Dos maestros (in memoriam)

Se marchó el año 2022 y con él se fueron también dos personas esenciales en mi vida y en mi vocación como matemático. Hoy quiero rendir, humildemente, homenaje a estos dos maestros (en el sentido amplio de la palabra, que es enorme) a los que tanto debo. No se trata de hacer una semblanza biográfica. No soy la persona adecuada para ello ni por conocimiento ni por cercanía. Se trata únicamente de reflexionar sobre mi experiencia de aprendizaje con ellos y, con algo de suerte, reconocer y apreciar la labor de estos dos grandes profesores.

Probablemente José Luis Vicente Córdoba no necesita presentación para los lectores de este blog. Su magisterio y su influencia sobre las Matemáticas en Sevilla se extendieron a lo largo de cuarenta años. Mi promoción (1990-95) tuvo la extraña experiencia de vivir dos realidades completamente opuestas de José Luis. En primero de carrera fue un profesor enormemente distante, casi se podría decir desdeñoso. No necesitaba marcar artificialmente una distancia con el alumnado, podías medir en años-luz la lejanía de aquel catedrático, pulcramente vestido, que se dirigía a la clase con una expresión de permanente disgusto. Y sin embargo, cuatro años más tarde, en nuestro último curso, el mismo José Luis se lo pasaba en grande explicando Álgebra IV. Dando lo que le parecía, un poco sobre la marcha (eran tiempos anteriores a la terminología «proyecto docente» y sus derivados), bromeando con nuestras muchas (¡muchas!) carencias y siendo comprensivo, compasivo y hasta paternal.

Poco después comencé mi tesis doctoral bajo su dirección y, en los años siguientes, José Luis pasó de ser profesor a compañero. En mis recuerdos de entonces quedan nuestros almuerzos de trabajo, los días de verano de visita en Mazagón (porque una cosa era estar de vacaciones y otra muy distinta no trabajar) y los ratos en su despacho donde pude ser testigo, en medio de sus cavilaciones e intuiciones, de cómo mezclaba y reconocía objetos aparentemente lejanos, al menos para mí, como partes de un todo coherente. Aprecié también entonces, desde otra perspectiva, la enorme influencia tanto profesional como personal que ejercía sobre el área de Álgebra. Una influencia ni impuesta ni forzada, una suerte de fuerza gravitatoria natural que nos hacía, que me hacía, saber que para cierto tipo de cuestiones, si necesitaba consejo, ayuda o una perspectiva diferente, José Luis iba a estar ahí. Porque tanto con su tiempo como con su conocimiento, José Luis era enormemente generoso. Y supongo que, cuando tomó los hábitos, esa generosidad que tanto demostró como profesor halló nuevas vías de expresión. Para entonces yo acababa de terminar mi tesis (quiero pensar que ambos sucesos fueron independientes).

No dejó de dar clase, ni de quejarse a quien quisiera escucharle de lo cansado que estaba de ello, ni de amagar en falso con jubilarse. Tampoco dejó de pensar en Matemáticas. Provenía de una generación diferente, de un tiempo diferente y, como tal, desdeñaba el publish-or-perish, diciendo a menudo que lo importante no era publicar, sino saber. En absoluta coherencia con esta visión, su trabajo más importante, escrito en colaboración con José Manuel Aroca y Heisuke Hironaka (Medalla Fields 1970), no vio la luz en un formato estándar hasta casi 40 años después de que lo escribieran por primera vez. Con esa ocasión como excusa nos reunimos alumnos, amigos y compañeros a celebrar su vida y su legado. José Luis ya andaba entonces delicado de salud pero aún tuvo fuerzas para estrechar manos y compartir recuerdos. Le vi por última vez en una pequeña reunión que organizamos una tarde a finales de la pasada primavera, un par de meses antes de que falleciera. Compartimos con él un rato largo, varias risas y unas cuantas cervezas, en un mesa al sol de la Alameda. Sabíamos todos los que estábamos allí (él el primero) que el final estaba cerca y yo, en particular, que le iba a echar de menos. En casos como este, uno odia tener razón.

