La mala educación de Einstein

Naturalmente, me refiero a lo que Einstein consideró una pésima experiencia: la educación que recibió en la escuela y el gymnasium en Alemania durante su infancia y primera adolescencia.

Einstein con cinco años

Aunque Albert Einstein nació en Ulm, su familia se mudó a Múnich al año siguiente del nacimiento, donde vivieron hasta 1894. Allí Einstein asistió a una escuela católica de los seis a los nueve años; los profesores eran liberales, pero los alumnos no, y Einstein sufrió acoso: «Las agresiones físicas e insultos en el camino a casa desde la escuela eran frecuentes, pero en su mayor parte no demasiado crueles. No obstante, sí lo fueron lo bastante como para consolidar, aun en un niño, la vívida sensación de ser un extraño». De la escuela pasó al gymnasium Luitpold, donde estuvo casi seis años, que dejaron una infausta memoria. Si lo vemos por el lado de las notas, le fue razonablemente bien, pero numerosas referencias posteriores –tanto suyas como de su única hermana Maja, nacida dos años después de Albert– hablan de una mala experiencia personal, abrumado por un autoritarismo casi militarista insufrible para Einstein: «El tono militar de la escuela, el entrenamiento sistemático en el culto a la autoridad que se suponía que acostumbraba a los alumnos a la disciplina militar a temprana edad, resultaba particularmente desagradable». En su primera visita a los Estados Unidos, en 1921, destacó: «Me quedé atónito frente a la cercana amistad entre profesores y estudiantes, una condición que raramente se ve o es imposible en las instituciones alemanas». Años después, cuando ya vivía allí, volvió sobre el tema: «Para mí lo peor que puede hacerse en una escuela es emplear las herramientas del miedo, la fuerza y la autoridad artificial. Tales métodos destruyen la firmeza, la sinceridad y la confianza en sí mismo del alumno».

Einstein respondía mejor a otro tipo de enfoque: «La enseñanza debería ejercerse de forma que lo que se ofrece sea percibido como un regalo valioso y no como una dura obligación», comentó a un periodista en 1952.

Imagen del gymnasium Luitpold en una postal

Toda la magia del saber ofrecido como regalo se rompía en el gymnasium Luitpold, donde se sentía oprimido y forzado, algo difícilmente soportable para alguien a quien empezaba a repugnar toda clase de autoridad. La situación se tornó insoportable cuando en 1894 Einstein se quedó solo en Múnich, mientras la familia emigraba a Italia, y él quedaba a cargo de un familiar lejano, para que pudiera terminar los tres cursos que le quedaban en el Luitpold, y conseguir así el equivalente al título de bachiller.

Einstein tenía entonces quince años, y la situación se le hizo insufrible. Andando el tiempo explicaría a su amigo y biógrafo Philipp Frank que si los profesores de la escuela primaria le habían parecido sargentos, los de Luitpold le parecían tenientes que empleaban métodos similares a los del ejército prusiano, donde se alcanzaba una disciplina mecánica mediante la ejecución de órdenes sin sentido. Las quejas de los profesores empezaron a menudear. Célebre es la anécdota que cuenta cómo el de gramática le había dicho: «¡Einstein, nunca conseguiremos de usted nada de provecho!»; o el de aquel otro que se quejó de su insolencia: «Se sienta usted ahí en la última fila y sonríe, y su mera presencia erosiona el respeto que me debe la clase». Empezó a sospechar que aquella situación podía dañarlo de por vida; en el obituario que escribió con motivo del suicidio de uno de sus más queridos amigos, Paul Ehrenfest -véase la entrada Einstein, Luis Bárcenas y otros que tal-, hizo referencia a eso: «La humillación y opresión mental ejercida por profesores ignorantes y egoístas producen un destrozo irreversible en la mente joven, y a menudo tienen una funesta influencia en su desarrollo posterior»; y, de hecho, culpó a la educación recibida por Ehrenfest -que fue austriaco- de los problemas de autoestima que según Einstein lo acabaron llevando al suicidio.

Así que Einstein decidió huir del Luitpold y de Múnich, aunque cubriéndose las espaldas. Para ello logró que el médico de la familia le firmara un certificado recomendando reposo por agotamiento nervioso. Y lo aprovechó para marchar a Milán en tren a principios de 1895. Nunca más volvería al gymnasium Luitpold. De las primeras cosas que hizo al llegar a Italia fue pedirle a su padre que tramitara su renuncia a la nacionalidad alemana. Posiblemente por hartazgo, pero también porque, en 1896, al cumplir 17 años, estaba obligado a cumplir el servicio militar, algo que le espantaba: «Cuando una persona puede obtener placer en marchar al ritmo de una pieza de música, eso basta para hacer que la desprecie. Se le ha dado un gran cerebro sólo por error», le dijo a Mileva Maric, su primera esposa, en 1901, recordando que una vez en Múnich había visto a unos niños unirse gozosos a un desfile militar. A principios de 1896 dejó de ser alemán y se convirtió en apátrida, condición que mantuvo durante cinco años, hasta febrero de 1901, en que consiguió la nacionalidad suiza.

 

Referencias:

Antonio J. Durán, El universo sobre nosotros, Crítica, Barcelona, 2015.

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