Decíamos en una entrada anterior que cuando las ecuaciones de Maxwell le hicieron pensar que había ondas relacionadas con la electricidad y el magnetismo, nadie había observado aún estas ondas. Eso cambiaría unos veinticinco años después de descubiertas las ecuaciones y, de paso, esas ondas cambiaron el mundo.
En 1878, Heinrich Hertz (1857-1894) había llegado a Berlín. Con poco más de 20 años, Hertz era un prometedor estudiante de Física, con una excelente formación matemática. A partir de 1884 empezó a estudiar en profundidad la teoría de Maxwell aunque, como reconoció después, tuvo gran dificultad para entender el texto del escocés. A pesar de lo cual simplificó las ecuaciones de Maxwell y las redujo a cuatro –frente a las ocho manejadas por aquel–, que mostraban además una perfecta simetría entre los campos eléctrico y magnético. Según Hertz, esas ecuaciones contenían todo lo que era seguro en la teoría de Maxwell, hasta el punto de escribir: «La teoría de Maxwell son las ecuaciones de Maxwell». Así que propuso tomarlas no como algo que había que deducir de postulados físicos, sino como el punto de partida para el desarrollo del electromagnetismo. Los trabajos de Hertz sobre las ecuaciones de Maxwell llevaron a decir al físico alemán Arnold Sommerfeld: «la venda cayó de mis ojos», y con seguridad no fue el único que pensó así.
Con todo, la mayor contribución de Hertz al electromagnetismo se produjo en 1888. Hertz era por entonces profesor en Karlsruhe y había decidido investigar el problema planteado por la Academia de Berlín para su premio de 1879. Sus experimentos, sin embargo, fueron mucho más transcendentes de lo que nadie podía imaginar. Como escribió William Berkson en su libro Las teorías de los campos de fuerza: «No es exagerado decir que los experimentos de Hertz constituyeron uno de los puntos críticos, social e intelectualmente, de la historia de la humanidad. Socialmente, estos experimentos han hecho posible el desarrollo de la comunicación a nivel de masas por medio de la radio y la televisión. Intelectualmente, el resultado de los experimentos demostró que la concepción newtoniana del mundo, que de alguna manera había sido el evangelio moderno, necesitaba un cambio».
Los experimentos de Hertz empezaron en 1886 y culminaron en 1888. No comenzaron bien, porque Hertz creyó haber refutado varias veces la teoría de Maxwell, hasta que se dio cuenta de las perturbaciones que en sus experimentos producían tanto la enorme estufa de hierro como los pilares metálicos que había en su laboratorio. Pero concluyeron de forma impecable: logró generar ondas electromagnéticas de varias frecuencias, desde radio hasta microondas; logró observar tanto las correspondientes al campo eléctrico como al magnético, y comprobó que oscilaban en direcciones perpendiculares y se transmitían en la dirección perpendicular a la de oscilación; logró probar que las ondas se reflejaban, difractaban, refractaban, interferían y podían ser polarizadas tal y como ocurre con la luz, a la que se iban pareciendo cada vez más conforme se reducía su longitud de onda. Midió, además, la velocidad de propagación usando ondas estacionarias y comprobó que era la de la luz.
Hertz murió muy joven, con 36 años, y tras una dolorosa enfermedad que comenzó con unos fuertes dolores de muelas cuando realizaba sus cruciales experimentos sobre las ondas electromagnéticas; en el plazo de un año había perdido toda la dentadura, y los dolores se extendieron después al resto de su cara. Después de su muerte, Hertz recibió diversos honores. En Hamburgo, su ciudad natal, le pusieron su nombre a una calle, y colocaron un bajorrelieve con su rostro en el ayuntamiento. El retrato fue retirado por los nazis –repuesto nuevamente en 1949–, pues aunque Hertz fue luterano, su padre era judío.
Las ondas electromagnéticas conforman una gama amplísima, que va desde las ondas ELF, con longitudes de onda que pueden llegar a los miles de quilómetros –transportando por tanto una cantidad ínfima de energía–, hasta los rayos gamma, con longitudes de onda que alcanzan la milbillonésima parte de un milímetro –y transportan una cantidad ingente de energía–, pasando por las ondas de radio –unos cientos de metros para la onda media y tan solo unos pocos metros para la frecuencia modulada–. A esa gama de posibilidades se la conoce como espectro electromagnético. La radiación electromagnética se produce cuando una partícula cargada cambia su velocidad, la energía que transporta proviene de la partícula, que pierde energía con la radiación. Así, una antena de radio es parte de un circuito eléctrico de resonancia en el que una carga se hace oscilar a una determinada frecuencia; la onda generada se puede recibir por una antena conectada a un circuito similar sintonizado a la misma frecuencia. Las ondas así producidas tienen longitudes del orden de los centímetros o superiores; si se quiere disminuir el orden de la longitud, o lo que es igual, aumentar la frecuencia, hasta llegar a los rayos X por ejemplo, se necesita otro tipo de tecnología pues la oscilación de las cargas requerida tiene ya lugar a nivel molecular y atómico.
De todo el espectro electromagnético, una minúscula rendija corresponde a la luz que podemos apreciar con nuestros ojos, y se llama por ello el espectro visible: va de los 75 nanómetros de la luz roja –un nanómetro es la milmillonésima parte de un metro– hasta los 40 de la luz violeta, pasando por los 60 del amarillo o los 45 del azul. Nuestros ojos, al igual que los ojos de la mayoría de los animales, han sido fabricados por la evolución para aprovechar la parte más abundante de radiación electromagnética del Sol. Nuestra piel –o sea, el sentido del tacto– también detecta, por ejemplo, las ultravioletas, aunque de qué dolorosa manera: esas ondas, más energéticas que las visibles, nos queman la piel. Y todavía tenemos suerte de que la atmósfera y el campo magnético neutralicen las de mayor frecuencia.
Nadie, hasta que las ecuaciones de Maxwell lo revelaran, había imaginado jamás que pudiera haber tanta información en forma de ondas pululando por ahí –con la excepción del astrónomo William Herschel, que logró detectar en 1800 la radiación infrarroja, invisible a la vista, proveniente del Sol–. Así supimos de la abundancia y variedad de las ondas electromagnéticas, no porque las viéramos o escucháramos, no a través de nuestros sentidos, sino iluminados por una construcción matemática. Las matemáticas son una especie de gafas que la mente humana necesita para ver mejor: con ellas acertamos a ver toda la riqueza y variedad de ondas electromagnéticas, y lo que con ellas se podía conseguir: radio, televisión, telefonía móvil, exploración del interior del cuerpo humano para diagnosis médica… El razonable manejo que hemos conseguido de este tipo de ondas –la mayor parte de las cuales está absolutamente fuera del alcance de nuestros sentidos– debe casi todo a la física teórica de Maxwell, a la experimental de Hertz, y a la ingeniería, pero también las matemáticas tienen su parte alícuota de responsabilidad en este éxito colectivo de la ciencia y la tecnología.
Referencias
A.J. Durán, El universo sobre nosotros, Crítica, Barcelona, 2015.
Otra excepción: Johann Ritter detectó en 1803 la radiación ultravioleta.