G. Harold Hardy tenía, en opinión de Bertrand Russell, la clase de ojos brillantes que sólo las personas muy inteligentes tienen. Acaso no fuera un genio como lo fue Einstein pero, para muchos, tuvo una faceta donde lo superó: su capacidad para convertir cualquier trabajo intelectual en una obra de arte. Capacidad que dejó bien patente en un librito que escribió unos años antes de morir, A mathematician’s apology es su título, y, según Graham Greene, es la mejor descripción de lo que significa ser un artista creador.
Hardy lideró las matemáticas inglesas desde la primera década del siglo XX hasta el comienzo de la segunda guerra mundial. Autor de más de 300 artículos de investigación y once libros, su producción científica fue muy extensa y cubre casi cualquier rama del análisis matemático y la teoría de números. Para él las matemáticas tenían mucho de competición –ser el primero en la historia en resolver un problema de reconocida dificultad–; fue, según su propia estimación, el quinto mejor matemático puro de su tiempo. Lo de establecer rankings era muy del gusto de Hardy. En otra ocasión Hardy elaboró un ranking sobre habilidad matemática natural, donde él mismo se atribuía 25 puntos sobre 100, mientras que a su más estrecho colaborador, John Littlewood, le atribuyó 30, y al alemán David Hilbert, el matemático más ilustre de la época, 80. La máxima puntuación de 100 puntos se la otorgó a Srinivasa Ramanujan (sobre Ramanujan y su relación con Hardy hay varias entradas en este Blog: Ramanujan, el matemático más inexplicable, 1729: el número de Ramanujan (y Hardy), Ramanujan y las particiones (I y II) o Ramanujan y la factorización de números).
La vivencia matemática de Hardy fue, mayormente, estética (véase, al respecto, ¡Qué bonicas son las matemáticas!). «Las configuraciones construidas por un matemático, lo mismo que sucede con las de un pintor o un poeta, deben poseer belleza», escribió en A mathematician’s apology. La pasión que sintió Hardy por las matemáticas lo consumió. Al final de su vida, cuando ya su energía mental no daba para producir matemáticas, acabó deprimido e intentó suicidarse.
Hardy recibió una excelente educación inglesa, primero en el colegio de Surrey, al oeste de Londres, donde sus padres trabajaban como maestros; después, con trece años obtuvo el primer puesto de entre 102 candidatos para estudiar en Winchester, en un prestigioso colegio privado. Y, finalmente, ingresó con 19 años en el Trinity College de Cambridge –el college donde dos siglos y pico antes se había formado y había trabajado Isaac Newton–.
Hardy vivió casi exclusivamente por y para las matemáticas. Tuvo el tipo de frialdad que el imaginario colectivo asocia con lo típicamente inglés, además de un carácter algo histriónico y excéntrico. Su odio por los espejos –cuando llegaba a un hotel los tapaba con toallas– le obligaba a afeitarse al tacto; odio que hizo extensivo a algunos aparatos mecánicos: nunca usó reloj ni estilográfica. Y tampoco usó el teléfono, salvo en situaciones extremas y sólo para hablar él. Aparte de las matemáticas, su otra gran afición fue el críquet, un juego casi tan arcano como las propias matemáticas.
Hardy fue buen amigo de Bertrand Russell, seguidor de sus posturas pacifistas durante la primera guerra mundial, y un leal defensor de la integridad y universalidad de la hermandad matemática. El ambiente que se vivió en Cambridge durante la primera guerra mundial lo decidió a cambiar de Universidad, aceptando en 1919 una cátedra en Oxford. Volvió a Cambridge doce años después. Echaba de menos estar en el centro de la matemática inglesa, entonces en Cambridge; y, también, la seguridad que tenía allí de seguir en su alojamiento del College una vez jubilado. Hardy permaneció siempre soltero, y los últimos años los pasó cuidado por su hermana Gertrude, a quien había dejado tuerta jugando de niño descuidadamente con un bate de críquet –el accidente nunca rompió la excelente relación que los hermanos mantuvieron toda su vida–.
Hardy fue un gran conversador, aunque acaso su aparente sinceridad y gracejo tapara más que mostraba; como consecuencia, fue amigo de muchos pero íntimo de muy pocos, como dijo alguien. Hardy perteneció al exclusivo club de los Apóstoles, una singular hermandad secreta creada en Cambridge que contó con miembros de gran solera y prestigio intelectuales: Edward M. Foster, John Maynard Keynes, Bertrand Russell, Ludwig Wittgestein, Lytton Strachey y otros componentes de lo que luego se llamaría el grupo de Bloomsbury. «No había tabús –escribió Russell sobre los Apóstoles–, ni limitaciones, nada se consideraba escandaloso, ni se levantaba ninguna barrera a la libertad de reflexión y discusión».
A pesar de que muchos de los Apóstoles no fueron homosexuales, una cierta corriente gay atravesó la hermandad. Foster, Keynes y Strachey lo fueron y, posiblemente, también Hardy, aunque su discreción hace difícil saberlo con certeza. Según Littlewood, con quien colaboró durante cuarenta años: «Hardy fue un homosexual no practicante»; lo más parecido a un affaire que se le conoce fue que en 1903 compartió habitaciones y una gata con Russell Gaye, un experto en clásicos grecolatinos. «Eran absolutamente inseparables –escribió sobre ellos el marido de Virginia Woolf–, y raramente se les veía hablando con otra gente» –seis años después Gaye se suicidó–. «Es difícil saber si Hardy fue un homosexual practicante –escribió Robert Kanigel en la biografía de Ramanujan–; pudo llevar tanto una vida asexuada como una intensa vida sexual secreta tan bien oculta que incluso sus amigos nada supieron de ella y quienes sí supieron nada dijeron». La única crónica que tenemos de Hardy como actor sexual se refiere a una reunión de los Apóstoles en 1899, cuando, tras una discusión sobre la masturbación, se votó si era buena como medio pero mala como fin, a lo que Hardy votó que sí.
Hardy fue más que ateo. Dejó de creer en Dios siendo estudiante del Trinity College de Cambridge. Consecuente como era, le dijo al Decano que no volvería a ir a la capilla, algo obligatorio en el College; a lo que el Decano respondió que no se opondría si, a cambio, Hardy ponía a sus padres en antecedentes. El Decano y por supuesto Hardy sabían que estos eran muy religiosos, y que el ateísmo del hijo les iba a causar dolor. Después de pensarlo mucho, Hardy les escribió y, efectivamente, les causó gran dolor; como alguien dijo, un dolor que a nosotros, más de un siglo y cuarto después, nos es difícil imaginar. Así que Hardy no sólo dejó de creer en Dios, sino que a partir de entonces lo consideró su enemigo personal. Algo ciertamente incongruente que provocó más de una anécdota jugosa, como cuando salía bien abrigado y cargado con un paraguas en las tardes soleadas: no es que Hardy fuera más precavido de la cuenta, es que pensaba que si Dios lo veía pertrechado con un paraguas no se iba a tomar la molestia de estropear la tarde con lluvia.
Referencias
A.J. Durán, Crónicas matemáticas, Crítica, Barcelona, 2018.
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