Tras los acontecimientos de Afganistán de este agosto, parece oportuno dedicar un par de entradas a Al-Bīrūnī, un matemático que en el cambio del primer al segundo milenio se movió por esa parte del mundo; el lector podrá comprobar que a pesar de los mil años transcurridos hay cosas que no acaban de cambiar.
Muhammad ibn Ahmad al-Bīrūnī nació en el Jwārizm, la región al sur del mar de Aral de donde presumiblemente también fue originario al-Jwarismi. El pueblo natal de al-Bīrūnī lleva hoy su nombre y está a escasos quilómetros al noreste de Jiva ―una de las ciudades más señaladas, junto con Samarcanda y Bujará, del tramo de la ruta de la seda que hoy pertenece a Uzbekistán―. Precisamente al-Bīrūnī es el científico musulmán que mejor representa el espíritu viajero y aventurero de la ruta de la seda. Nacido en 973, vivió una época de especial inestabilidad, guerras y conflictos internos en el islam y, por ende, de dificultades para las rutas comerciales que transitaban por su territorio.
Al-Bīrūnī fue uno de los más prolíficos autores del islam medieval. Se estima que fue autor de casi centenar y medio de libros de los que apenas han sobrevivido dos docenas. Escribió sobre casi todo, astronomía y astrología ―casi la mitad de su producción―, cronología y medida del tiempo, geografía y construcción de mapas, mecánica, medicina y farmacología, meteorología, mineralogía, historia, religión y filosofía, magia y, naturalmente, matemáticas, donde hay referencias a ocho libros de aritmética ―uno ha sobrevivido― y siete de geometría y trigonometría.
Aunque por esa época el Jwārizm todavía estaba bajo dominio de Bagdad, la debilidad de los califas hacía que su autoridad fuera meramente nominal, repartiéndose el control real de la zona entre varios príncipes y visires locales y persas que dominaban pequeños reinos en lo que hoy es Uzbekistán, Turkmenistán, Irán y Afganistán; todos los cuales fueron absorbidos por una potencia emergente en la zona: los gaznavíes. De origen turco y con base en Gazni, al sureste de Afganistán, los gaznavíes levantaron un potente pero efímero imperio que apenas duró de mediados del siglo X al XII, y que se extendió del Éufrates a los valles del Indo y Ganges en el norte de la India.
Las guerras y las sucesivas conquistas que sufrió su tierra natal provocaron que la primera mitad de la vida de al-Bīrūnī transcurriera rebotando entre las diversas cortes que se disputaban la dominación del Jwārizm. Sabemos de muchos de los sitios que visitó por las mediciones astronómicas que en ellos realizó, o por las noticias de eclipses y otras efemérides recogidas en sus libros. Durante los primeros cuarenta años de su vida, al-Bīrūnī vivió, durante más o menos tiempo, en una diversidad de lugares. En Kath, cerca de donde había nacido y entonces una de las principales ciudades del Jwārizm; en Rayy, una vieja ciudad iraní cerca de la actual Teherán; en Bujará, donde al-Bīrūnī protagonizó una disputa con el por entonces joven Avicena sobre la naturaleza de la luz y el calor; en Gorgan, en la orilla suroriental del Caspio; y en Kabul. Y la lista con seguridad no es exhaustiva.
Al final de la segunda década del siglo XI, Mahmud, sultán de los gaznavíes, conquistó todas las tierras por donde hasta entonces se había estado moviendo al-Bīrūnī. Este entró a formar parte de su corte, aunque no se conoce muy bien con qué estatus. Su relación con el sultán parece que nunca fue buena, incluso algunas fuentes, quizá poco fiables, aseguran que recibió un trato cruel y arbitrario, y describen a al-Bīrūnī casi como un esclavo que asesoraba al sultán en cuestiones de geografía y astrología. Al-Bīrūnī pasó entonces largas temporadas en Gazni, la ciudad afgana de la que el nuevo imperio había tomado su nombre, aunque todavía estaba por realizar el periplo que más fama de viajero acabaría dándole.
A la vez que extendía su imperio hacia el oeste, conquistando el Jwārizm, Mahmud lo expandió también hacia el sureste, sometiendo buena parte del valle del Indo y del Ganges, donde sus conquistas y pillajes se quedaron a pocas decenas de quilómetros al oeste de Varanasi. Al-Bīrūnī pasó entonces largos años en la India, viajando por el curso medio y alto del Indo, en lo que hoy es el Punjab y Cachemira. Aunque es difícil determinar cuándo y por cuánto tiempo, su periplo indio debió de transcurrir entre la segunda y tercera décadas del siglo XI y durar al menos diez años.
