La unidad imaginaria o La importancia de llamarse Ernesto

Escena de la primera representación de la comedia de Wilde

 La importancia de llamarse Ernesto es una obra de teatro que Oscar Wilde escribió en 1895; lleva por subtítulo Una comedia frívola para gente seria. El título original es difícil de traducir y, de hecho, la traducción española pierde el juego de palabras del original: The Importance of Being Earnest. Este juega con «Earnest», serio, y «Ernest», Ernesto, que en inglés se pronuncian igual. Quizá más acertada fue la traducción catalana: La importància de ser Frank, ya que «Frank» tiene igual pronunciación que «franc», franco; aunque convendrán conmigo que hubiera sido un chiste malo que en España se hubiera traducido por La importancia de ser Franco.

¿Y qué tendrá que ver esto con la unidad imaginaria?, se estará preguntando más de un lector. Pues que la elección del nombre no fue precisamente un acierto en el caso de la unidad imaginaria.

A nadie se le escapa que las matemáticas tienden a la abstracción, lo que significa alejarnos del mundo material que los sentidos nos muestran para adentrarnos en el más incorpóreo de lo mental. Esta abstracción es una de las características de las matemáticas. Una característica esquiva, porque esa abstracción las hace más simples y a la vez más complicadas, las dota de buena parte de su fuerza y eficiencia, pero parece alejarlas de lo tangible; y así acaba convirtiendo a la eficacia que las matemáticas muestran en las ciencias naturales en irracional, por decirlo con el título del celebrado artículo del Nobel de Física Eugene Wigner (1902-1995) -véase la entrada Lo emocional y lo racional, lo abstracto y lo útil-.

Naturalmente ese grado de abstracción encuentra cabal reflejo en el nomenclátor matemático, que está trufado de términos donde es fácil oler el aroma de lo irreal y, también, un inicial prejuicio moral hacia lo ilusorio. Por ejemplo: cuando llamamos «negativos» a unos números, no estamos sino mostrando un cierto temor ancestral e irracional hacia lo que esos números puedan significar. Cosa que, por otra parte, corresponde con la manera en que esos números fueron percibidos en Europa durante los siglos XVI, XVII y XVIII; no así en la India, donde ya se manejaban con soltura números negativos en el siglo VII, y a los que se entendía como el número asociado a una deuda. Ese miedo se apreciaba todavía en la entrada que D’Alembert, uno de los mejores matemáticos del siglo XVIII, escribió sobre ellos para la Encyclopédie: «Las reglas de operaciones con números negativos son generalmente admitidas por todos y reconocidas como verdaderas, cualquiera que sea la idea que podamos tener de lo que esos números son».

Y si los números negativos sufrieron cierto rechazo –apreciable ya en su nombre-, ¡qué decir de los imaginarios!

Las raíces cuadradas de números negativos las empezaron a manejar los algebristas italianos del XVI. Primero Gerolamo Cardano y, sobre todo, Rafael Bombelli. Cardano se refirió a ellas como «Torturas mentales tan estúpidas como inútiles», mientras que Descartes les aplicó el calificativo de «Cosas imaginarias», que todavía persiste hoy en día, cuando seguimos llamando a \(\sqrt{-1}\) la unidad imaginaria. Newton no se quedó corto, y usó el término de «raíces imposibles», aunque quién se llevó la palma poética fue Leibniz, que disfrutó como pocos retozando con ellos y de los que escribió: «El espíritu divino halló una sublime expresión en esa maravilla del análisis, ese portento del mundo ideal, ese anfibio entre el ser y el no ser que llamamos la raíz imaginaria de la unidad negativa».

A pesar de que esa invención matemática ha resultado imprescindible para formular la mecánica cuántica –que nos permite medio comprender el mundo a escalas atómicas-, todavía hoy tienen fama de cosas irreales e incomprensibles. Lo que de nuevo nos lleva al asunto de la irracional eficacia de las matemáticas en las ciencias naturales. De hecho, Eugene Wigner explicó magistralmente la lejanía de cualquier utilidad práctica en el interés de los matemáticos por los números complejos: «Nada en nuestra experiencia sugiere la necesidad de los números complejos. Si a un matemático se le pide justificar su interés por los números complejos, aparte de indignarse, nos hablará de los muchos teoremas hermosos en la teoría de ecuaciones, en la de series de potencias; y en la de funciones analíticas que debemos a los números complejos. Desde luego el matemático no está de ninguna manera dispuesto a renunciar a uno de los más bellos logros de su genio creador».

Cuando finalmente los números complejos se entendieron como vectores en el plano –tienen por tanto longitud y además señalan una dirección, módulo y argumento si empleamos los términos técnicos-, toda esa telaraña metafísica que arrastraban quedó eliminada. Lo que seguramente indica que buena parte de la confusión fue ocasionada por la semántica de los nombres con que se los bautizó. Gauss popularizó la interpretación geométrica de los números complejos como puntos del plano, los denominó de esa forma e hizo de uso común la letra \(i\), que había introducido Euler, para denotar a \(\sqrt{-1}\). Además, Gauss explicó como nadie en una memorable cita el veneno que los nombres pueden inocular en los conceptos a los que representan: «Que hasta ahora una sombra de falsedad haya oscurecido a los números imaginarios es debido, en gran parte, a una nomenclatura inapropiada. Si no se hubiera llamado a unidades positiva, negativa e imaginaria ―o incluso imposible―, sino unidades directa, inversa y lateral, es posible que nunca se hubiera abatido sobre \(\sqrt{-1}\) tal oscuridad».

 

Referencias:

Antonio J. Durán, Pasiones, piojos, dioses y… matemáticas, Destino, Barcelona, 2009.

Antonio J. Durán, Crónicas matemáticas, Crítica, Barcelona, 2018.

 

Imagen destacada: chiste matemático sobre números complejos impreso en una camiseta.

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