Desde la pérdida de fuelle científico de Francia al iniciarse el siglo XX y la caída en desgracia del alemán tras la segunda guerra mundial, el inglés se ha convertido en la lingua franca de la ciencia y la tecnología desde mediados del siglo XX (impulsado también al convertirse los Estados Unidos en la indiscutible primera potencia mundial).
Conviene recordar, sin embargo, que esa posición de privilegio tiene el inconveniente de que, a menudo, la lengua inglesa tiene que aceptar ser sistemáticamente maltratada por aquellos que sin dominarla adecuadamente se ven en cierta forma obligados a usarla en textos, artículos y conferencias científicas. Aquí viene muy a cuento una anécdota protagonizada por el matemático Abram S. Besicovitch. Nacido en 1891 en Berdyansk (una de las ciudades ucranias ocupadas por los rusos en la actual guerra de invasión) y formado en San Petersburgo, acabó en la Universidad de Cambridge a mediados de los años veinte (tras la revolución rusa y la posterior guerra civil). Dominó pronto el inglés, lengua en la que fue competente aunque sin acercarse a la perfección. Según cuenta Steven G. Krantz en la referencia [1]: «Un día, durante su clase (en Inglaterra), los alumnos se rieron entre dientes de su inglés algo quebrado. Besicovitch se volvió hacia la audiencia y dijo: “Caballeros, hay cincuenta millones de ingleses que hablan inglés que ustedes hablan; hay doscientos millones de rusos que hablan inglés que yo hablo”. Las risas cesaron de inmediato».
Referencias
R. Wilson y J. Gray (editores). Mathematical conversations, Springer, Berlín, 1999.
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