De sus vivencias en la India y de todo lo allí aprendido, al-Bīrūnī dejó constancia en un monumental tratado de más de 700 páginas llamado Kitab al-Hind, o Libro de la India. Su vuelta a Gazni coincidió con la muerte del sultán Mamud, sustituido por Masud, el mayor de sus hijos, tras una breve guerra civil. La situación de al-Bīrūnī mejoró con el nuevo sultán, al que dedicó su libro sobre la India. Sus viajes siguieron, visitó su tierra natal, al menos una vez más, y murió en Gazni en 1050.
Su libro sobre la India es un exhaustivo retrato de lo que vio en sus viajes por el curso medio y superior del Indo. Contiene información sobre religión y filosofía: misticismo, alma, materia, paraíso, infierno, ídolos; sobre costumbres sociales y religiosas: descripciones del sistema hindú de castas, matrimonios, ritos, peregrinaciones, fastos y festivales, gastronomía, supersticiones, reglas del ajedrez; sobre literatura y escritura: tanto sagrada como sobre gramática y otros asuntos; sobre ciencia y matemáticas: al-Bīrūnī incluyó una tabla de contenidos del Brāhma Sputha Siddhānta, el libro donde Brahmagupta dio al cero carta de naturaleza como número, y también aproximaciones para constantes matemáticas relevantes como el número \(\pi \); sobre astronomía y medida del tiempo: leyendas y teorías sobre el universo y el tiempo, con detalladas descripciones de las inmensas jerarquías y ciclos temporales ligadas al hinduismo, y de los cálculos de posiciones planetarias, tamaño y distancia de los planetas, eclipses, etc.; sobre geografía: incluyendo la descripción de hasta dieciséis de los itinerarios que siguió, con distancias y datos geodésicos; y también sobre astrología. El cuidado que puso al-Bīrūnī en su Kitab al-Hind hace que todavía hoy, en muchas áreas rurales de la India, sea posible reconocer bastantes de sus descripciones.
Naturalmente, los numerales indios están también presentes en el libro de al-Bīrūnī sobre la India, con una referencia a la paternidad india del sistema que por entonces ya usaban en el islam para escribir los números: «Los indios no tienen la costumbre de dar ningún uso a sus letras para el cálculo, tal y como hacían los griegos o nosotros mismos en la antigüedad. E igual que tienen diferentes caligrafías en diversas zonas de sus países, también varían los signos del cálculo. Lo que los musulmanes empleamos como cifras está seleccionado entre lo mejor y más habitual que tienen los indios. Pero poco importan las formas, en tanto que conocemos su propio significado».
Al-Bīrūnī fue un políglota, su lengua madre fue la lengua indoeuropea, cercana al persa, que se hablaba en el Jwārizm, pero hablaba con soltura el árabe y el persa; el sánscrito lo dominó lo bastante como para traducir, con ayuda, algunos libros científicos indios al árabe, y viceversa, y del griego, siríaco y hebreo tenía suficiente conocimiento como para leer ayudado con diccionarios. En cierta ocasión, escribiendo sobre las diversas lenguas que conocía aseguró: «Es en árabe, traducidas, como nos han llegado desde todos los puntos de la Tierra las ciencias, y así embellecidas es como se han introducido en nuestros corazones. La belleza de la lengua árabe ha circulado junto a ellas por nuestras arterias y nuestras venas. Naturalmente, cada nación se complace en los colores de su bienamada lengua, la de la comunicación habitual que cada uno mantiene con sus amigos y compañeros. Pero si juzgo por mí mismo y por mi lengua natal, pienso que una ciencia se extrañaría tanto de verse eternizada en ella como un camello en la acequia de La Meca o una jirafa entre caballos de pura sangre. Si comparo el árabe al persa (y puedo expresarme con soltura en ambas lenguas) tengo que confesar que prefiero una ofensa en árabe a un elogio en persa. Para entender lo que quiero decir, basta con observar en qué se convierte una obra científica traducida al persa: pierde su brillo, declina su porte, sus rasgos se difuminan, y deja de ser útil. El persa no sirve más que para trasmitir relatos históricos sobre los antiguos reyes o cuentos para las veladas nocturnas».
Con seguridad, derroches de franqueza similares a este no resultarían del agrado de más de uno, y acaso por eso entre los hindúes al-Bīrūnī llegó a tener fama de persona ácida ―tanto que, en comparación, dijeron algunos, el vinagre es dulce―. Pero, ¿fue realmente tan ácida la personalidad de al-Bīrūnī? Diremos más sobre esto en una próxima entrada.
Referencias
A.J. Durán, El ojo de Shiva, el sueño de Mahoma, Simbad… y los números, Destino, Barcelona, 2012.
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