño aunque como algo ajeno, dada su falta de fe en la Biblia u otras creencias judías. Probablemente fuera en Praga donde empezó a sentirse él también judío pero más como reacción, tanto ante los judíos que, como sus padres o algunos de sus colegas, trataban de asimilarse social y culturalmente, como a los antisemitas.
Para Einstein fue también fundamental la situación creada durante y al final de la Primera Guerra Mundial con los llamados «judíos del este». Fueron cientos de miles de inmigrantes judíos venidos de Polonia y usados como mano de obra barata en las industrias de guerra alemanas, muy diferentes de los judíos alemanes asimilados, como la familia de Einstein. Eran gentes pobres, miserables a menudo, a los que los antisemitas aplicaban calificativos biológicos –«parásitos», «alimañas», «cáncer social»–, y a los que se usaba de cabeza de turco para todo lo que fue mal en Alemania tras la derrota en la guerra –la mayoría acabó emigrando a América–. Einstein simpatizó con ellos y en más de una ocasión salió públicamente en su defensa escribiendo artículos en prensa o colaborando en actividades de auxilio.
En esos momentos, Einstein empezó a ver con buenos ojos la posibilidad de que parte de Palestina se convirtiera en tierra de acogida para judíos; todo lo cual le sirvió como acicate para unirse a Weizmann en la gira por Estados Unidos buscando fondos para la Universidad Hebrea de Jerusalén. Precisamente en América, Einstein explícitamente mencionó la impresión que le causó volver a encontrarse con muchedumbres de judíos emigrados de Rusia, Polonia y Europa oriental, y su disposición a ayudarse entre ellos y a otros judíos más necesitados. Einstein se convirtió así en el principal icono del sionismo entre los años 1919 y 1933, por más que el movimiento le generaba serias dudas: «No le agradaba su esencia nacionalista –escribió al respecto su biógrafo y amigo Philipp Frank en 1947–, y no veía ninguna ventaja en sustituir el nacionalismo alemán por otro nacionalismo judío. Comprendía, también, las dificultades inherentes a la instalación en Palestina. El país era demasiado pequeño para poder recibir a los judíos del mundo entero y previó el choque violento entre los hebreos y el nacionalismo árabe. Los sionistas suelen pretender disminuir la importancia de estos problemas, pero Einstein los veía en sus verdaderas dimensiones. Pero, a despecho de estas dudas, Einstein hallaba muchas razones en favor del sionismo. Era el único movimiento activo capaz de despertar entre los judíos el sentimiento de dignidad, cuya falta había echado de menos siempre».
De esa forma es como Einstein sentía su judaísmo: no como un acto de fe religiosa, sino como la pertenencia a una comunidad que los antisemitas se empeñaban en sojuzgar. De hecho, la declaración pública de los ideales judíos que hizo en Mi visión del mundo no contiene ningún elemento religioso: «La pasión del conocimiento en sí, el amor de la justicia hasta el fanatismo y el afán por la independencia personal expresan las tradiciones del pueblo judío, y por esto considero el ser judío como un regalo del destino». Más aún, Einstein propuso como ejemplo de estos ideales a Baruk Spinoza y Karl Marx. Ahora bien, ni uno ni otro son precisamente modelos de ortodoxia judía, más bien al contrario. Spinoza fue expulsado por los propios judíos de su comunidad por las críticas racionalistas a la religión, por la sustitución del alma inmortal por la mente perecedera y por su identificación panteísta de Dios con la naturaleza, algo en lo que Einstein también creyó profundamente, y sobre lo que construyó su religiosidad. Y ¿qué se puede decir de Marx, sino que no es muy probable que encabezara el ranking de los judíos preferidos de los judíos? Precisamente los ideales de libertad personal son los que a fin de cuentas antepuso cuando fue solicitado por su «tribu» –así era como Einstein se refería, en ocasiones, a los judíos–. En 1933 le presionaron para que se fuera como profesor a la Universidad Hebrea de Jerusalén, cosa que no hizo; y en 1952, tras la muerte de Weizmann, le ofrecieron la presidencia del Estado de Israel, cosa que tampoco aceptó –para tranquilidad de David Ben-Gurion, por entonces primer ministro: «¿Qué haremos si dice que sí? –le dijo a un asistente–. Le he tenido que ofrecer el cargo porque era imposible no hacerlo. Pero si acepta tendremos un problema»–. Para ambas solicitudes Einstein tuvo la misma respuesta, una que había anotado en su diario cuando en cierta ocasión le preguntaron si acabaría viviendo en Jerusalén: «Mi corazón dice que sí, pero mi razón dice que no». Quizá por eso, en su último testamento, Einstein decidió donar todos sus documentos –manuscritos, correspondencia, libros, material gráfico, etc.– a la biblioteca de la Universidad Hebrea de Jerusalén.
Referencias:
Antonio J. Durán, El universo sobre nosotros, Crítica, Barcelona, 2015.
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