A diferencia de José Luis, el nombre de Andrés Rodríguez Becerra probablemente no le diga gran cosa a la mayoría de la gente que lea esto. Sin embargo, probablemente toda persona que ame las Matemáticas conoció a Andrés. En su caso se llamaría de otra forma. Sería un profesor, o tal vez una profesora de 2º de BUP, o quizás de 3ª de la ESO. Pero de lo que estoy seguro es de que, en algún momento de la vida, alguien le hizo descubrir la extraña belleza de las Matemáticas y prendió una llama que nunca se apagó. Esa persona, para mí, fue Andrés.

Andrés era un profesor enérgico, extrovertido, incansable. Tenía una afición irrefrenable por canturrear, cosa que hacía regular. Y también por contar chistes, posiblemente de los peores que he escuchado en mi vida, pero que sin embargo tenían un encanto particular por lo mucho que se divertía contándolos. Disfrutaba como un niño pequeño enseñando, y se le notaba. Transmitía su entusiasmo por la materia de manera completamente natural y contagiosa. Además de eso, era un profesor extraordinario en la profundidad y detalle de sus clases. Por poner un ejemplo, en COU nos dio todas las propiedades de los determinantes, con sus demostraciones (a partir de la definición como sumatorio indexado por las permutaciones). Guardo aquellos apuntes con más cariño que ningunos otros, anteriores o posteriores. Y es que, a pesar de ser físico de formación, no atajaba nunca en sus explicaciones. Se dejaba las energías que hicieran falta en inculcarnos rigor y precisión y, en ese esfuerzo, a mí me ganó para siempre para las Matemáticas.

Con los años, sin embargo, lo que más he llegado a admirar retrospectivamente de Andrés era su empeño en atender a, y en explicar para, todo su alumnado. Para los que íbamos sobrados y para los que íbamos justitos. Y lo digo con pleno conocimiento de causa porque, como nos daba Física y Matemáticas, yo fui miembro de pleno derecho de ambos grupos. Su dedicación a cada persona de su clase lo hacía un profesor ejemplar. Así como José Luis, Andrés era un caso clínico de generosidad y también de compromiso con su papel de profesor de Enseñanza Secundaria como creador de vocaciones.

Este otoño nos sacudió la noticia de su repentino fallecimiento. A pesar de haber tenido poco contacto con él en los últimos años, me sobrevino una sensación extraña, mezcla de desamparo y de impotencia. Y lo primero que recordé fueron aquellas mañanas en el patio que compartíamos los grupos de COU. Un patio al que salíamos entre clase y clase a tomar el aire, a echar el cigarrito, a rajar del Cadi o a comentar el último cajonazo. Andrés normalmente aparecía pronto, antes que los demás profesores, y se dirigía a la puerta de su aula a paso de marchador olímpico mientras tronaba «¡vengan conmigo los mejores!«. Que no eran (éramos) los mejores, desde luego. Pero sí éramos, allí y entonces, los que más le importábamos. En ese momento, en su clase, se entregaba para hacernos sentir que, de verdad, éramos los mejores. Cuando, en realidad, el mejor era él.

2 Comments

  1. Preciosas y emocionantes palabras, le acompaño en el sentimiento en el primer caso y le agradezco que me acompañe entre tantas otras personas en el segundo caso. Profesor, compañero y amigo sin las tres palabras(siendo la segunda breve o casi inexistente en el tiempo) que gracias a Dios describen nuestra relación hasta sus últimos días. Me gustaría tener algo de tiempo para hablar algo de él con usted también, pero me diría una de las clases de matema que él impartió en estos años, parece que acabará de pasar por el pasillo hace un instante y no lo vemos por casualidad, así de afortunados somos, fuimos y tanto lo echamos de menos

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