Creo que la primera vez que me topé con la palabra «guarismo» fue leyendo a Azorín. Debió de ser cuando la adolescencia hacía brotar granos en mi cara con la misma facilidad con que la primavera hace brotar el azahar en los naranjos. Por si aquello no fuera suficiente tragedia, al maestro de turno se le ocurrió que los niños teníamos que leer Las confesiones de un pequeño filósofo de Azorín; y digo mal, porque no sólo teníamos que leerlas, sino también comentarlas y buscar en el diccionario todas las palabras que no entendiéramos. Se ve que al pequeño filósofo Azorín las tablas de logaritmos le habían parecido tan terribles como a mí me parecían sus confesiones, y dejó fe de ello en su libro: «Y abro precipitadamente un libro terrible que se titula Tablas de logaritmos vulgares. Esto de vulgares me chocaba extraordinariamente: ¿por qué son vulgares estos pobres logaritmos? ¿Cuáles son los selectos y por qué no los tengo yo para verlos? En seguida echaba la vista sobre este libro y me ponía a leerlo fervorosamente; pero tenía que cerrarlo al cabo de un instante, porque estas columnas largas de guarismos me producían un gran espanto?» De ese párrafo, tuve que buscar en el diccionario varias palabras. Una fue «guarismo», a la que el diccionario (en sus últimas ediciones) atribuye tres acepciones: «Perteneciente o relativo a los números», y también «Cada uno de los signos o cifras arábigas que expresan una cantidad», e incluso «Expresión de cantidad compuesta de dos o más cifras». Lo que no dice el diccionario es que «guarismo» deriva etimológicamente de al-Jwarismi, aunque seguramente esto hubiera sido de poco consuelo para el pequeño filósofo.
La historia se ha mostrado ambivalente con al-Jwarismi ―que también admite las variaciones al-Kwowarizmi, al-Khorezmi, …―. Por un lado ha sido rácana en cuanto a los datos conservados sobre su vida. Poco más se sabe que fue musulmán, nacido en Jwarizm, la región semidesértica al sur del mar de Aral, miembro destacado de la Casa de la sabiduría de Bagdag, y que nació hacia 780 y vivió setenta años aproximadamente; sabemos que durante esos años fue astrónomo y matemático y, quizá también, traductor ―es posible que dominara varios idiomas: árabe desde luego, en el que compuso sus obras, pero también el dialecto persa hablado en Jwarizm y también el persa, y algo debió saber también de sánscrito y quizá de griego y siríaco―. Pero, por otro, la historia ha sido generosa con al-Jwarismi pues de su nombre derivan, directa o indirectamente, prestigiosos nombres del ámbito matemático, científico y tecnológico, como son los de algoritmo, guarismo y álgebra.
Lo curioso es que, a lo largo de los últimos 150 años, los académicos de la lengua han hecho sufrir al término «guarismo» un verdadero calvario. En las ediciones anteriores a 1869, el diccionario no daba etimología alguna; después pasó a mencionar una misteriosa palabra árabe: «huarezmi». La edición de 1956 se cubre de gloria pues, aunque menciona en la etimología de «guarismo» a al-Jwarismi, le atribuye al sabio musulmán, nada más y nada menos, que la invención de los logaritmos. El garrafal error se mantiene en las ediciones de 1970 y 1984. Como el Guadiana, la etimología de «guarismo» desaparece en la edición de 1989, vuelva a aparecer en la de 1992, con mención a al-Jwarismi aunque sin atribuirle ahora los logaritmos, y nuevamente desaparece en la de 2001.
Otra de las palabras de ese párrafo que tuve que buscar fue «logaritmo», pues todavía no me habían enseñado en la escuela lo que eran los logaritmos, aunque yo ya había oído hablar de ellos como la cosa más complicada e incomprensible del mundo, tanto que, como ya se ha dicho, los académicos de la lengua atribuyeron durante unas décadas su invención a al-Jwarismi, cuando fueron invento independiente de un noble escocés, John Napier (1550-1617) (ver Los logaritmos y el alce borracho), y de un plebeyo suizo, Joost Bürgi (1552-1632). Afortunadamente para mi posterior trayectoria profesional, aquel párrafo de Azorín no sólo no me predispuso contra los logaritmos, sino que incrementó considerablemente mi fascinación por ellos. El diccionario no me aclaró tampoco qué era aquello de «logaritmos vulgares» que tanto encrespó el ánimo del pequeño Azorín; algunos años después supe que era el nombre con que se conocía a los logaritmos con base 10, también llamados decimales, para distinguirlos de los logaritmos neperianos, que tienen como base el número \(e\). Con académicos como Azorín, no es extraño que en la entrada del diccionario correspondiente a la palabra «belleza», se lea: «Esta propiedad existe en la naturaleza y en las obras literarias y artísticas», vedando el paraíso de las obras bellas a las científicas, en general, y a las matemáticas, en particular. En fin, cosas de los académicos.
Referencias:
Antonio J. Durán, El ojo de Shiva, el sueño de Mahoma, Simbad… y los números, Destino, Barcelona, 2012.
Dejar una contestacion